Dice La tribuna de Méndez
Pozo que la Navidad es una fiesta "tradicional y entrañable". Por
haber contratado a un periodista capaz de adjetivar así, tanto o más que por
sus enjuagues urbanísticos en Burgos y otras partes, a Méndez Pozo habría que
imponerle una cuantiosa multa. Pero vayamos a lo nuestro.
Don Juan pasa este año las navidades con su hija. Estará aquí cuatro o
cinco días, de modo que tendremos tiempo de pasear, de darle a la lengua sin
cortapisas y de tomarnos algunas copas en los bares del pueblo.
Esta tarde, obedeciendo a la costumbre, hemos ido al belén de la
iglesia de San Blas. Nada más entrar en la calle Compañía, don Juan se fija en
los bolardos recién puestos —aunque a mí me da que son los mismos que hubo,
efímeros, en el callejón de las Ánimas—.
—Los
bolardos, además de afear la calle e incordiar a los viandantes, son, querido
amigo, una confesión de incapacidad: como nuestro ayuntamiento no puede evitar
que los automovilistas —más bien las automovilistas que traen los niños a
catequesis— incumplan la prohibición de aparcar, y como no quiere ganarse su
enemistad sancionándolos —porque dentro de cinco meses habrá elecciones—, opta
por lo más sencillo, que es lo más caro para los contribuyentes: impedir
materialmente el aparcamiento. Los bolardos, pues, retratan muy bien a esta
sociedad: quien tiene la autoridad no se atreve a ejercerla por miedo a que se
le subleven, como niños malcriados, quienes deberían obedecerla. Y así nos va.
—¿Cómo
nos va, don Juan?
Pero
don Juan ya está en otras cosas. Hemos llegado al pradillo de San Blas. Es
noche cerrada; las farolas tienen una orla de neblina; la estrella subraya,
como en una función escolar, que es Navidad; las pizarras del suelo, mojadas y
resbaladizas, evocan los ojos de Platero —eso lo dice don Juan, claro, que me
recuerda hoy el centésimo trigésimo tercer aniversario del nacimiento de JRJ, y
ya me recordó el otro día el centenario del libro, un tanto cursi creo yo,
pero que a él, que tiene endiosado al autor, le parece obra maestra—.
Y,
de pronto, don Juan lo ve. Yo lo estaba temiendo desde que salimos del
Corregidor, pero ¿qué podía hacer para evitarlo?: he intentado darle
conversación y no me ha hecho caso. Sí; lo que ve don Juan es lo que llevan
viendo todos ustedes desde hace meses: la imagen minúscula —pero a don Juan de
estas cosas no se le escapa ni una—, de piedra artificial o cualquier otro
material vil, que han puesto en la hornacina de la portada de la iglesia. A mí
tampoco me gusta, pero a don Juan le indigna: le parece una irreverencia, casi
un sacrilegio. Y empieza una larga perorata sobre el horror vacui y el
mal gusto popular de nuestro tiempo, que es consecuencia —dice— de un sistema
educativo deleznable; y, hollando angostas veredas, abomina de lo kitsch y de las tiendas de los chinos
—¿qué culpa tendrán, Dios mío?—; me recuerda lo que pasó con las hornacinas del
teatro y la de San Bartolomé; y los sillones de peluquería que había en el
Corregidor; y la "limpieza" de las columnas de la plaza; y no sé
cuantas cosas más hasta terminar, otra vez, con un "Así nos va"
desesperanzado. Incluso, mientras subimos las escaleras de la iglesia, también
mienta a los Fúcares y los tilda de mezquinos. Yo no digo nada para no
empeorarla.
En
la puerta nos recibe, amabilísimo, uno de los belenistas. A don Juan se le
disipa el mal humor. Observa el belén atentamente; aprueba muchas cosas —¡elQuijote!—;
sonríe comprensivo ante los anacronismos; de vez en cuando desvía la vista al
cielo: la bóveda de san Blas siempre le ha intrigado por su división tripartita
tan desequilibrada, pero tan bien resuelta técnicamente; y, al cabo de un buen
rato, salimos de la iglesia felicitando a los autores del montaje.
—Mientras
haya gente que ponga su tiempo y su talento, sean los que sean,
desinteresadamente a disposición de los demás, habrá esperanza —murmura don Juan— y esto tendrá remedio.
Y
camina optimista por la calle de San Agustín. Yo también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario