Don
Juan, enemigo de las aglomeraciones, ha pasado estos días en Navaltizón, solo.
Ha caminado entre sabinas y carrascas, ha leído —a Eugenio Florit, que lo
llevó a Aldana; Aldana a Herrera; Herrera a Garcilaso…—, ha oído música —las Pasiones
de Bach—, ha escrito algo…
—¿Florit?
—Florit
es un buen poeta del siglo XX al que la sombra de otros más grandes ha
oscurecido. Algún día hablaremos de él. Y de Francisco de Aldana. Aldana es
maravilloso. Poeta soldado igual que Manrique, igual que Garcilaso; criado en
la corte de los Medici; muerto en Alcazarquivir con el rey don Sebastián... Aldana canta lo mismo los placeres crudos del sexo que el alambicado amor
petrarquista, el heroísmo que las miserias de la guerra, y es capaz de
conmovernos —“Yo soy un hombre desvalido y solo”— en la formidable Epístola
a Arias Montano. Todo a la vez, con buen humor y sensata ironía,
contradictorio quizá, pero no abrumado por las contradicciones. Como nosotros.
Don
Juan anda hoy enigmático. Puesto que rara vez usa estos plurales inclusivos, un
amigo pregunta:
—¿Quiénes
son nosotros?
Don
Juan señala alrededor:
—La
gente que anda por ahí, ustedes, yo mismo… los españoles.
—Explíquese,
don Juan —casi suplica alguien.
—¿Han
visto la Semana Santa? Todo el mundo en la calle: los penitentes y los
curiosos; los católicos —fervientes o tibios— y los ateos —tibios o fervientes, que de los dos hay—;
los que ayunan y los glotones… Juntos y revueltos, y no pasa nada: nadie se
altera, nadie se molesta, nadie pretende echar a nadie. El progreso de los
españoles en el muy difícil arte de la tolerancia —virtud cívica esencial— no tiene
igual en el mundo: aquí cabe todo y todo se acepta sin reticencia alguna. Si
pienso en la Semana Santa tétrica de antaño, plagada de prohibiciones y
obligaciones, de hipocresía y disimulo, el cambio ha sido formidable: la medida
exacta de las muchas cosas que en España han ido bien.
—¿Y
las autoridades en las procesiones todavía? ¿No le parece algo arcaico?
—A
mí —ya lo saben— me gustaría la total separación de la Iglesia
y el Estado, pero en estas cosas no hay prisa, cada sociedad tiene su historia,
no hace falta apresurar lo que terminará sucediendo: ¿qué ganaríamos? Lo
importante es la tolerancia, el respeto, la posibilidad de crítica, la
libertad. Si un alcalde quiere ir a las procesiones, que vaya. Y, si no quiere
ir, que no vaya: no pasará nada; nadie se escandalizará ni por lo uno ni por lo
otro. Casi me atrevería a asegurar que los que van van porque les gusta, no
porque los llamen. Y algunos lo hacen con sorprendente entusiasmo: por ejemplo, la alcaldesa de Ciudad Real…
Yo
creo que don Juan —cielo azul, sol en lo alto, jóvenes ligeras de ropa, martini estimulante—
se embala, que debería precisar. Me despisto un poco. La tolerancia les lleva
al terrorismo… Por desgracia, este último año hemos hablado demasiadas veces de
terrorismo. Por desgracia también, es probable que no hayamos concluido. Cuando
pillo el hilo don Juan está diciendo —¡una vez más!— que el terrorismo tendrá
muchas causas, pero ninguna justificación; que tal vez los terroristas aleguen razones —razones locas, razones de loco: ¡quién en su sano juicio mata y muere
por Dios?—, pero que no tienen razón. Obvio, pienso. Y estamos al cabo de la calle
de las reacciones que suscita el terrorismo: desde el brutal fanatismo simétrico al síndrome
de Estocolmo. Yo no daré más vueltas a esta noria: no escribiré aquí ni una
palabra más sobre el asunto. Seguiré haciendo vida normal, disfrutando muy
conscientemente de las libertades europeas, sin histerismo ninguno, sin
heroicidad tampoco, puesto que es muy difícil —mero cálculo de probabilidades— que el
terrorismo me alcance en el cuerpo o en los bienes, y en las convicciones no me
alcanzará. De todas formas, si a alguien le interesa lo que opina don Juan al
respecto, puede leer estas entradas: las del 18/01/15 y el 25/01/15 sobre Charlie Hebdo; la del 15/02/15 sobre Copenhague; la del 12/04/15 sobre Kenia; y la del 29/11/15 sobre los, hasta ahora, últimos
atentados en París.
Aunque
a muchos, afortunadamente, se les haya olvidado, España padeció durante
cuarenta años un terrorismo xenófobo, fanático y sanguinario en extremo, el de
ETA. Con paciencia, mucho sentido común, y eficacia policial y judicial, los
españoles conseguimos derrotarlo. El terrorismo de ETA no nos acobardó ni
cambió nuestra formas de vida —las bombas en las playas no disuadieron a nadie
de irse de vacaciones—. Lo mismo pasó el 11M. Habrá que explicarles estas cosas
a nuestros compatriotas —sí, compatriotas— europeos. Y a los jóvenes. Pero yo
no lo haré: está decidido.