Los amigos hablan de terrorismo, pero no dicen nada: nada
que alumbre, nada que consuele, nada que prevenga… Lugares comunes,
perplejidades comunes, exabruptos comunes, ignorancias comunes, panaceas
comunes: todos los velatorios, idénticos. Menos mal que no incurren en las
barbaridades de otros. Yo me desentiendo, miro la plaza que se arregla para la
feria. Conocen ustedes, misericordiosos lectores, el propósito firme de no escribir nunca del terrorismo hasta que halle palabras pertinentes: no las tengo; no las he
leído ni oído todavía; mejor el silencio.
Un amigo deja caer:
—Cuando el 11 M mucha gente de orden, agarrando el
titadine por las hojas, le echó la culpa a ETA; quizás ahora sientan la
tentación de echársela a Arran.
No se me había ocurrido. Interviene don Juan:
—Desde luego, el turismo —actividad banal, despreocupada,
inocente, superflua— casa mal con el miedo. El turista en cuanto que turista es
lo contrario del héroe; el miedo lo espanta, literalmente, de los sitios: miren
Egipto, por ejemplo. De modo que, si los de Arran quieren espantar a los
turistas, han hallado un socio formidable.
—Un socio no buscado, don Juan: no vaya usted a hacerles el
caldo gordo a ciertos patriotas españoles —se atreve alguien a decir.
Don Juan lo mira con asombro, quizá con algo de decepción:
—Claro, amigo mío: parece que no me conociera. Ahora bien,
los planteamientos de unos y de otros no andan en realidad tan lejos: ambos
consideran que la suma bondad está en la pureza de lo propio; que esta pureza ha degenerado por la contaminación espuria de lo ajeno; y que restaurar la
bondad pura y prístina requiere firmeza y, tal vez, cirugía. La cirugía de
Arran es menor, poco invasiva, superficial, casi indolora; la de los
yihadistas es primitiva, brutal, cruda, como era la de ETA.
—Los de Arran solo están contra el turismo de masas.
—Que en nuestros tiempos es la única forma de turismo. Pero
conviene ser precisos: no están contra el turismo, ente abstracto, sino contra
los turistas, seres de carne y hueso; y, más en concreto, contra los turistas
pobres o de medio pelo que abarrotan las Ramblas, inundan el parque Güell,
rebosan la Sagrada Familia —esa tarta nupcial empalagosa— y se alojan en pisos erbienbí —negros como el tizón— del Poble Nou.
Los turistas ricos, en cambio, son invisibles: no molestan.
—También han protestado contra ellos.
—Para que no se les note demasiado el plumero.
—Reconocerá usted, don Juan, que el turismo masivo produce
efectos secundarios indeseables: es preferible el turismo de calidad.
—Lo reconozco: ruidos, suciedad y otras molestias, rotura
del tejido social y urbano tradicional, encarecimiento de los precios… Aun así
no estoy seguro de que el turismo de calidad —es decir, menos turistas,
pero más ricos y gastosos— sea preferible en todos los casos. Imagine un
Almagro al que viniera la mitad de turistas dispuestos a dejarse el triple de
dinero: ¿dónde se alojarían? ¿dónde comerían? ¿dónde se tomarían un aperitivo o
un café? ¿dónde comprarían suvenires? Obviamente, la mayoría de los
bares de la plaza, la mayoría de las tiendas de recuerdos, la mayoría de los
alojamientos, la mayoría de los restaurantes echaría el cierre, aunque los supervivientes
ganaran el triple. ¿Sería bueno eso? Habría que pensarlo.
—Y que los pobres también tenemos derecho a viajar —apunta
el portavoz del sentido común.
Don Juan sonríe:
—Por supuesto: y ese es precisamente el cascabel que hay que
ponerle al gato.
—¿Cómo se hace?
—No lo sé: no me dedico a esto, pero doctores habrá y no les cabrá duda de que los recién llegados están a tiempo de escarmentar en cabeza
ajena.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo y por lo pronto: Almagro, aunque no sea un recién llegado, está
todavía a tiempo de aprender. Podría, pongo por caso, aprender de Toledo para
reducir el excursionismo, plaga semejante al crucerismo: multitudes llegadas de
golpe, invadiéndolo todo y gastando bien poco; y encauzar el excursionismo estudiantil —como hacen, muy meritoriamente, las jornadas escolares de teatro clásico de C+C, aunque ignoro si el Corral es el mejor sitio para ellas— de manera que la visita se convierta en semilla que fructificará a
medio plazo. De
Barcelona se podría aprender a atar corto al turismo, bicho cimarrón y resabiado;
y de otros sitios, que si la calidad de la oferta se degrada, se degradará
también la calidad de la demanda.
—¿Significa eso que es usted partidario del turismo, pero con normas
y mesura?
—Eso significa; y que el turismo quede supeditado a los intereses generales de los almagreños. O sea: turismofobia no; turismolatría tampoco: Almagro no es Villar del Río.
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