Les prometí hace tiempo, misericordiosos lectores, que no escribiría
nunca más de terrorismo; tan solo, si alguna vez oyera algo original del asunto, lo recogería aquí con suma prudencia; pero es muy difícil: la
maldad inútil que causa dolor ajeno sin provecho propio, la cobardía de pillar
al enemigo descuidado, la falta
absoluta de justificación, la estupidez de matar por la patria, por la
religión, por lo que sea, la locura de matarse a sí mismo para alcanzar el
paraíso… las reacciones desmesuradas o insensatas, los exabruptos, las muestras
sensibleras y cursis de pésame, el aprovechamiento político, la ignorancia
periodística que llama ‘inmolación’ a lo que es mero suicidio por intoxicación
de fanatismo… Todo está dicho y repartidas las culpas más o menos
arbitrariamente por el colegio de
especialistas en la equidistancia, que, de no estar creado, debería
crearse. De modo que, digan lo que quieran —y hoy dicen de Mánchester—, me salgo de la conversación.
También me saldré de aquí en adelante si soban de nuevo las primarias socialistas: qué pesadez. Hoy
ya iba a estrenar el propósito, pero lo que expone don Juan acaso interese:
—De las primarias
del PSOE se pueden sacar innumerables conclusiones, unas mejor fundadas que
otras; quizá deberíamos resaltar una cosa tan obvia que pocos reparan en
ella.
—Díganos.
—Que en la política no cuentan los hechos sino las
opiniones, y que para forjar opiniones es más útil y rápido apelar a los
sentimientos o a los impulsos primitivos que al prudente uso de la razón.
—Lo sabíamos: Trump, Le Pen y otros populistas lo han
demostrado con creces. Incluso han tratado de vestirlo con ropajes dignos: eso
de los hechos alternativos, por
ejemplo.
—No es preciso llegar a tanto, porque los extremos siempre
parecen caricaturas.
—¿En qué nos fijamos entonces?
—En Pedro Sánchez. Muchos de quienes hoy lo adoran
abominaban de él hace un año.
—Naturalmente: lo echaron abajo de mala manera.
—He ahí la clave: aparecer como víctima. Ahora bien: si
Sánchez era en septiembre torpe, inculto, flojo, cándido, autoritario, ahora no
puede ser diestro, culto, firme, sagaz, demócrata…
—Pentecostés está próximo —ironiza el descreído.
—Los militantes socialistas no han esperado a que llegue
para creer en la milagrosa transformación: simplemente, de una forma muy humana
aunque irreflexiva, se han puesto del lado de la víctima frente a los verdugos.
—Bien hecho —tercia el vehemente.
—Si se tratara de justicia, tal vez; pero se trata de
utilidad. En las primarias los
socialistas han juzgado con rectitud el pasado; no sé si han mirado
al futuro.
—¿Cuánto durará el idilio de las bases con el líder?
—pregunta alguien.
—Eso no importa todavía. Importará cuando llegue el otoño:
una vez concluidos los congresos y agotada la tregua veraniega, vendrá la terca
realidad a imponer sus razones. ¿Estará Sánchez a la altura? Si conserva las
cualidades que tenía hasta septiembre, no; si se ha trasmutado en un personaje
nuevo, quizá sí. Me alegraría mucho lo segundo.
—Ya sabemos que no le gusta Sánchez, don Juan. Sin embargo,
¿eran mejores los otros?
—De ninguna manera. El Partido Socialista nos ha propuesto
un trío nada atractivo. Acaso López, y solo por contraste, superaba un listón
que no se erguía hasta las nubes, sino que rozaba la yerba. ¿Es que no hay
nadie en el PSOE con más enjundia? ¿Tampoco con más valor? Quiero creer que los
habrá, pero por timidez u otras causas no se nos han mostrado.
—A veces me asombra su ingenuidad, don Juan.
Él sonríe; pone cara de inocente:
—La ingenuidad es un potente somnífero; si se adoba con algo
de resentimiento, es también un alucinógeno estupendo.
—Don Juan, explíquese.
—Los socialistas llevan un ramalazo levantisco que
viene desde el instante de la fundación del partido: por eso no han congeniado
nunca con los comunistas, obedientes y disciplinados. En la elección del
secretario general se ha podido observar: todos los militantes estaban al cabo de la calle de que ganaría Sánchez, porque se trataba más de fastidiar al aparato que de elegir a un líder capacitado. Como a muchos eso no les parece una actitud muy inteligente, se han tomado con gusto el brebaje que mezcla resentimiento e ingenuidad y la alucinación inmediata les ha hecho ver en Sánchez una antología de virtudes. Por eso, y porque no
había mucho donde elegir, lo han votado: no por méritos ni cualidades —escasos, salvo que se cuente en ellos la tozudez— ni
por ideología —tan insustancial como la del resto—.
—¿Es usted pesimista?
—Sí; pero daría algo valioso por equivocarme.