No le preocupa
mucho a don Juan la ortografía. Al fin y al cabo, la humanidad se ha pasado
cientos de miles de años sin escritura; todavía hoy una gran parte de los seres
humanos no sabe escribir; de los que saben, muchos no escriben casi nunca; a
bastantes de los que escriben —no hay más que asomarse, ahora, a las redes
sociales y, antes, a las cartas de los soldados— las normas ortográficas les
traen sin cuidado… y el mundo no ha parado de dar vueltas.
—Pero usted
escribe con una ortografía irreprochable…
—¿Y qué? Yo
hago lo que me da la gana; que los demás hagan también lo que mejor les cuadre.
Allá cada cual.
Aunque vamos
estando habituados a las boutades de
don Juan, no dejan de sorprendernos
—Entonces
¿apoya usted la anarquía ortográfica?
—No. Soy muy
consciente del valor de la ortografía, como de todas las convenciones. La
humanidad lo es, en gran medida, porque existen convenciones que, aceptadas por
grupos más o menos amplios, constituyen lo que llamamos cultura, o culturas,
más bien, o civilizaciones… El tabú del incesto es una convención inconsciente
y casi universal; comer con tenedor no lo es tanto; toda religión es un sistema de convenciones —dogmas, ritos, mandatos, prohibiciones— que los creyentes
consideran revelados y eternos, pero que, en el caso de los cristianos, por ejemplo,
se lograron arduamente en los concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y
Calcedonia. Las convenciones son como la casa de los padres: uno está seguro en ella
y bien tratado, pero no puede hacer su santa voluntad; por eso los jóvenes
aspiran a marcharse, es decir, a liberarse de las convenciones paternas… y
crear otras nuevas. Sin convenciones no se puede vivir.
Como si
dijera el culo con las témporas, salta
un despistado:
—¿Qué tendrá
que ver la ortografía con el credo!
Don Juan lo
mira asombrado e irónico, pero contesta paciente:
—La lengua es semejante a la religión: sistema de convenciones. Con objeto
de mantener la unidad —también el control del tinglado, a qué negarlo— y evitar
descarríos y disidencias, las convenciones se formulan explícitamente por quien
puede hacerlo y los fieles o los hablantes aceptan las normas mientras aprecien
las ventajas de la unidad de la fe o de la lengua. Cuando prefieren la
dispersión, los disidentes no tardan en dotarse de nuevos dogmas o de nuevas
normas ortográficas: miren el hindi y el urdu, el serbio y el croata, el gallego
y el portugués, el valenciano y el
catalán… los católicos y los protestantes.
El despistado
no acaba de aterrizar; abre la boca para decir algo; misericordiosamente, don
Juan se le adelanta:
—Las
cuestiones religiosas han provocado muchas muertes, las ortográficas casi
también.
—Pero usted
es tolerante.
—En religión
más que en ortografía —dice, y sonríe plácidamente.
A don Juan
hay que conocerlo. El despistado de antes —que quizá tenga un mal día o lleve
ya más copas de las aconsejables— pregunta:
—¿No ha
dicho hace un rato lo contrario?
—El
castellano es una lengua de muchos millones de hablantes gracias, en gran
parte, a la unidad ortográfica. Yo creo que esa unidad es muy valiosa, luego
soy partidario del respeto a la ortografía. Soy también partidario de que en
los restaurantes se coma con cuchillo y tenedor, pero si en su casa alguien
quiere comer a puñados… En el uso privado de la escritura —Twitter, Facebook,
WhatsApp incluidos—, que cada uno haga lo que quiera, sí, he dicho antes. En el
uso público, prefiero que se acaten las convenciones ortográficas, también
prefiero que se acaten las convenciones de urbanidad. Aunque para una y otra
cosa dispongo de amplias tragaderas.
—¿Y qué le
parece lo de la Delegada de Educación en Córdoba?
—Mal, claro:
me parece mal. Pero no por la transgresión ortográfica —ella seguramente no
cometerá nunca esa falta de ortografía—, sino porque revela una manera de hacer
las cosas desganada, chapucera. Alguien, inadvertidamente, cometió un desliz: carece de importancia. ¿Nadie lo revisó después? ¿Ni el propio autor con el corrector
ortográfico? ¿Ni la misma delegada antes de presentarse a los periodistas? Por
esa incuria merece el reproche. Cuándo ustedes se visten para un acto
importante, ¿no se miran varias veces al espejo? ¿No se someten a la inspección minuciosa de sus señoras? ¿No comprueban que la cremallera vaya subida y
centrado el nudo de la corbata?
—Hay quien
no se pone corbata.
—Da igual:
también se mirará en el espejo y cuidará de no llevar la camisa rota o
manchada. Respetará las convenciones de la tribu. Porque todas las tribus tienen
convenciones y algunas, aunque se pretendan rompedoras, las tenemos muy vistas.
—¿Por
ejemplo?
—¿Recuerdan ustedes los besos soviéticos? —apura la copa y no dice más.