Don Juan dice a veces extrañas palabras
que yo no he oído ni leído nunca. Al principio tenía la sensación de que se las
inventaba, pero ya sé que no: muchas las he conservado cuidadosamente en la
memoria o las he apuntado subrepticiamente en un papel para consultarlas luego;
ahora, si sale alguna de ellas, la busco enseguida —con obvio disgusto de don
Juan, pues él usa el aparato de tarde en tarde y nunca en público— en el
teléfono, ese gran invento: todas están. El empleo de palabras cultas, la
dicción perfecta, y la sintaxis ágil dan a la charla de don un Juan un aire
profesoral que alguien podría considerar pedante. No es así: las
palabras de don Juan nunca son adornos y su sintaxis jamás cae en el
amaneramiento ni en la floritura, menos aún en esas pomposidades hinchadas y
vacías tan del gusto de los periodistas y de los cronistas locales. El
principal propósito de don Juan, logrado siempre, es la precisión, que, a su
juicio, es hermana de la claridad y de la elegancia, y no está reñida con la
llaneza. Y esa manera de hablar, quizá por infrecuente, seduce a los
auditorios; a mí, desde luego; pero también a la gente que se sienta
casualmente en las mesas vecinas, y pone el oído con interés; o al público de
sus conferencias, igual si está compuesto de maduros intelectuales que si se
trata de estudiantes cimarrones traídos a regañadientes.
La palabra que suelta hoy, sin despeinarse,
es perfunctorio. El DRAE,
consultado de tapadillo en el teléfono, explica que perfunctorio es lo "hecho
sin cuidado, a la ligera".
—Algunos artículos de Arte y pensamiento son
perfunctorios.
Lo dice sin énfasis; y, al decirlo, no
solo está diciendo que se han hecho a la ligera y con descuido, está diciendo
también que, de haber puesto atención, habrían salido estupendos. La distancia
entre lo bien hecho y lo mal hecho es en ocasiones mínima, delgadísima: la que
va entre elegir la palabra exacta u otra aproximada, al tuntún. Lo compruebo
estos días en que mucha gente llama ataque al atentado de París y atacantes
a los terroristas: un atentado es un ataque, desde luego, como una cuna es
un mueble; pero nadie diría que acuesta a su hijo en un mueble, y si lo dijera
nos extrañaría por inexacto, o sea, por mal dicho.
Don Juan hace un inventario de pequeñas manchas que demuestran lo perfunctorio de algunos artículos. Yo no lo voy a repetir aquí, porque la mayoría de los lectores no las habrá percibido, tan chicas son; pero para don Juan, ya lo sabemos, los detalles son todo.
—Habrá también cosas buenas, don
Juan; lo dijo usted el otro día...
—Claro que las hay, muchísimas. Mire
usted: de los diecisiete artículos de la revista, sin contar el editorial,
cuatro o cinco (el de Isidro Hidalgo, el de Inocente Blanco, el de José María
López de Zuazo, el de Julia Alonso...) tienen tanta profundidad técnica que
solo los especialistas podrán juzgarlos: yo no me atrevo, pero sé que elevan la
categoría de la revista y que cabrían en alguna de las llamadas científicas. De
los divulgativos, aprendemos cosas que no sabíamos en los de Manuel Ciudad,
Concepción Moya, Araceli Monescillo, Francisco del Río, Francisco J. Martínez,
Olga Alarcón, Críspulo Coronel... De los que tienen mayor carácter literario o
ensayístico, es bueno el de Francisco Romero y me ha resultado chocante el de
Pedro Torres...
—¿Por qué, don Juan?
—Porque no se suele escribir así en
Almagro, con ese descaro provocativo. Creo, sin embargo, que carga demasiado
las tintas en lo de los Fúcares: todos los almagreños saben que no anduvieron
por aquí y que eran unos aprovechados, lo que pasa es que se lo callan para dar
a su pueblo un aire cosmopolita y aristocrático: le tirarán de las orejas por
decir que el rey está desnudo. Y hacía falta reivindicar a Mateo Alemán.
—Siga, don Juan.
—De Alemán hablaremos otro día; y de Bléiberg, que fue un gran profesor y un buen poeta. Yo llegué a tratarlo y le oí muchas conferencias...
Don Juan se queda un rato en suspenso, como si hubiera perdido el hilo o como si evocara los días luminosos del pasado. Luego dice, también sin énfasis:
—No me han gustado los de Arcadio Calvo,
Juan Castell y Manolita Espinosa.
Hago un gesto de extrañeza: al menos dos
de ellos son vacas sagradas de la intelectualidad almagreña.
—Por cuestiones formales. El de Arcadio
Calvo está muy mal escrito, con abundantes solecismos, algún anacoluto y no
pocas cacografías —miro en el teléfono: solecismo, falta de sintaxis;
anacoluto, inconsecuencia en la construcción del discurso; cacografía, falta de
ortografía—; el de Manolita Espinosa, y yo aprecio muchísimo a Manolita
Espinosa que es la primera figura intelectual de Almagro, está muy bien para
dicho, pero para leído es deslavazado e inconsistente; y la prosa de Juan
Castell es arcaica y no llega a pastiche, leyéndolo me he acordado de Ricardo
León. Usted no sabe quién fue Ricardo León, ¿verdad?
—No, don Juan.
—Pues sus bisabuelos lo leyeron con arrobo.
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