Para Fernando José Carretero, poeta
—Muy poco. Decidida y orillados los obstáculos, lo
pormenores apenas me interesan.
—¿Y eso?
—Son irrelevantes: importa el hecho y algunas
circunstancias.
—Cuéntenos.
—El hecho importa por el valor simbólico: la democracia
española rompe definitivamente con el franquismo.
—A buenas horas…
—Las personas juiciosas hacen lo que quieren cuando pueden:
en eso se apartan de las imprudentes y de los niños malcriados. Hay quien
compara la situación de Franco en España con la de Hitler o Mussolini en sus
países. A este respecto —¿solo a este respecto?— la comparación no es
pertinente: habría que comparar a Franco, más bien, con Stalin, Mao,
Castro, Kim Il-sung...
—¿Y las circunstancias?
—La operación ha resultado impecable. Sin embargo, observo
tres actitudes desconcertantes: la de quienes dicen que el traslado divide a
los españoles —la cuestión lleva tiempo amortizada—; la de quienes siempre
habían clamado por él y ahora se quejan; y la de los hacendosos.
—¿Cómo dice?
—Los hacendosos, los que atienden solo a lo importante: no
irán nunca a los bares, no pisarán la playa, quizá no saluden a los vecinos ni
asistan a las bodas de sus hijos, desde luego no jugarán al dominó ni verán el
fútbol, no leerán poesía…
—¿Por qué?
—Hombre, por eso: solo están en lo importante.
—Hablando de poesía, ¿qué le parece el encuentro de
este año?
—Prescindible. No acudí a lo de Pastor: me lo sabía;
tampoco a lo de Ramiro: Marwan aburre, imagínense los epígonos. Me gustó
Pipirijaina. Benjamín Prado y las poetas de Guadiana no han defraudado.
—Estupendo.
—Quiero decir que continúan en su línea. En el caso de
Prado, lastimosa.
—El pobre…
—El rico: trabaja para la Compañía Nacional de Teatro
Clásico, es tertuliano, publica en buenas editoriales, tiene amigos
influyentes, bolos por toda España, está casado con una azafata…
—¿Cómo lo sabe?
—Lo dijo él.
—¿A qué cuento?
—Benja es poeta cervantino, o sea, de los que
trabajan y se desvelan incansablemente por lograr —o aparentar— la
gracia poética que el cielo les negó; a él le negó, sobre todo, talento
verbal: el único recurso que domina es la enumeración paralelística;
alarga, reitera, estruja las enumeraciones de un modo —insistente, aplicado,
entusiasta: pueril— que sacaría de quicio al mismo Job. Acaso consciente
de la propia inanidad poética, leyó escasos poemas —Dios se lo premie—; por contra,
nos predicó muy bien compuestos y floridos sermones y nos contó la vida: los
sermones, en su punto banal de corrección política; la vida, envidiable. El
jueves estaba muy contento.
—¿Por la azafata?
—Y por la exhumación.
—¿Usted también estaba contento?
—Yo no tengo azafata; además, Prado me sumió en el
abatimiento.
—Don Juan…
Alguien vuelve al principio:
—¿Qué hacemos ahora con el Valle de los Caídos?
—Poco antes de llegar yo a Valdepeñas plantaron en la
Aguzadera el descomunal Ángel de la Victoria. El Ángel de la Victoria, obra de
Ávalos, era casi un trozo del Valle de los Caídos. El 18 de julio de 1976, el FRAP le puso una bomba que no acabó con él, pero lo dañó
bastante. Hubo «acto
de desagravio» concurrido, fervoroso y chillón, caralsoles, brazos y españas arriba;
vinieron Blas Piñar y —¡quién lo recordará?— el padre Venancio Marcos; cenaron muchos en el motel Meliá el Hidalgo —lo más fino—; se
recaudaron fondos para la reparación… El propósito languideció poco a poco; y ahí
sigue el ángel —alrededor maleza y antenas telefónicas—, encomendado al tiempo,
declinando mansamente hacia la ruina. De higos a brevas subo; por la noche
suben parejas que van a sus quehaceres; la autovía a los pies, y allí hay
silencio; la Mancha en su esplendor; el ángel no estorba: una delicia.
—¿En qué emplearon el dinero de la colecta?
—Habrá quien lo sepa.
Levantándonos ya, un curioso no se queda con la duda:
—Don Juan, las poetas de Guadiana.
—¿No me han oído? En su línea.
Vuelvo a casa pensando en la tarea: se me hace cuesta arriba. Es verdad que en los bares no falta de
qué hablar: el vino suelta la lengua, los asuntos llegan en turbión. Rara vez
causan daños; las más, obedientes —eso sí— a las querencias o manías de cada
cual, simplemente se amontonan, se solapan, se arraciman, se enredan, se
ocultan, reaparecen… A mí, pobre secretario de actas, me cuesta hallar el
hilo; procurando no mentir ni desacreditar a nadie, briego por ofrecerles a
ustedes, misericordiosos lectores, un relato concertado que ojalá
gane en coherencia cuanto pierde en vivacidad: otra cosa no pretendo. Pero si, como esta tarde, la charla discurre plácida y ordenada, doy gracias a
Dios de todo corazón.