Don Juan tiene algunas dudas sobre la existencia histórica
de Jesús de Nazaret. Si alguien le demostrara que Jesús de Nazaret existió
realmente y anduvo predicando por Palestina hace veinte siglos, don Juan
continuaría dudando tercamente de que Jesús de Nazaret fuera el Cristo, el hijo de Dios vivo. Pero
las dudas de don Juan carecen de importancia: habrá en el mundo más de dos mil
millones de personas que sí creen con absoluta convicción en la existencia terrenal
de Jesús de Nazaret, en la Encarnación y, consiguientemente, en que Jesús es el
hijo de Dios, y Dios él mismo; habrá otros cuantos millones de personas a los
que esta cuestión les traiga sin cuidado pero que se identificarán de alguna
forma con los primeros; aquellos y estos celebrarán —por convicción o por
tradición— la navidad; y otra porción considerable de seres humanos, por
imitación o porque les gustan las fiestas, celebrará también la navidad aunque
el cristianismo les pille lejos o no lo aprecien en absoluto.
—Bien, don Juan, ¿va a celebrar usted la navidad o no?
—pregunta alguien a quien las monsergas teológicas no le apasionan mucho, y la
sociología menos aún.
—Naturalmente. Y sin ninguna reticencia.
—Pero si no es creyente…
—En las fiestas sí creo. Las fiestas, celebradas ruidosa y
multitudinariamente, con rituales bien asentados en tradiciones que se creen
centenarias —y que muchas veces no lo son—, revelan la buena salud de cualquier
comunidad y contribuyen a mantenerla. Solo por eso ya habría que celebrar,
incluso santificar, las fiestas.
El católico interviene:
—Si a una fiesta religiosa se le quita el contenido
religioso, ¿qué nos queda?
—Queda la fiesta, que es siempre lo importante. Los seres
humanos —y las sociedades, ya lo he dicho— necesitan celebrar fiestas de cuando
en cuando: comer y beber en compañía y en exceso, intercambiar regalos, cantar
y bailar, derrochar; es decir, desuncirse por un tiempo de los yugos cotidianos
con que tiran de la pesada carreta de la vida.
—O sea, descansar del trabajo.
—No exactamente. La fiesta no es descanso, sino frenesí, exaltación biológica. Por
eso, a las gentes de orden, a los fundamentalistas de la laboriosidad, no les
gustan las fiestas —las que ellos celebran
son aburridísimas—, pero sí son partidarios del descanso, que permite trabajar
más y mejor al día siguiente; las fiestas verdaderas, en cambio, perjudican la productividad, porque cansan y solo producen
resaca.
—El despilfarro tampoco está bien visto.
—No. Los moralistas de toda ralea —entre ellos, los
cristianos fervientes y los ateos fervientes— nos previenen de continuo contra
el derroche. Los cristianos fervientes parece que no han leído el pasaje de la
unción de Betania, que cuentan —con ligeras variantes— Mateo, Marcos y Juan; y los
ateos fervientes, acaso en nombre de dioses nuevos, nos quieren conducir por el buen camino como si fuéramos niños
atolondrados. Ambos desconfían de nosotros: sin que se lo hayamos pedido se
erigen en tutores nuestros.
—¿Y usted?
—Yo no quiero conducir a nadie por ningún camino; no sé cuál es el camino: bastante
tengo con pastorearme a mí mismo.
—Pero reconocerá usted que la navidad tiene un punto
empalagoso y ñoño que funciona como vacuna contra el desenfreno. ¡Vaya fiesta
de amor y paz! —proclama el disoluto.
—Algo de eso hay: todo lo que cabe en la palabra entrañable. Pero la gente no hace caso:
el ciudadano común —mucho más listo de lo que creen los moralistas— no tiene
inconveniente en decir una cosa y hacer la contraria.
—Eso es hipocresía.
—Lo de los moralistas es hipocresía; lo de los ciudadanos
del montón es buen sentido: ¿qué más da celebrar el nacimiento de Cristo, el
solsticio de invierno, el sol invicto o el sursuncorda? La fiesta es lo que
vale. Y el derroche de la fiesta se reduce a la fiesta; fuera de ella los
ciudadanos economizan y se administran bien.
Don Juan —lo saben ustedes— a veces se suelta el pelo;
algunos amigos se escandalizan un poco; él sonríe irónicamente y espanta las
moscas con la mano: allá lo que piense y haga cada cual.
Pero don Juan es generoso: entremedias de la charla nos convida a unas
copas caras. Al despedirnos nos desea feliz navidad, me pide que se la desee a
ustedes también y se va a Navaltizón con la familia.
—A cometer excesos irá... —deja caer uno a quien le sobra mala uva.
—A cometer excesos irá... —deja caer uno a quien le sobra mala uva.
Por mi parte, soy bien mandado: feliz navidad, queridos lectores.
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