Le preguntan a don Juan por Navaltizón. Él es hombre
discreto que huye de la notoriedad como de la peste, de modo que no suele dar
detalles personales. A mí mismo, después de años viéndonos a menudo y de muchos
vinos, copas y conversaciones, me costaría narrar su historia familiar. Hoy,
por segunda vez, me ha invitado a la finca. Acudo con mi mujer y el matrimonio
amigo que nos acompañó el otro día al teatro. Aunque las indicaciones de don
Juan son precisas —y hasta prolijas—, me cuesta dar con ella: Navaltizón no
está en los mapas, mi coche no tiene GPS; en los caminos por los que vamos, una
vez abandonado el carreterín de Herrera a La Solana, tampoco nos serviría de
mucho. Pero llego a la puerta, un arco de piedra tosca encalada, con un
almendro a cada lado y un azulejo de Talavera en la clave: Nava del Tizón pone.
Hay una cadena tendida que impide el paso; la descolgamos y, medio kilómetro
después, estamos en la casa. Don Juan nos espera en la puerta, como si hubiera
temido que nos perdiéramos. Saluda ceremoniosamente a las señoras y nos lleva
adentro. En realidad, pasamos a un corral empedrado que tiene porches laterales
en los que hay trebejos agrícolas, un tractor y un remolque, y el Mercedes
señorial, extraño como un millonario entre gañanes. Al fondo está la casa,
deslumbrante de cal. De dos plantas, no es grande ni ostentosa; a los lados
también hay porches: la casa de un mediano propietario agrícola que ordenaba y
vigilaba personalmente las tareas —del cereal, de la uva, de la aceituna, de
las ovejas…—; que tenía un buen pasar, pero que no soñaba con parecerse a los
ricachos de las fincas vecinas, ya en término de Argamasilla o de Alhambra. Lo
único llamativo son los torreones en las esquinas de la entrada al corral, que
servirían —tal vez— de palomares. Mientras nos enseña la casa, don Juan nos va
contando:
—Cuando acabé la carrera, hice la mili en Campamento; luego
aprobé las oposiciones a profesor de bachillerato. El primer destino lo tuve en
Valdepeñas, en el Bernardo de Balbuena. Precisamente, sobre Bernardo de
Balbuena fue también el primer trabajo científico que me publicaron: un
artículo acerca de ciertas peculiaridades métricas de la Grandeza mexicana.
Y en Valdepeñas conocí a la que sería mi mujer. Ella era maestra, hija de un
notario de Manzanares. De mi suegro el notario me han quedado dos cosas: una
estilográfica Montblanc, gorda y solemne como un canónigo, que todavía uso, y
esta finca. La tengo en usufructo, pero no se la dejaré a mi hija hasta que me
muera, no sea que sucumba a la tentación de deshacerse de ella.
En la planta baja de la casa, a la derecha del portalón,
está la vivienda de los caseros: a la izquierda hay una cocina enorme, con
chimenea, que hace ahora de salón y comedor; y en la planta de arriba tiene don
Juan la biblioteca, una habitación grande, de techos altos, con un balcón que da
al corral y una ventana a la era; don Juan usa una mesa de trabajo basta y
fuerte, quizá de las matanzas, en la que, como el Mercedes junto al tractor, no
encaja bien el ordenador portátil, de los más caros. Una puertecilla de
cuarterones lleva de la biblioteca al dormitorio, espartano, y al cuarto de
baño, minúsculo y pulquérrimo. Don Juan vive aquí como un cartujo.
En la cocina, con las ventanas entrecerradas, tomamos el martini
y comemos opíparamente, sin notar el calor que afuera inflama el brocal del
pozo y los guijos que empiedran el patio. Nos sirve café y copa —de Peinado 20
años: el de 100 lo deja para las grandes ocasiones—; hablamos. Las señoras le
preguntan por su mujer.
—Luego hice el doctorado —don Juan se escabulle—; me
ofrecieron quedarme en la universidad; nos fuimos a Madrid. Mi mujer murió con
cincuenta y cinco años.
Yo miro por la ventana y comento algo de la alberca y del
nogal, de la era ya inútil… Don Juan, espantado el conato de melancolía,
prosigue:
—No he vivido mal. Los viudos, si ponemos interés, acabamos
apañándonos.
En la penumbra del fondo, sobre un aparador conventual en el
que hay platos de loza antigua, adivino una foto de mujer. Me acerco como si
nada. Parece la hija de don Juan. Pero no: viste a la moda de hace cuarenta años.
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