La mañana soleada invita a pasear. En unos minutos, rehuyendo
las umbrías, donde a estas horas aún queda escarcha, estamos en la ermita de
San Ildefonso, hombre de santa vida que asentó buena viña cerca de
buen parral. Hay niños jugando, hay música, hay gente bebiendo botellines
en la barra del bar, cálida y acogedora porque está orientada al sur y al
abrigo de la iglesia. Recordando a Berceo, don Juan y yo bebemos vino.
—Más ciudadanos ejerciendo el derecho al
jolgorio, don Juan. El otro día nos quedamos en qué pasaría si fueran
musulmanes...
—Lo recuerdo bien. Mire usted, es posible
que esta iglesia la construyeran alarifes moriscos. En el Campo de Calatrava se
quedaron muchos, que eran buenos hortelanos o buenos albañiles, cobijados por
sus vecinos, los cristianos viejos: ¿No ha leído usted a Dadson? ¿No ha leído a
Cervantes? El encuentro de Ricote y Sancho es emocionante porque es verdadero:
entre la gente sencilla, moros o cristianos, hubo en España buena convivencia.
—No sé adónde quiere llegar, don Juan. Yo
también he leído a Cervantes en el Coloquio de los perros y no parece
que la opinión que se tenía de los moriscos fuera muy buena.
—En El coloquio de los perros Cervantes
refleja rutinariamente los tópicos ideológicos antimoriscos —idénticos a los de ahora, por
cierto—; en el Quijote, la realidad de los hechos: los cristianos tenían
prejuicios antimoriscos, y los moriscos prejuicios anticristianos; pero la
convivencia, la amistad incluso, entre unos y otros era también una cosa común.
Y quiero llegar a que, desde finales del siglo XV a principios del XVII, España
perdió la oportunidad de ser una sociedad multirreligiosa; no digo multiétnica
porque étnica y culturalmente los judíos, los moros y los cristianos estaban
muy próximos. Que España se empobreció con ello hoy lo sabemos perfectamente.
No me gustaría que en el siglo XXI se repitieran los errores del pasado.
—Pero la convivencia de los musulmanes y
los cristianos era y es difícil, no me lo negará usted.
—No se lo niego. Sin embargo, no es más
difícil que la que hay entre los pobres y los ricos: los pobres y los ricos
tampoco se casan entre ellos, no comen las mismas cosas, no se visten igual, no
tienen las mismas diversiones...
—No me tienda trampas, don Juan.
—No le tiendo trampas; constato hechos:
todas las sociedades están fragmentadas en múltiples subgrupos, horizontales y
verticales: de edad, de sexo, de religión, de riqueza, de aficiones, de lengua,
de procedencia geográfica... A menudo surgen roces entre estos grupos, pero, en
líneas generales, la convivencia es posible.
—Pues —insisto— muchos filósofos e
intelectuales encopetados dicen que la convivencia de musulmanes y cristianos
es ontológicamente imposible.
—Se equivocan; pero, si les hacemos caso,
acertarán como acertaron los que decían lo mismo en el siglo XVI. Y se
equivocan porque no entienden el concepto de ciudadanía. Si Europa ha
conseguido que cosas como la religión o las aficiones sean un asunto privado,
que haya ciudadanos cristianos o musulmanes no tiene ninguna importancia,
siempre que se respeten las normas generales de convivencia, las que están en
las leyes.
—Pero los musulmanes viven en guetos y
muchos de ellos quieren imponer a la fuerza su religión y se hacen terroristas.
—Viven en guetos porque son pobres; los
cristianos pobres también viven en guetos. Los que quieren extender la religión
a la fuerza son una minoría muy pequeña; y los terroristas, unas cuantos
cientos. A estos, a los que se saltan las normas de convivencia y a los que
llegan al terrorismo, hay que perseguirlos policialmente con toda dureza, sin
recortar las libertades de nadie y sin demonizar a la buena gente, que es
siempre la inmensa mayoría. España tiene en eso experiencia y la podríamos
exportar.
A mí me parece, por lo que leo estos días, que don Juan peca
de ingenuo. Como si me adivinara el pensamiento, dice:
—Y no piense que desconozco las
dificultades, pero en estos tiempos hace falta insistir constantemente en los
principios elementales del radicalismo democrático: que todos los ciudadanos
son libres e iguales en dignidad y en derechos; que todos tienen derecho a ser
y a hacer lo que les dé la gana; que el único límite al ejercicio de los
propios derechos es el derecho de los demás; que no es obligatorio amar al
prójimo, pero sí es obligatorio respetarlo; que las ideas o las religiones no
tienen derechos y no es obligatorio respetarlas en absoluto, y etcétera y
etcétera: verdades del barquero que están en serio peligro y que no hay que
cansarse de repetir. De paso, también es conveniente procurar que los pobres
dejen de serlo, no porque de la pobreza nazca el radicalismo o el terrorismo,
lo cual es absolutamente falso, sino porque los pobres son ciudadanos; y, antes
que ciudadanos, personas.
Don Juan apura el vino que le quedaba en
el vaso. Son casi las tres; van a empezar las migas; las migas hacen la
digestión pesada, y don Juan es ya un anciano: optamos por retirarnos. Ya habrá
tiempo de seguir con estas cosas.
Vuelvo a mi casa melancólico: me gustaría
que don Juan tuviera razón; temo que se la han de quitar.
Acabo de leer los comentarios o conversaciones de Juan Rojo me lo !!recomendaron!!me gusta lo que escribe.......tengo que leerlo todo ....despacito y con calma.
ResponderEliminarMuchas gracias. Pero no le dé usted a esto mucha importancia: son entretenimientos de viejo (y los viejos, muchas veces, hablamos de más).
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