Almagro anda metido en un zafarrancho que algo tiene de
limpieza y algo de preparación para el combate; es decir, la inminencia del
Festival pone a Almagro patas arriba: se aprecia la magnitud del acontecimiento, se nota que
bullen jefes y operarios, que la máquina se apresta para que nada falle.
—Don Juan, cada año es lo mismo: estarán ya entrenados.
—Afortunadamente están entrenados, pero me alegra que nadie
se deje arrastrar por la rutina.
Esta mañana bien temprano, antes de comprar el periódico e
ir a desayunar a la plaza, don Juan y yo hemos dado un paseo por el pueblo, todavía fresco y casi vacío. Hemos notado algunas novedades: la publicidad en los
carteles de varios espacios escénicos
o la cabeza abierta de Marsillach en la fachada del Hospital de San Juan. Los comentamos en la tertulia.
—¿Marsillach? Creía yo que era un homenaje a Ramón y Cajal:
ese perfil de moneda, esa tapa de los sesos abierta, ese cerebro en el que
bullen sinapsis literarias —dice el cínico.
—Marsillach y Ramón y Cajal fueron dos avatares distintos de
un solo dios verdadero: la España de la
rabia y de la idea —apunta un culto con absoluta solemnidad.
—No empecemos con patrias y políticas —se previene el
conservador.
—A mí lo que me disgusta es la publicidad —cambia de tema el
rojo.
—¿Por qué?
—Porque empiezan así, pero no sabemos dónde acabarán. Ved lo que pasa en Mérida.
—¿Qué pasa en Mérida?
—Que varias empresas andan a la greña disputándose el pastel.
Don Juan modera:
—En cuanto a organización, el festival de Mérida se parece
poco al de Almagro. Allí la Junta lleva la voz cantante y el papel del Gobierno Central es subalterno. Aquí la Junta se desentiende casi: el papel protagonista corresponde al Ministerio de Cultura, que lo ha desempeñado estupendamente en los últimos años, colores políticos aparte. Además, hay que acordarse de Monago, aquel
fenómeno.
—¿Qué hizo Monago?
—Cuando, tras los primeros zarpazos de la crisis —y la
gestión alegre y desenfadada de los
responsables— los festivales de Mérida y de Almagro se tambalearon, Monago optó
por la externalización, fea palabra,
y tramposa: puso la gestión del festival, a dedo, en manos de la empresa
Pentación cuyo amo es Jesús Cimarro. Todavía sigue, ahora por concurso, aunque
el procedimiento no sea tan limpio como el agua clara.
El conservador se atufa un poco:
—¿Es malo que las empresas ganen dinero? ¿Está usted en contra
de la economía de mercado?
—Dios me libre. Ciertos asuntos se deben subcontratar —la construcción de un puente—; otros se pueden
subcontratar —la limpieza, la cafetería del juzgado—; y muchos tienen que permanecer siempre en manos públicas: la sanidad, la policía, las cárceles, los
museos, los festivales…
—El festival de Mérida salió del bache gracias a Cimarro.
—Y el de Almagro gracias a Natalia Menéndez, mucho más
barata: la administración pública puede ser tan rigurosa como la privada y, desde
luego, más económica. Hablar del despilfarro público es mera difamación
interesada. Ahora bien: el control al que se sometan los responsables ha de ser firme.
—Eso les quitará iniciativa y creatividad —el conservador no
ceja.
—Hay fórmulas para que no ocurra: fundaciones, consorcios, empresas públicas…
—A veces las instituciones públicas carecen de recursos
para hacer ciertas cosas: ¿qué tiene de malo dejar que las hagan las empresas
privadas?
—Nada, salvo que se trate de temas sensibles y sabiendo siempre que las empresas privadas atienden primero a su provecho, al nuestro luego.
El conservador retrocede a regañadientes:
El conservador retrocede a regañadientes:
—Aceptemos que el festival de Almagro
se lleve como hasta ahora, sin pentaciones, pero, puesto que para el ayuntamiento supone un berenjenal complicado, ¿no cabría ceder la gestión
artística del Corral de Comedias a una empresa solvente, seria, experimentada, que asegurase una programación de calidad durante todo el año y que pagara buen
canon?
—Cabe. Desde luego, muchos teatros públicos de
España se hallan cedidos a empresas privadas. Si la gestión del Corral se licitara no faltarían concursantes, incluso muy próximos. Pero conviene sopesar atentamente los riesgos, que abundan.
—El uso del Corral es mejorable…
—Por supuesto. El alcance cultural, económico, escénico, simbólico —hasta identitario— del Corral ha crecido mucho en los últimos años; algunos usos
que se le dan lo envilecen y otros no alcanzan el nivel deseable. Acaso haya
llegado el momento de pensar el Corral, considerar cómo andamos y adónde queremos ir: escrupulosamente, pacientemente, cautelosamente, responsablemente. Las circunstancias políticas actuales lo permiten, hay experiencias interesantes por ahí, gente capacitada en quien asesorarse...
Me quedo con las ganas de preguntar nombres.
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