Don Juan ha venido a despedirse. La hija ya ha desmantelado
la casa y completado la mudanza; mañana se incorpora al nuevo destino en
Albacete; don Juan, los fines de semana que le apetezca, tirará hacia allá.
—Al menos hay buenas librerías —se consuela sin
demasiada convicción.
—En Almagro deja usted amigos.
—Por supuesto. Los amigos de Almagro —mira en redondo— los
conservaré. De cuando en cuando les giraré visita; en Navaltizón está su
casa… y en Albacete no faltará quien se tome unos vinos conmigo.
—Claro.
Ha llegado en el tren de las dos; en el de las cinco menos veinte se ha vuelto. Entre tanto, nos ha convidado a comer; nosotros le hemos
regalado —generosos que somos— el libro de Jordi Gracia sobre Pradera: ha
recibido el obsequio ceremoniosamente; de ambos ha hecho grandes elogios.
La comida —breve, cariñosa, jovial, bien bebida, de
conversación ligera y desperdigada— ha dejado un suave y fatal regusto —¿se
dirá retrogusto, Señor?— a clausura que, por evidente, nadie ha creído oportuno comentar. Mejor así.
Don Juan no ha permitido que lo acompañemos a la estación. Algo torpes, una pizca desorientados, hemos acabado en la plaza
tomando copas. Un amigo dispara a bocajarro:
—¿Qué vas a hacer?
—¿A qué te refieres?
—No te escabullas: que si vas a seguir escribiendo los resúmenes de las tertulias.
—No. Don Juan no está, no estarán las «enseñanzas»: ¿para qué?
—La tertulia sí permanece; popular, vulgar incluso: de todo ha de
haber —apunta otro con buenas intenciones.
Resisto:
—Descansaré. Han sido cinco años, gratis et amore, domingo tras domingo, sin fallar ni uno; durante unos
meses, al principio —arrancada de caballo—, también los jueves; no es fácil
resumir en un rato conversaciones todo lo altas que queráis, pero desordenadas
y confusas. Por otra parte, «es preciso dejar de escribir, o cuando menos de publicar,
si uno percibe cierto punto irreversible de deterioro», dijo el otro día un
buen y generosísimo amigo a quien no amenaza tal
contingencia.
—¿A ti sí?
—Más vale prevenir. Que siga
otro: no me enfadaré.
Nadie se siente aludido. Continúo:
—De modo que el próximo miércoles repetiré la primera
entrada; después —en cuanto aprenda cómo y me quede un rato— el blog
desaparecerá.
—¿Los lectores?
—Han tenido la paciencia de aguantarnos y la misericordia de olvidar las faltas: que Dios se lo premie. Yo se lo agradezco de todo
corazón.
—¿Y nosotros?
—Vosotros también deberíais agradecérselo.
—Digo que estábamos acostumbrados al espejo; porque te da la
gana, nos lo quitas…
—Pago la ronda.
—Olvidado el reproche.
El curioso del principio no desunce:
—¿Qué pasará con el facebook?
—El facebook aguanta.
—¿El facebook sí y el blog no?
—Sacrificaré el blog igual que otros sacrifican
las mascotas que han querido tanto y ya no: para que no yerre desamparado, cada vez más viejo, más triste, más pasto de las pulgas; para
que no se convierta en cachivache repudiado acumulando ciberpolvo en
sepa Dios qué buhardilla del caserón de Google. En cuanto al facebook,
de cerrarlo, perderíamos la ventana que nos permite estar atentos a los
formidables amigos virtuales, ahora reales y verdaderos, que nos hemos ido echando:
solo por eso, al facebook le debemos respeto, cariño y lealtad. Además —a la manera de don Juan, hago una pausa solemne—, cierta editorial merecidamente prestigiosa de la región nos ha propuesto
seleccionar cincuenta o sesenta entradas —se admiten sugerencias— para publicarlas en su colección
literaria. Si cuaja, en el facebook lo diremos.
Aguardo murmullos de asombro o admiración. No se estremecen.
—¿Lo sabe don Juan?
—Naturalmente.
—¿Qué opina?
—El editor habló primero con don Juan; don Juan se lo quitó
de encima: me lo endosó. «Usted verá», repite cuando le pregunto: de ahí
no lo saco.
—¿Te apetece?
—Cavilo: dudo. Por un lado, si un editor
solvente quiere publicarlo, algo valdrá: aunque sea para jugar en la tercera
división autonómica; por otro, no se me olvida que —en internet, o sea, de
balde— han leído cada entrada ciento veinte o ciento treinta personas, de las
cuales alrededor de cuarenta son almagreñas: ¿quién va a pagar, entonces, doce
o catorce euros por un ejemplar en papel?
—Los amigos, los parientes, los curiosos, los cultos…
—Los cultos almagreños, no: ellos están en cosas
profundas y sublimes, trascendentales: ¿cómo les van a interesar las fruslerías
de una panda de viejos crápulas?
—De crápulas nada: bebedores.
—Lo mismo da.
El curioso persevera:
—¿Has pensado en los vecinos?
—¿Qué vecinos?
—Los que compartirán plúteo con el libro en rincones remotos
y muy poco frecuentados de las librerías.
—No lo he pensado.
El amigo respira:
El amigo respira:
—Menos mal.