Conozco a la hija de don
Juan, pero no hablo con ella. Muchas mañanas, a primera hora, cuando voy a
comprar el periódico, viene a su trabajo por la calle de la Feria; casi desde
Madre de Dios, la anuncia un taconeo rotundo, rítmico, que en el silencio del
amanecer tiene algo de marcial —y, si decimos todo, también de
ecuestre—. Es alta; guapa a la manera antigua; de porte enérgico y carnes
firmes. Lleva la cabeza erguida y la melena suelta aun en estos días gélidos
que a todos nos agachan un poco. Y camina rápida, decidida, sin reparar en
nadie, menos todavía en los pocos hombres que a esas horas andamos por ahí,
todos viejos. Pero a mí me ve, estoy seguro, y algunas veces he notado en sus
ojos un rayo de reproche: ella cree que yo tengo la culpa de que su anciano
padre beba más de lo que los buenos médicos y las buenas hijas consideran
prudente. No me importa: aunque al revés, mi mujer piensa lo mismo. Ninguna de
las dos lleva razón: don Juan y yo bebemos moderadamente, siempre en compañía y
siempre en conversación; aunque el alcohol dañe nuestros cuerpos —cosa que
habría que ver—, favorece nuestros espíritus, los alegra, los entona y los hace
generosos y tolerantes. Si hubiera que razonarlo, podríamos echar mano a una
copiosa antología de elogios del vino que don Juan está recolectando y que
abarca desde los sumerios y la Biblia hasta algunos poetas bien recientes.
Pienso estas cosas en la
tarde del sábado, oscurecido ya. Aquí estoy en un bar bebiendo vino, yo
solo. Don Juan sigue en el campo. Un amigo con el que he quedado tarda en
llegar. Me cercan la melancolía y la desazón de los primeros días de enero,
todos los años iguales. En la mesa tengo dos libros: la revista Arte y
pensamiento de Campo de Calatrava para comentarla con don Juan el domingo
que viene, y el primer tomo de Juan de Mairena en la viejísima edición
de Losada, conmigo desde los tiempos de estudiante y a la que vuelvo con
frecuencia. Sin buscarla, me encuentro la reacción de Abel Martín frente a
quienes criticaban su afición a la bebida: añade muy poco a la virtud la
carencia de vicios. Nada que añadir.
El amigo que esperaba entra
en el bar. Levanto los ojos del libro para saludarlo, me pongo las gafas de
miope, y en una mesa del fondo está la hija de don Juan con su marido, tomando
té o cualquier otro brebaje semejante. Me mira con desaprobación, apretando un
poquito los labios, lo mismo que su padre. Yo esquivo la mirada. No me gustaría
que fuera mi mujer ni mi hija, quizá sí ser su suegro a ver si mi hijo sentaba la
cabeza.
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