Quién lo iba a decir: me he aficionado al arte contemporáneo.
Ayer, sin reserva ninguna, fui con don Juan a la exposición de Esteban
Núñez de Arenas en el Centro de Arte. Nada más entrar nos llamó la atención ver al
artista mirando, con aire de profundo recogimiento y el pincel en la mano, un
cuadro que tiene a medias: es que, en el presbiterio de la que fue capilla, Núñez de Arenas ha instalado el atelier y allí trabaja a la vista de todos. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se exhibe a sí mismo en una actividad casi siempre
discreta, incluso íntima, de la que el público suele conocer únicamente el
resultado? ¿Será una performance de
esas que dicen? ¿Una especie de happening?
—Quizá —condesciende don Juan—, o simplemente quiera mostrarnos
que pintar es un trabajo arduo, que el Esto
lo hace mi niño de tantos espectadores osados es una imprudente ligereza.
No molestamos al pintor. Recorremos la sala despacio. A la
izquierda hay cuadros ya antiguos, en distintos soportes, y dibujos a lápiz;
alguno de los cuadros es magnífico; los dibujos, minuciosos, de buena técnica,
muestran con sorprendente realismo aparatos inverosímiles. A la derecha, una serie reciente y numerosa de cuadros pequeños, en blanco y negro o con
mínimas pinceladas de color, donde las formas se retuercen y combinan en
composiciones que parecen desenfocadas, pero que —como si fuéramos ajustando la
lente de un microscopio—, tras un rato de contemplación, se organizan hasta
constituir piezas oníricas de sorprendente coherencia y capacidad sugestiva. El cuadro que está pintando, de
gran formato, es parte de la serie.
—Lo visible y lo invisible —dice don Juan.
—El nombre de la exposición, sí.
—Y también, creo, el del catálogo de la que hubo en Toledo
hace dos o tres años por el centenario del Greco. El Greco pintaba lo visible
—lo que ve todo el mundo— y lo invisible —lo que ven los creyentes con los ojos de la fe—. En cierto modo, Núñez de
Arenas hace otro tanto.
—¿Pinta lo invisible? ¿Con los ojos de la fe?
—No hablo de fe. Hablo de lo que rastrean los psicólogos por
debajo de la actividad mental consciente; de lo que vemos en el sueño o en los
estados alterados de la conciencia;
de lo que creemos ver, cuando nos pillan descuidados, en las nubes,
en los desconchones de las paredes, en las sombras… ¿Conoce usted esos test de personalidad hechos con manchas de tinta china? Algo de eso hay aquí.
—O sea, ¿que mirar los cuadros es someternos a un test
psicológico?
—Quiero decir que, si miramos atentamente los cuadros, sin
prejuicios y sin los frenos de la percepción cotidiana, nos convertimos
automáticamente en pintores de lo
invisible. Los cuadros de Núñez de Arenas son el estímulo que necesitábamos
para ver lo invisible. Y lo que
vemos, naturalmente, no será lo mismo que ha visto el pintor mientras pintaba,
ni lo que veo yo será lo mismo que esté viendo usted. Por eso no tiene sentido
preguntar qué significan los cuadros.
—Pues es lo que hace mucha gente.
—Los que solo ven lo visible, lo que se ajusta a las normas
convencionales de percepción: lo obvio, rutinario y banal. ¿Se ha asomado usted a las procesiones de Semana Santa?
—A algunas.
—Se habrá fijado en las imágenes, en los bordados, en la
orfebrería… ¿qué le parecen?
—Muy bonitos.
—En efecto: bonitos. Y previsibles: encajan perfectamente con lo que todos se esperan. Es decir, no hay en ello ni un
átomo de arte.
—¿Qué hay entonces?
—Hay artesanía, muchas veces estupenda, o mera industria. Actividades sumamente dignas —el mismo Greco montó en Toledo una verdadera
factoría de pintura y escultura
religiosas—, pero a las que les falta un escalón para llegar al arte. El arte
sorprende, incomoda, reta, conmueve, es imprevisible: porque nos pone delante cosas con las que no contábamos, el arte es creación y los artistas verdaderos se acercan a los dioses.
—¿Lo que estamos viendo es arte?
—Tentativa de arte por lo menos.
Cuando acabamos la visita, Núñez de Arenas está para irse.
Salimos con él. En la puerta enciende un cigarrillo:
—Unas veces me gana; otras le gano.
Habla del cuadro. ¿Se referirá a la dificultad de
crear? Núñez de Arenas es un excelente retratista, un buen dibujante: podría
dedicarse con éxito a la pintura alimenticia. Ha escogido, sin embargo, el camino difícil: la incomodidad del
arte.