Don Juan pasa unos días en Madrid. La mayor parte del tiempo don Juan vive ahora en Navaltizón, solo —o sea, con los caseros—,
entregado al gobierno de su hacienda, a la lectura, a escribir —cada vez menos—
y a pasear por el campo. Pero de vez en cuando viaja a Madrid, en el tren;
aprovecha para ver a los amigos, comprar libros, visitar exposiciones o ir al teatro si
alguien lo convence de que merece la pena; también para ordenar un poco la que
durante muchos años fue su vivienda
habitual, convertida ya apenas en estación de tránsito.
Esta mañana lo he llamado por teléfono:
—No habrá ido usted a Vistalegre…
—No. Fui anoche al teatro de la Zarzuela a ver La villana. La música de Amadeo Vives,
aunque algo ampulosa, es buena; y el texto de Fernández-Shaw y Federico Romero,
comprovinciano de ustedes, una notable adaptación de Peribáñez y el comendador de Ocaña. ¿Se acuerda?
—De Peribáñez;
de la zarzuela no tenía noticia. En cambio, me está interesando mucho la de
Vistalegre.
—Algo de zarzuela tiene el espectáculo, sí: en muchos
aspectos, reyerta navajera característicamente española. Pero la trayectoria de
Podemos se parece más a una película americana de posadolescentes.
—Eso no lo entiendo.
—La primera vez que hablamos de Podemos le dije que era una supernova. Sin entrar en precisiones astronómicas, las supernovas son estrellas
brillantísimas que aparecen inopinadamente en el cielo, duran un tiempo y desaparecen. Mientras brillan, producen fascinación, la gente está pendiente
de ellas, y hay quien las considera presagio de catástrofes o buenaventuras.
Luego, nada. Exactamente igual que las juergas juveniles: algo que recordar
magnificado cuando nos hacemos viejos.
—Sigo sin entender.
—Hace poco más o menos un año, Podemos irradiaba un brillo
deslumbrante. Se proponían entonces asaltar
los cielos. Hoy sabemos que tal asalto era de vuelo corto: comportarse
como adolescentes malcriados en ausencia de los progenitores, y emular a
Faetón.
—Don Juan, por favor, déjese de enigmas y mitologías, que yo
no tengo nada de erudito.
—Se comportaron como adolescentes malcriados cuando llevaban la prole al Congreso, daban ruedas de prensa sentados en el suelo, alzaban
el puño viniera o no a cuento, se abrazaban y besaban con efusividad inconveniente,
se repartían los cargos del gobierno de Sánchez, chillaban insultos… Es
probable que hasta se bebieran el whisky de papá si no lo tenía guardado bajo
llave. Y, en cuanto a Faetón… Faetón era otro niño consentido; le pidió el coche
a su padre y lo condujo temerariamente; provocó estragos diversos; Zeus, harto
de gamberradas, lo fulminó y dejó que se ahogara en un río. Sus hermanas —es lo único poético, lo que redime la historia— lloran la muerte a la orilla del río convertidas en alisos. Como Faetones de pacotilla, los
podemistas también manejaron temerariamente el coche con el que se iban a comer
el mundo... hasta que se estrellaron contra las urnas.
Permanezco en la inopia, no pregunto más: consultaré la Wikipedia.
—Aquellos excesos —prosigue don Juan— han traído la
natural resaca y el consiguiente y agrio mal humor. Digiriéndola están; y,
como es grande —porque grandísima fue la borrachera—, les llevará tiempo.
De eso sí entiendo:
—Parece que algunos hacen mal vino, y que otros no se
acuerdan de las promesas y los amores que se juraron tan encendidamente.
—Hay que mirar con quién se junta uno —corrobora don Juan.
—¿Qué va a pasar?
—Sabe usted que no me gustan las profecías. Pero veo dos
cosas; una: que la supernova se está apagando, es decir, que Podemos nunca
ganará unas elecciones, ni —a poco que los socialistas se esmeren— suplantará al
PSOE; como mucho se irá deshilachando hasta consolidarse como un zaleo residual. Y dos, que son la mejor muleta para que el Partido Popular aguante en el poder: mientras Podemos exista, el PP ganará las elecciones sin despeinarse.
—Pues, para ese viaje…
—…no necesitábamos alforjas. Los antiguos estaban convencidos de que el mayor
pecado era el pecado de soberbia; los podemistas se han refocilado en él con entusiasmo: ahora pagan —y pagarán— la penitencia. Lo malo es que han dilapidado ilusiones y que se ha perdido la oportunidad
de regenerar la política española. Si alguna vez parecieron leones, han
quedado en gatitos castrados; si alguna vez dieron miedo —Iglesias lo
pretendía—, ya solo dan risa: la risa un poco boba con que ciertos papás aprueban complacidos las travesuras de sus nenes. Cosas de chicos, dicen.
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