Aunque no hace frío la tarde, ventosa, es desapacible; por momentos parece que va a llover. Don Juan, fantástico labrador, mira de vez en cuando al cielo con ojos escrutadores e implorantes: si lloviera sería capaz de ponerse a bailar enmedio de la plaza. Para mí, sin embargo, como para todos los que vivimos de espaldas al campo, la lluvia es una pejiguera que no echo de menos hasta que alguna sequía prolongada amenaza con clausurar el grifo del lavabo. Don Juan me mira entre indulgente e irónico; no se molesta en reprenderme.
Hemos dedicado un buen rato a explorar bares buscando el cobijo donde pasar las tardes del invierno, que ya tenemos encima. Conocemos bien casi todos los bares de Almagro, pero no a estas horas —cualquier aficionado a los bares sabe que un bar es muchos bares a lo largo del día—: a estas horas el único bar era el Corregidor. En él hallábamos, además de la querencia animal trabajada durante lustros, buena bebida, buen trato y el mejor calendario: las torres de San Bartolomé, que reflejan el paso del tiempo con precisión astronómica y delicadeza lírica: el cobre de los ladrillos se vela de hollín en el invierno o resplandece de oro en el verano.
A la edad que tenemos —él casi veinte años más— cuesta trabajo mudar de rutinas; en consecuencia, a todos los bares les encontramos taras: incómodos, ruidosos, malolientes —desde que no se fuma, el olor a fritanga de abundantes bares patrios es nauseabundo—, lóbregos, desabastecidos, mal servidos, juveniles, futbolísticos... Al final, acabamos en el Parador. El parador, austero y funcionarial, está limpio, semivacío y bien surtido: para una temporada es aceptable.
—Don Juan, este edificio era un convento: los frailes mezclaban muy sabiamente austeridad y cultivo de placeres que, cuando se olvida la moderación, figuran en la lista de los pecados capitales. Aquí los tendremos que imitar en lo uno y en lo otro.
Don Juan, en quien a veces brota un ramalazo leve de anticlericalismo, pregunta malicioso:
—¿En la lujuria también?
Se regodea un instante como los niños malos en el sobresalto que siempre me causan estas salidas; enseguida continúa evocador.
—Era un convento de franciscanos, sí. Hoy es el día de san Francisco. Mi primera noticia del mínimo y dulce Francisco de Asís fue un poema que el maestro nos leyó, quizá un cuatro de octubre, hace setenta años: Los motivos del lobo. ¿Se acuerda?
Le devuelvo la pequeña maldad:
—Yo no fui a la escuela con usted: soy más joven.
Me mira complacido; “Va aprendiendo”, pensará; prosigue:
—Los motivos del lobo es un poema de Rubén Darío inspirado en una famosa florecilla del santo. ¿Se acuerda ahora?
—Vagamente —respondo.
—No es de los mejores poemas de Darío, aunque tiene encanto ingenuo y primitivo. Y el final es mejor que en la florecilla: el lobo no se convierte en perro, no contradice a la naturaleza.
—Algunos dirían lo contrario: la florecilla es mejor porque el lobo se perfecciona.
—Eso creen muchos cándidamente: que la perfección del lobo es el perro, o la del tigre el gato, pero se equivocan. Sobre todo, se equivocan los que quieren convertir a los seres humanos en ángeles y a este mundo en el paraíso. Ninguna de las dos cosas es posible salvo en las mentes ilusas de los milenaristas. Si se fija usted detenidamente, casi nadie ha seguido al pie de la letra las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo: si alguien se las ha tomado en serio, ha fracasado pronto —el mismo san Francisco— y, si se las ha tomado demasiado en serio, la propia Iglesia le ha parado los pies. Y es bueno que así sea: los seres humanos deben perfeccionarse dentro de su naturaleza, no saliéndose de ella.
—Si usted lo dice... Y, hablando de Franciscos, ¿qué opina de este papa?
—Que es un ejemplo claro de lo dicho. Está poniendo al día a la Iglesia poco a poco, acaso en la estela de Juan XXIII. Y lo está haciendo estupendamente en beneficio de la propia iglesia. Por eso me asombra la admiración que levanta en determinada izquierda que se dice radical: si creen que el papa pretende destruir o debilitar la iglesia van aviados... Y, si no lo creen y lo admiran tanto, es que sueñan con el milenio, con que el lobo se haga perro.
—Que es un ejemplo claro de lo dicho. Está poniendo al día a la Iglesia poco a poco, acaso en la estela de Juan XXIII. Y lo está haciendo estupendamente en beneficio de la propia iglesia. Por eso me asombra la admiración que levanta en determinada izquierda que se dice radical: si creen que el papa pretende destruir o debilitar la iglesia van aviados... Y, si no lo creen y lo admiran tanto, es que sueñan con el milenio, con que el lobo se haga perro.
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