A don Juan no le acaba de gustar esto del blog: yo se lo
noto. Si el otro día le puso pegas al título por obvio y previsible, ahora
aprieta ligeramente los labios —esa manera suya de mostrar desaprobación— cuando
ve la foto y los colorines que lo adornan. No lo dice, pero también le parecen
previsibles y obvios. Llevará razón. Don Juan se apellida Rojo Almagro, de modo
que llenar el blog con fotos —y, encima, malas— de barbecheras rojo almagro es
una cosa que se le hubiera ocurrido al mismo Pero Grullo. Y a mí, que soy
convencional y carezco de imaginación.
Tampoco le gusta la frasecita en latín. Es verdad que la ha
sacado muchas veces en las conversaciones y que, como filólogo, ha bregado
a menudo con la epístola a la que da título. Pero no quiere que parezcamos
pedantes ni que nos pasemos de listos. Él, ya lo iremos viendo, tiene muy poca
confianza en las multitudes y huye despavorido de rebaños, tertulias, sectas,
cofradías, partidos o naciones. Sin embargo, por muchos seres humanos tomados
de uno en uno siente aprecio y admiración. Y bastantes de las personas que
aprecia —yo, sin ir más lejos— tenemos poco de doctos. Me quedo con la copla;
procuraré arreglarlo.
Don Juan no vino en el puente de la Constitución —ideal para
quedarse en casa—; aunque yo quería que habláramos de ella, no me da la oportunidad.
Saca un libro del bolsillo de la chaqueta, y lo deja distraídamente en la mesa.
Lo hace otras veces, pero casi siempre el libro cae bocabajo y yo, miope, me
esfuerzo vanamente en averiguar título y autor. Si lo consigo, lo apunto y
luego me informo sucintamente para poder citarlo cuando venga al caso: no en
vano entre mis lecturas favoritas ocupa lugar destacado el estupendo Cómo
hablar de libros que no se han leído de Pierre Bayard —por si les interesa,
es de Anagrama; cuesta siete euros y medio—. Hoy autor y título quedan bien
visibles, incluso para mis ojos: la Antología poética del conde de
Salinas que publicó Visor en 1985 editada por Trevor J. Dadson. Yo bien sé la
devoción que don Juan siente por Dadson: coincidirían de profesores en la Facultad
de Letras; son amigos; don Juan sostiene que nadie ha publicado nunca ninguna
obra sobre el Campo de Calatrava que aventaje a Los moriscos de Villarrubia
de los Ojos.
—¿No exagera usted, don Juan? Sin salirnos de los moriscos,
ahí están Lapeyre o Domínguez Ortiz; y lo que el libro de Dadson tiene de
original podría haber ocupado muchas menos páginas.
Don Juan me mira por encima de las gafas; aborta una sonrisa
levemente irónica; no me contesta. Prosigue con sus cosas:
—¿Sabe usted qué día es hoy?
—Claro. 14 de diciembre de 2014 —respondo—. Mi reloj tiene
calendario perpetuo.
—Muy inteligente su reloj. Le habrá costado un dinero. Pero
¿no le informa de otra cosa?
—De que es domingo —retruco un poco amilanado, sin sospechar
por dónde tirará.
—Pues hoy se cumplen cuatrocientos veintitrés años de la
muerte en Úbeda de San Juan de la Cruz.
—Ah.
Don Juan cree, seguramente con razón, que es buen motivo
para dedicar un rato a la poesía. Con cierta prosopopeya abre el libro por la
página cuarenta y seis, y lee el Soneto X. Este:
Estas lágrimas vivas que corriendo
van publicando lo que el alma calla
son una diligencia sin pensalla
que está el dolor en mi favor haciendo.
Quien llora está atreviéndose y temiendo,
vencido de su pena por no dalla;
toma el llanto a su cargo el declaralla;
nadie la dice y él la está diciendo.
Vos podéis descifrar algún suspiro
sin que yo pierda el nombre de callado:
mas palabras no oiréis de mis enojos,
pero tendré por fuerza, cuando os miro,
remitido el deciros mi cuidado
a la lengua del agua de mis ojos.
Aunque yo no entiendo mucho, creo que hay decenas de sonetos
mejores en nuestros Siglos de Oro. Ahora bien, don Juan lee el poema tan
divinamente que hasta los de la mesa vecina lo oyen con atención y asombro.
Sobre todo el último verso: a la lengua del agua de mis ojos. Me parece
que Góngora se lo copió: tendré que verlo.
Pasada la emoción, nos tomamos unos chatos y hablamos de las
navidades, que están aquí ya.
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