Aunque es
hijo de juez y yerno de notario, don Juan nunca ha sentido atracción por las
denominadas —algo pomposamente— ciencias
jurídicas. Lejos de ello, desde chico le ha resultado asombroso, casi
perverso, que personas normales decidan drástica y contundentemente sobre las
vidas y haciendas de los demás. Y él sabe muy bien hasta qué punto los jueces, fiscales,
notarios, abogados, registradores… son personas normales. Quizá quienes hayan
tenido la suerte de no tratarlos piensen de otra manera: al fin y al cabo, la
justicia se imparte en palacios, los jueces y abogados se visten como curas, y
usan un latín que a los profanos se
nos hace inextricable; luego parecen un escalón por encima del resto.
Pero don Juan los conoce de cerca porque los ha tenido cerca desde la infancia;
entre ellos hay de todo —igual que entre los zapateros o los arquitectos—:
listos y tontos, trabajadores y vagos, concienzudos y chapuceros, honrados y no
tanto. Quizá solo un rasgo los diferencia de la gente común: suelen ser más
empollones —no más inteligentes: ya sabemos aquello de los asnos cargados de libros— y más
prudentes: pronto aprenden a ser fuertes con los débiles y dóciles con los
fuertes.
—Don Juan, a
alguien habrá que encomendar la tarea de impartir justicia, ¿o volvemos a que
cada cual la haga por su propia mano? Y, puesto que no es fácil llamar a los
ángeles, ¡tendremos que recurrir a personas como nosotros...?
—Como
nosotros, no: si es posible, mejores.
—Ya me explicará...
—Por lo pronto, afinemos el sistema de acceso. No es razonable que solo se les exija aprobar
una oposición para la que, además, los ha preparado otro juez que, muy
previsiblemente, no solo les enseñará el temario, sino todas las triquiñuelas
convenientes, y los usos y costumbres necesarios para ser aceptados en el clan.
—¿En el
clan?
—Claro. Si
pervive todavía alguna casta en
España, es la de la justicia. Médicos, ingenieros, incluso militares, han
experimentado un proceso de aggiornamento
más o menos radical y a esos oficios ha venido gente de todas las
procedencias sociales. Con los jueces no ha pasado: los jueces pertenecen todos
a la misma clase; y los que tienen un origen distinto aspiran a integrarse en
ella: si cumplen las normas, lo lograrán; si no, les pasará lo que a Garzón.
Por eso, mucho más que por afinidades políticas, ciertas sentencias son tan
suavecitas. ¿Qué le cuesta a un juez mostrarse ejemplar cuando juzga a un mindundi? Ahora, cuando juzga a un
prócer de las buenas familias…
—¿Y qué más
cosas?
—Otras dos
por lo menos. La primera, exigirles de verdad que sean responsables, como
dice la Constitución. Quien tiene el poder de mandar a cualquiera a la cárcel
debe tentarse la ropa antes de cometer una imprudencia.
Y la responsabilidad, claro, no deberían exigírsela otros jueces: entre molineros no se maquila. La segunda,
pedirles una conducta intachable tanto en la vida privada como en la pública.
Eso, obviamente, quiere decir restringirles derechos y libertades; sobre todo,
vedarles el derecho, que los demás gozamos, de hacer tonterías.
—¿Por
ejemplo?
—Por
ejemplo, insultar al árbitro en un partido de fútbol o saltarse la cola del
supermercado.
—Hombre, don
Juan, es mero civismo: nadie debería hacerlo.
—Ya. Pero
¿quién no lo ha hecho alguna vez sin menoscabo de la vida profesional?
En cambio, si las hace un juez, debería caérsele la cara de vergüenza y, seguidamente, no juzgar más.
—Muy duro es usted.
—¿Y si lo
pillaran conduciendo una moto sin llevar el casco y, encima, borracho?
—Me parece más
grave.
—Pues hay uno. Dimitió como magistrado del Tribunal Constitucional —que ya era haber
llegado alto—, pero sigue en la Audiencia Nacional, y se ofende mucho y se
engalla cuando alguien quiere recusarlo para que no juzgue un caso donde sus amigos tienen intereses: dice que, aunque sean sus amigos y les esté naturalmente
agradecido, no menguará la imparcialidad que lo caracteriza.
—¡Quién
sabe!
—Cualquiera
lo sabe. En ningún país civilizado sucedería cosa semejante; ninguna persona
con un mínimo de dignidad hubiera dado lugar a esto: discretamente, sin hacer
ruido, se hubiera quitado de enmedio. ¿Qué necesidad tiene de que se hable de
él?
—Lo mismo digo: ¿qué necesidad tendrá?
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