La hija de don Juan está de vacaciones en la playa. Don
Juan, siempre que puede, elude este suplicio voluntario que, como sostiene un
amigo, si fuera obligatorio provocaría motines. Y no porque el mar le
desagrade: el mar le gusta mucho, puede pasarse horas viéndolo u oyéndolo sin
cansarse, dejándose mecer hasta la somnolencia por el ir y venir sosegado de
las olas en la arena, o puesto en alerta cuando braman y se estrellan contra las
rocas. Lo que no le gusta es el ritual playero de las multitudes al sol, que le
obliga —¿contra toda evidencia científica?— a incluir al homo sapiens en
la superfamilia de los pinnípedos. Pero del turismo de masas hablaremos otro
día —me dice—. El caso es que, por la ausencia de la hija, este fin de semana
no ha venido a Almagro. Para remediarlo, hallamos una solución de compromiso: ayer
sábado quedamos a comer en el Parador de Manzanares, que nos pilla, poco más o
menos, a medio camino.
A las doce de este día nublado nos encontramos en la plaza
—de la que han quitado el monumento a la Constitución, tan sencillo y
significativo—; por la calle del Carmen, alegres bajo una ligerísima llovizna
que apenas es nostalgia de la lluvia verdadera, vamos a Pilas Bonas a tomar el martini.
Don Juan se acuerda de Román Orozco, alaba la iniciativa desinteresada de este
hombre en su pueblo, que probablemente no tiene igual en toda la Mancha, y reprueba
el sectarismo de los responsables políticos cuando le impidieron usar el Gran
Teatro:
—Los gobernantes creen demasiadas veces que lo que los
ciudadanos les prestan es suyo, que pueden hacer con ello lo que les dé la
gana. Y lo malo es que muchos ciudadanos transigen sin incomodarse.
Yo no digo nada. Andando también, nos encaminamos al
Parador. El Parador de Manzanares, uno de los más antiguos, no es cosa del otro
jueves, pero está fresquito y tiene un menú a buen precio que se deja comer.
Después de la comida tomamos las copas en el bar. El bar es
grande, destartalado, arcaico, con una decoración que vendría estupendamente
para rodar películas de Toni Leblanc. Las copas, en cambio, son buenas y los
sillones, cómodos. Estamos casi solos. En la televisión dan noticias que nos
llegan como ecos tenues de un mundo ajeno. De pronto la pantalla se llena de
fuego: el de la sierra de Gata. Don Juan pone atención y reclama silencio
alzando ligeramente la mano. El alcalde de Hoyos —joven, moderno, con mochila—
habla de “catástrofe natural”; pero el presidente de Extremadura —que bien
pudiera ser un ganadero de la comarca— y la delegada del Gobierno —casi tan
exótica como Isabel Tocino en aquella foto memorable— piden colaboración para
dar con los causantes del desastre. Como si el fuego fuera un engorro, los de
la televisión, abruptamente, pasan al fútbol.
—Por suerte, solo he visto una catástrofe natural: la
riada de Valdepeñas del 1 de julio de 1979. No quisiera ver otra: todavía
recuerdo el entierro de las víctimas y las ovejas muertas en el patio de
butacas del cine —dice don Juan.
—Pero los fuegos casi nunca son naturales.
—¿Quién sabe? Todos los inviernos arde Australia; todos los
veranos, California. Cuando yo era chico, de vez en cuando ardían las mieses en
el campo o en la era, casi siempre por las oscuras inquinas de los pueblos; casi
nunca por el descuido de los segadores: y todos fumaban. El fuego asusta y
fascina desde la prehistoria; para el ser humano es como el perro: está
domesticado, pero se nos puede asilvestrar o lo podemos usar para hacer daño.
Don Juan se para un poco. Bebe un trago del whisky.
—Nunca he estado en la sierra de Gata. El otro día, sin
embargo, subí al Jálama con Eduardo Moga.
Le pregunto con un gesto.
—Eduardo Moga tiene una casa en Hoyos. En el blog
describe el pueblo y los alrededores, cuenta lo que hace, nos presenta a la
gente. Tampoco he saludado nunca a Eduardo Moga, pero casi es amigo: milagros
de la literatura. De modo que esas lomas, robledales, pizarras, brezos,
cortafuegos, picos... que ahora arden me duelen como si fueran las sabinas
de Navaltizón.
Esta mañana he estado yo curioseando por el blog de Eduardo
Moga. Ojalá pronto puedan volver a entretenerse contemplando el cielo, de un
azul blanquísimo, salpicado por los destellos multicolores de los abejarucos
que taracean el aire. Ojalá no le haya pasado nada a la monja budista, ni a
los niños que se tiran a la piscina como comanches. Ni a las vacas. Ni a
nadie. Ojalá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario