Las conversaciones de bar son un picoteo distraído que abarca mucho, aprieta poco y se revuelca con desparpajo y sin remordimiento por el
tópico o la desmesura. Hoy hemos hablado del amor.
Los amigos comentan la anulación de una condena por matrimonio de conveniencia. Don Juan oye atento; yo no: me entretengo
pensando en que, afortunadamente, ninguno de nosotros es importante y a nadie se le ocurrirá grabar las cosas que decimos para restregárnoslas después por las
narices.
Cuando la conversación se convierte en guirigay, entra don
Juan:
—Para no extraviarnos quizá conviniera distinguir entre
sexo, matrimonio y amor.
La trinidad cae en
la tertulia como la Bomba Gorda en
los desiertos de Afganistán: se hace el silencio.
—El sexo pertenece a la biología, es decir, a la naturaleza.
Por lo tanto, siempre y en todo lugar,
es y será idéntico. A efectos de lo genuinamente humano, su interés es mínimo.
Vaya por Dios, debe pensar alguno.
—El matrimonio y el amor, en cambio, son productos
culturales, es decir, históricos: si es que existen, en cada lugar y en cada
época poseen rasgos particulares que varían de un sitio a otro y de un tiempo a
otro.
Don Juan, docente al fin y al cabo, subraya lo obvio.
—El matrimonio es un invento destinado a conjugar intereses
—dinero, poder, sexo, protección, supervivencia— y a perpetuarlos. Todos los
matrimonios —los de los magistrados del Tribunal Supremo que han anulado la condena, también— son matrimonios de conveniencia:
por eso están sujetos a ciertos regímenes económicos, tienen forma de contrato
que enumera derechos y deberes, se ocupan de ellos los abogados…
—También se ocupan de ellos los sacerdotes —señala un
puntilloso.
—Sí, aunque prefieren hablar de la familia. Otro día veremos por qué.
Continúa don Juan:
—Cuando estas cosas estaban claras, los matrimonios eran
sólidos, firmes y duraderos. Ahora que no lo están, el desprestigio del
matrimonio es evidente y su estabilidad precaria. Acaso haya llegado el momento
de que el estado se desentienda de él.
—¿Y los hijos?
—Esa es otra cuestión. Cada niño tiene unos progenitores que,
por el hecho de serlo, han contraído con él ineludibles obligaciones; si no las cumplen,
el estado debería disponer de mecanismos ágiles y eficientes para corregirlos.
—Ha mentado usted al amor, don Juan: ¿tiene algo que ver con
el sexo y con el matrimonio?
—Muy poco. El amor es asunto de los poetas —y de los adolescentes: vienen a ser lo mismo—, fruto de su
febril imaginación destinado inicialmente a entretener a las clases ociosas, que
luego ha extendido su prestigio al resto de la gente. Mientras estaba separado
del sexo y del matrimonio, el amor era algo inocuo: igual que el ajedrez o la
pesca con mosca. Lo malo es que, en estos tiempos tan sinceros, se ha metido en donde no debía y lo ha embarullado
todo.
—Don Juan, que usted es persona seria —le advierto.
—Por motivos evidentes, ya estoy retirado del sexo, del
matrimonio y del amor; de modo que lo que yo les diga carece de importancia: no
me hagan caso si no quieren.
—Puestos así…
—Así hay que ponerse. El amor, tal como lo conocemos en
Occidente, lo inventó Petrarca el día de Viernes Santo de 1327 —era 6 de abril—
cuando, en lugar de atender a los Oficios en una iglesia de Aviñón, reparó en Laura y perdió la cabeza
por ella. O quizás no fuera así, porque de los poetas no hay que fiarse: el
caso es que empezó a escribir poemas frenéticamente, y de ellos proviene toda
la poesía amorosa occidental hasta hoy —de Garcilaso a Horcajada, por
poner algo—, y, en consecuencia, la idea que los occidentales tenemos del amor.
No es preciso insistir en que Petrarca nunca pensó en casarse con Laura ni en
tener sexo —así se dice ahora— con ella: él distinguía.
Don Juan sonríe malicioso, apura el jerez y se despide. Lo
vemos salir a la plaza inundada de sol, de bebedores escandalosos, de
servilletas sucias alfombrando los suelos, de niños semisalvajes cuyos progenitores eluden las obligaciones paternales. La tertulia permanece en silencio —si don Juan quería nous épater,
lo ha conseguido—; pero alguien pide una copa: las cosas vuelven a su cauce.
Bendito sea Dios.
Ahora bien: ¿qué hago yo con esto? Les he avisado al
principio de que las conversaciones de los bares permiten el desahogo, la
exageración y una abundante cosecha de boutades;
les aviso ahora de que don Juan no repetiría esto mismo en según qué sitios; y,
desde luego, que no se le ocurriría escribirlo ni siquiera en el Facebook, que lo aguanta todo. Advertidos quedan: no se lo cuenten a nadie.
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