Cuando llegamos al Marqués don Juan está leyendo el periódico. Tiene la cabeza echada hacia
atrás; los ojos de présbita desmesuradamente abiertos bajo las cejas arqueadas
de asombro; en la boca, una sonrisilla preñada de ironía.
—¿Qué le llama la atención, don Juan?
—Pone aquí que el otro día inauguraron el silo.
—Y es verdad: lo han acondicionado para espacio de usos múltiples. Se estrenó anoche con el baile de
carnaval. Como usted no va a esas cosas…
—No me hace falta. Son muy jóvenes todos los que salen en
la foto; y, por lo que veo, ustedes también —habla con retintín.
—¿Eso es un defecto?
—Tampoco es una virtud. Los jóvenes carecen de memoria.
—¿Por qué lo dice?
—Porque quizá no supieran lo que estaban haciendo.
—Explíquenoslo usted.
—En la España rural de estepas cerealistas los silos constituyen el vestigio más notorio y
contundente del franquismo —mucho más que los nombres de las calles, por
ejemplo—. Desde la distancia, en la mancha terrosa o blanca de los
pueblos, que se pegan al suelo como costra de liquen, las únicas construcciones esbeltas son las iglesias y los silos. ¿Creen ustedes que es casualidad?
No lo habíamos pensado. Sigue don Juan:
—Dejando aparte las exigencias arquitectónicas —¿o ingenieriles?—, los silos se
levantaron así aposta, para que se vieran bien: si la iglesia proporcionaba el alimento
del espíritu, Franco, con la intervención del mercado del trigo, controlaba el
alimento del cuerpo. ¿Se acuerdan de la palabrería: “Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin
pan”?
No nos acordamos. Sigue don Juan:
—Los silos son, entonces, el signo deliberado y obvio de
una ideología —la del Movimiento—, de una política —la autarquía— y de un poder —la
dictadura—: ahí quedan —rotundo puñetazo en los ojos— llenando
simbólicamente el horizonte con voluntad de permanencia. ¿Es así?
No lo sabemos. Sigue don Juan:
—Curiosamente, pocos reparan en ello. Los paladines de la
memoria histórica ponen el acento en algunas cosas imprescindibles —¡enterrar a los muertos dignamente!— y en otras banales, pero prestan escasa
atención a las decisivas, a las que, sin que nadie lo note, a todos conciernen. Por eso no se fijan en los silos, no los ven.
—¿Habría que derribarlos?
—Aplicando la lógica integrista de la memoria histórica, sí. Aplicando el sentido común, no: habría que
explicarlos. Aunque, en la faramalla externa, Franco pertenezca a la recua de Hitler y
Mussolini —los silos mismos copian los de Italia
fascista—, su trayectoria en el ejercicio del poder se parece bastante más a la
de Stalin, Mao o Castro: dictadores feroces y sanguinarios que nunca fueron derrotados,
que murieron de viejos en la cama, que dominaron todos los aspectos de la vida
de los súbditos durante muchos años y que, en consecuencia, dejaron una huella,
si no indeleble, muy duradera. Conviene tenerlo en cuenta para no pasarse de
listos... o de justos, que de justo a fanático justiciero no hay gran trecho.
—Concrete, por favor.
—Miren los pueblos de colonización. Bastantes llevan el
apellido “de Franco” o “del Caudillo”; en algunos se han hecho referendos para
quitarlo y se han perdido. ¿Creen ustedes que los colonos son estúpidos o
pérfidos o fascistas empedernidos?
No creemos nada. Sigue don Juan:
—Los habrá, por supuesto; pero no la mayoría.
Simplemente saben que sus antepasados no tenían tierra ni casa, y que Franco se
las dio: están agradecidos. Ante eso cabe quitar el nombre a la
fuerza o explicar las cosas bien. Lo segundo es más sensato y, quizá, a la
larga, más útil.
Como otras veces, yo creo que cabe una postura intermedia:
no pensar en ello. Parece que don Juan me hubiera leído el pensamiento
—Ahora bien, lo que no cabe es hacer como si no hubiera
pasado nada: la historia ha pasado y nos está pasando: conozcámosla,
entendámosla, asumámosla, vayamos al psiquiatra si es preciso, e integrémosla
de la mejor manera que sepamos en nuestra vida de todos los días y en la que
imaginemos para el futuro. Las personas normales lo hacen así con su vida
particular: se pueden reír de los fracasos pasados, o evocar los dramas con
serenidad.
—Y del nuevo uso del silo ¿qué opina?
—Que está muy bien: es maravilloso que el símbolo franquista
se desacralice en salón de baile, en
teatro, en biblioteca… Pero no de manera trivial: explicándolo.
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