A don Juan no le gustan los toros. Come, en cambio —no sin
rubor—, huevos fritos, embutidos, filetes de ternera, pescados salvajes o de criadero; desayuna café con leche;
lleva cinturones y zapatos de cuero; se beneficia de potingues probados en cobayas u otros pobres bichos inocentes…
—No veo la relación —apunta alguien.
Don Juan frunce los labios, atónito porque no se haya
captado la sutil ironía que —a su juicio— brota obvia de la polisemia de gustar
y su proximidad a comer. Más le incomoda que tampoco hayamos
reparado en las sevicias incontables que los seres humanos infligimos a los
animales desde hace diez o doce mil años, pero sobre todo ahora. Resignado, don
Juan una vez más se arma de paciencia:
—Los pollos y las gallinas ponedoras; los cerdos, vacas y
terneros de granja; los animales de laboratorio; numerosas mascotas cuyos dueños
consideran juguetes… llevan una existencia miserable desde el nacimiento hasta
la muerte. El tormento de los toros en la plaza dura un cuarto de hora —si no
los afeitan, drogan o desloman antes de la corrida, eso sí—; el de sus
parientes estabulados, toda la vida.
—No lo había pensado —dice el mismo.
—Casi nadie lo piensa, pero en muchos casos es ceguera
voluntaria: ¿quién se va a acordar del pobre pato cuando degusta —no come: ¡degusta!— delicatesen
de foie en un restaurante de campanillas?
No sabemos qué replicar.
—Ahora bien —prosigue don Juan en tono serio—, una cosa no
disculpa ni redime a la otra. Las corridas de toros suman un agravante de
refinamiento que —a algunos, por lo menos— nos las hace especialmente odiosas.
Criar y matar cerdos a lo bestia o exprimir a las desgraciadas gallinas para
que pongan huevos incesantemente no está bien, pero se justificaría —quizá— por utilidad alimentaria. ¿Cómo se justifican las
corridas de toros?
Esta pregunta no es retórica.
—Usted dirá.
—Los partidarios suelen dar
dos argumentos: la tradición y el arte. Lo de la tradición es muy endeble;
tradiciones más arraigadas —vivir en casas sin cuarto de baño, casarse por la
Iglesia, practicar el canibalismo, discriminar a las mujeres, respetar a los
viejos, fumar en los bares…— se han ido desechando por obsoletas o inmorales a
medida que progresaba la humanidad: ¿por qué esta tendría que ser inconmovible?
Esta pregunta sí es retórica. Prosigue:
—En cuanto al arte, habría que
distinguir entre el que pueda habitar en la propia corrida de toros y el que se
ha creado a partir de las corridas de toros. El segundo no es discutible: ahí
están Goya o Picasso, por ejemplo, para demostrarlo; pero también la
crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo ha dado pie a obras de arte formidables
y no creo que nadie en estos tiempos sea partidario de incluir crucifixiones en
los programas de festejos.
—Quién sabe —murmuro.
Don Juan no hace caso.
Continúa:
—Del primero, en cambio,
habría que hablar más. Estamos de acuerdo en que los toros son un espectáculo,
como las luchas de gladiadores, las peleas de gallos o el fútbol —de hecho, las
reacciones del público en los diversos lances son muy parecidas—, pero de ahí
al arte hay un buen trecho: el que va del mero entretenimiento, más o menos
civilizado, a la sacudida interior que nos despierta, nos emociona y nos
transforma. En los toros, si hay arte, consiste apenas en la habilidad para
esquivar las cornadas. Y, en todo caso, aunque las corridas de toros fueran
sublimes obras de arte, ¿merecerían la pena a costa del sufrimiento animal? ¿No
se podrían sustituir por el toreo de salón? ¿No se podrían crear reses
robóticas hábilmente programadas para la fiesta? Nuestros científicos
tienen ahí un buen campo.
Me olvido de la sorna y de alguna que otra boutade.
Pregunto:
—Entonces, ¿es usted partidario de prohibir las
corridas de toros?
—No. Por tres razones: la primera, porque respeto
muchísimo la libertad de los demás y no estoy casi nunca seguro de llevar
razón; la segunda, porque prohibir los toros debería suponer simultáneamente la
prohibición de cualquier otra forma de maltrato animal: ¿sobreviviría este
mundo nuestro sin el sufrimiento de los animales?; y la tercera, porque los
toros desaparecerán inexorablemente a no tardar.
—¿Por qué?
—El progreso moral de la sociedad terminaría por
arrinconar las corridas en un tiempo más o menos largo. Pero no lo veremos:
mucho antes, los mismos taurinos con sus trapacerías y zafiedades ahuyentarán
al público: ¿cuántos jóvenes aficionados a los toros conocen ustedes?
—¿Y qué opina de los toros en Almagro?
—Que los toros los debe pagar quien quiera verlos. Si la
plaza de Almagro es incapaz de costear una corrida, ¿qué le vamos a hacer? El
dinero público está para otras cosas.
Me va a permitir que apostille a Don Juan. En el asunto de los toros defensores y detractores centran sus argumentos casi siempre en el sufrimiento animal y en si el que se produce en la plaza es o no comparable con otros, pero lo verdaderamente importante, en mi opinión, es el placer. El día que haya espectadores aplaudiendo la matanza de los cerdos, el hacinamiento de las gallinas y las mil y una perrería que infligimos a los animales, ese día podremos comparar.
ResponderEliminarEfectivamente. Por eso dice don Juan que los toros tienen un plus de refinamiento (el aplauso y lo que hay alrededor), mientras que las otras muertes son meramente utilitarias: matamos cerdos no porque les tengamos manía o porque sintamos placer con su muerte, sino porque nos los vamos a comer. De todas formas, la vida perra que llevan tantos animales debería también hacernos meditar un poco.
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