No le gustan a don Juan los puentes. El instinto
gregario de la humanidad se manifiesta en ellos con el mismo vigor que en la
peregrinación de los musulmanes a la Meca, y con el mismo frenesí de los animales
que huyen de un bosque incendiado.
Por la Calle Bonita vamos al refugio provisional del
Parador. La calle está en obras, sin duda imprescindibles. Don Juan confía en
que, cuando acaben, habrá recuperado el pavimento —un tanto cursi, para qué negarlo— de donde
le viene el mote —más cursi aún—, y que aprovecharán para corregir los errores
heráldicos, que alguno tenía.
Nada más entrar al Parador advertimos la equivocación; lo
llena a rebosar un amplio muestrario de turistas: ancianos nórdicos con aire de
haberse fugado de la residencia, niños revoltosos que corretean y gritan sin
que los padres se inmuten, indígenas vestidos estrafalariamente, satisfechas
pandillas de mujeres cincuentonas cuyos maridos beben con la misma ausencia de
moderación que si permanecieran célibes… El Parador se ha soltado hoy el pelo,
se ha aplebeyado en chiringuito, en chozo de la feria: el aire recatado,
de contención modosa y algo beata que suele revestirlo queda para otro día en
aras de hacer caja. A don Juan no le parece mal si esto calma ímpetus
privatizadores: en el de Toledo ha visto lo mismo, con el agravante de que allí
las hordas de turistas arriesgan la vida en inverosímiles posturas de selfie.
Signo de los tiempos será, pero nosotros escapamos a un bar de la ronda en
donde los jugadores de dominó hacen menos ruido, y en el que unos cuantos
ajedrecistas, callados como estatuas, lucen rostros de cavilosa concentración.
—No piense usted que me molesta el turismo. El turismo es
una formidable actividad económica, y la muestra más obvia de uno de los rasgos
que genuinamente caracterizan a nuestra época: el acceso de mucha gente a
bienes y actividades que antes pertenecían a unos pocos. Aunque en el trayecto
se haya perdido calidad, no es motivo suficiente para maldecirlo. Los
efectos secundarios de la masificación turística sí me molestan, pero es algo
muy fácil de evitar: con quedarme en casa....
—¿Efectos secundarios?
—El ruido, la suciedad, la concurrencia rebañega, el
desinterés por lo que se visita... Pero, pensándolo bien, quizá no sean efectos
secundarios del turismo, sino carencias educativas elementales. Por ejemplo, ¿qué
responderían si preguntáramos a unos cuántos turistas por qué este puente.
—Por la Virgen del Pilar, le contestarían muchos; por el Día
de la Hispanidad, dirían otros; y hasta por el de la Guardia Civil...
—¿Y por la Fiesta Nacional? ¿Cuántos españoles saben que
mañana es la Fiesta Nacional y por qué? ¿Se imagina usted a algún francés que
no sepa qué se celebra el 14 de julio, a un catalán que no conozca el porqué de
la Diada, a un mexicano que ignore la razón del 16 de septiembre...?
Naturalmente, los franceses, los catalanes o los mexicanos saben estas cosas
porque se las enseñan en la escuela, no porque las traigan instaladas de
fábrica. Aquí, en cambio, la escuela no se ocupa. Ni nadie.
—Hombre, don Juan: todos los españoles saben que el 12 de
octubre se descubrió América...
—No estoy tan seguro —dice con algo de sorna—. Pero, aunque
lo sepan, ¿qué consecuencias extraen de ello? ¿En qué nos afecta? ¿Tanta
trascendencia tiene para hacer del día la Fiesta Nacional? Estas cosas deberían
ser como el catecismo para los católicos, algo archisabido.
Hace una pausa. Enseguida recula. Pregunta:
—¿Sigue habiendo catecismo? ¿Lo aprenden los niños
católicos?
—Don Juan, yo ya no voy a la catequesis.
—Son preguntas retóricas. Que los católicos hagan lo que
quieran. Pero la formación patriótica de los españoles debería tomarse en
serio. ¿Cómo? Haciendo lo mismo que hacen en todos los países. En todos. No
dejando esa formación en manos de los ultras.
—Nadie se atreve. Nadie quiere que le llamen facha.
—Circunstancias históricas ya no tan recientes han manchado
al patriotismo español de connotaciones negativas. Habría que eliminarlas
mediante la formación: el estudio riguroso de la historia pondría las cosas en
su sitio. Aunque no será fácil: lea usted la ley que declara Fiesta Nacional el
12 de octubre y verá cuánto titubeo. Algún día lo comentaremos.
De vuelta a casa busco la ley. No me
parece mal. Y tiene una virtud: es brevísima.
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