San Agustín
Alianza Editorial
Madrid, 2014
El ejemplar de las Confesiones que ha manejado don Juan los últimos veinte años —y mira que trata bien los libros— mostraba claros signos de deterioro por el uso y por la edad, de modo que el otro día compró este, desechó el otro y lo donó a un mercadillo solidario. Ojalá al nuevo dueño le haga tanto bien y le enseñe tanto como bien le ha hecho y le ha enseñado a don Juan.
San Agustín, o Agustín de Hipona, nació en Tagaste, ciudad romana del norte de África que hoy pertenece a Argelia, el año 354. Estudió en Cartago, en Roma y en Milán —donde conoció a San Ambrosio, obispo de la ciudad, que leía en silencio, sin mover los labios, cosa que maravilló a Agustín porque entonces nadie tenía la costumbre de leer así—. Se ganó la vida dando clases. El año 387 se convirtió al cristianismo —los católicos dicen que gracias a los rezos de su madre, la famosa Santa Mónica—. De nuevo en África, fundó un monasterio —los agustinos siguen todavía hoy la regla—; se ordenó sacerdote; fue obispo de Hipona, y allí murió el año 430, en una época de grandes turbulencias provocadas por las invasiones bárbaras que acabarían con el imperio romano.
En las Confesiones, escritas en los años 397 y 398, San Agustín cuenta su vida hasta el momento de la conversión. Pero, más que una autobiografía de datos, el libro es una indagación profunda, demorada, sutil y agudísima en la propia conciencia: con él se inicia la estirpe, cada vez más nutrida, de escritores que se convierten en el tema de su propia escritura, y en la que brillan gigantes como Montaigne, Pascal, Rouseau, Thoreau...
Es verdad que se le puede hacer un reproche: el libro se redactó bastantes años después de lo que cuenta. ¿Es una añagaza literaria para dar sentido —el sentido, obviamente, es la conversión— a una vida que no lo tenía? Al lector le es indiferente. Más, al lector de hoy, acostumbrado a este tipo de trucos: ¿qué más nos da que el Agustín de las Confesiones sea una persona de carne y hueso o un personaje literario?
Es verdad que se le puede hacer un reproche: el libro se redactó bastantes años después de lo que cuenta. ¿Es una añagaza literaria para dar sentido —el sentido, obviamente, es la conversión— a una vida que no lo tenía? Al lector le es indiferente. Más, al lector de hoy, acostumbrado a este tipo de trucos: ¿qué más nos da que el Agustín de las Confesiones sea una persona de carne y hueso o un personaje literario?
Por lo tanto, atrévanse a leerlo. A pesar de haber vivido hace 1.600 años, San Agustín es más moderno que muchos contemporáneos; el ejemplar cuesta menos de trece euros, y se encontrarán con oraciones como esta: "Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora" (VIII, 7).
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