domingo, 13 de diciembre de 2015

Noventa y nueve

Desde el 11 de diciembre de 2014 estamos aquí. Se lo recuerdo:
—Ya hace un año que empezamos esto del blog.
Como quien se espanta las moscas, don Juan contesta:
—¿Que empezamos? A mí no me meta: el blog es cosa suya.
Y lleva razón. Desde el primer día quedó claro: yo iba a apuntar aquí, a mi manera y bajo mi responsabilidad, lo que más me llamara la atención de las conversaciones con don Juan. Por su parte, muy pocas veces ha comentado las entradas —si las ha leído o no, eso no lo sé— o me ha dado alguna queja sobre ellas. El facebook es distinto; el facebook —que tenemos a medias— le ha gustado y se ha llegado a interesar mucho por él y a meter baza con bastante desparpajo, quizá porque se parece más a una charla de amigos. De todas formas, insisto:
—Pues está teniendo bastante éxito, y muchos me preguntan por usted.
—No sé qué se entiende por éxito.
—Que lo han visitado más de siete mil personas.
—No lo creo: el blog habrá tenido siete mil y pico de visitas, pero no lo han visto —y, desde luego, no lo han leído siete mil personas. La cuenta debe ser otra: divida usted las visitas entre las entradas; eso le dará una medida más justa del éxito.
—Setenta y tantas —digo, con la euforia bastante menguada.
—Eso está mejor. Si descuenta las visitas del extranjero y las del resto de España, ¿cuántos almagreños cree usted que siguen el blog?
—Muy pocos —reconozco—: cuarenta o por ahí.
—Los números son muy adecuados para bajar los humos. Pero, si le digo la verdad, no me disgusta.
—¿Por qué?
—Porque las conversaciones íntimas son mejores que las multitudinarias.
Supongo que don Juan emplea conmigo el procedimiento de la ducha escocesa: antes agua fría, ahora calentita. Yo bien sé que las conversaciones íntimas son mejores que las multitudinarias: lo sabe todo el mundo. Pero este no es el caso: en las charlas de viva voz el público, poco o mucho, está asegurado y casi siempre atento. Pero los textos escritos publicados —y hasta los no publicados— tienen que buscarse la parroquia: unos llaman al lector a voces y otros en voz baja; ninguno tiene garantizado que acuda: el hipotético lector está en otras cosas, hay mucho donde escoger o no le da la gana prestar atención. La culpa, claro, no la tiene el lector hipotético, sino el osado autor: ¿quién le dijo a él que habría público?
Don Juan, a su manera, saca el pañuelo de lágrimas:
—No se flagele. Usted se ha esforzado. Usted ha intentado dar forma literaria a charlas de bar que discurrían informes, como todas las charlas de bar: desordenadas, confusas, titubeantes, deslavazadas, intermitentes, errabundas… Bastante ha hecho. Quizá el único reproche con el que deba usted cargar es que no ha recogido la confusión y el desorden; se ha centrado en lo serio y trascendente; alguien habrá podido pensar que somos una tertulia de pedantes, y que yo soy el mayor de todos: no me ha hecho ningún favor.
—Pues ha intrigado usted a los pocos lectores que conozco: todos me piden noticias. ¿Quién es don Juan?, preguntan.
—¿Lo ve? No me ha retratado bien. Si el retrato hubiera sido fiel, me reconocerían, coincidiría con lo que los almagreños ven constantemente: me tienen delante, todos los fines de semana me pueden encontrar paseando por el pueblo o en los bares; usted ha escrito dónde y cuándo nací, dónde he vivido, qué he estudiado, a qué me he dedicado y me dedico, cuáles son mis gustos y aficiones… Soy transparente, como se dice ahora. En cambio, el lector no sabe nada de usted.
—¿De mí? ¿Qué tendrían que saber de mí? Yo no soy nadie: el oyente; si acaso, el secretario de actas.
Verdaderamente, nunca había pensado en esto. Y parece que los lectores tampoco: nadie se ha interesado por mí: ¿es para estar satisfecho o para lamentarlo? Dejando aparte lo impertinente de la comparación, ¿quién es más importante, Nuestro Señor Jesucristo o los evangelistas? ¿Johnson o Boswell? Creo que no hay duda. En sentido contrario, don Juan tampoco la tiene:
—Puesto que es usted el escritor, todo lo escrito es suyo exclusivamente. Los demás somos personajes, marionetas. Usted nos da la vida y sostiene nuestras opiniones. Sin usted no somos nadie, no existimos. ¿No se da cuenta?
Me hace pensar. Él es filólogo: está familiarizado con la literatura y sus artificios. Yo soy oficinista: solo entiendo de prosa utilitaria. Quizá lleve razón. Pero, si la lleva, ¿tendré fuerzas para cargar con tanta responsabilidad, una vez que soy consciente de ella? No lo sé.

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