—Ve uno Hombres ilustres de Almagro e
inmediatamente se acuerda de los Claros
varones de Castilla. Pero, en cuanto lo tiene en la mano y le quita la funda de
celofán, nota las diferencias. Y no en peso y volumen: la prosa de Pulgar es
ligera y estimulante como el martini que nos tomamos algunos domingos en la
plaza; la de Asensio, densa y pastosa, se parece a los galianos que hacen en el
pueblo de mi mujer e, igual que ellos, provoca digestiones pesadas y
somnolencia.
(Por lo que yo sé, don Juan lleva viudo
quince o veinte años, pero usa el verbo hacer
en presente; tomo nota). Don Juan continúa:
—Habitualmente Asensio es un historiador
concienzudo que, si se lee en pequeñas dosis y con una pastilla de Almax,
siempre enseña algo. Aquí poco aprendemos.
—Lo está usted poniendo bueno, don Juan...
—Me da la sensación de que, más que un
libro, es una operación comercial: meter a gentes que todavía tienen parientes
vivos, cuantos más mejor, y procurar que compren ejemplares a troche y
moche para leer o regalar.
—¿Le parece a usted mal que uno gane dinero
con lo que escribe? Decía Cervantes...
—Sé lo que decía Cervantes. Y me parece
bien que se gane dinero con lo que se escribe, incluso acepto que se escriba
para ganar dinero. Pero no me gusta que me den gato por liebre: muchos de estos
personajes ni lo son ni son ilustres; la investigación que se hace sobre ellos
es de acarreo, mera faena de aliño; y el libro tipográficamente es infame y
está plagado de erratas.
—Cosas de la autoedición.
—Y de hacerlas sin cuidado.
—O sea, que lamenta usted haber tirado
diecisiete euros. Si tuviera un lector electrónico, como yo, se habría ahorrado
diez. Claro que mi ejemplar no lo ha escrito Asensio, sino Asencio.
—Tendrá un seudónimo. O será otro descuido imperdonable.
—No sea usted quisquilloso, don Juan, que todos cometemos errores.
Estamos en el Corregidor ya un buen rato;
hemos tomado café y copas; se ha hecho de noche; un grupo de
jóvenes parejas ruidosas con niños pequeños que pululan por todas partes ocupa
la mesa de al lado.
—¿Damos un paseo, don Juan?
—Sí; demos un paseo.
Cuando salimos hay trasiego en San
Bartolomé. Un vientecillo fresco que viene de la calle Compañía nos tonifica.
Don Juan se frota las manos: está ya de buen humor. Si viéramos a Asensio, lo
felicitaría cordialmente, sin hipocresía: no es fácil escribir un libro y en
este también hay cosas buenas. Para evitar a los feligreses enfilamos Jerónimo
Ceballos; por calles desiertas vamos hablando de banalidades; cruzamos la plaza
de Santo Domingo, la mejor de Almagro, y al comienzo de Federico Relimpio nos
despedimos.
Don Juan es tolerante con las flaquezas
humanas, pero los libros le parecen una cosa muy seria: que se hagan como si
fueran rosquillos lo encoleriza. Hay gente para todo.
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