domingo, 28 de julio de 2019

Aprendamos a ignorar

En la tertulia todos estamos decepcionados; el conservador también.
—¿Y por qué no os abstuvisteis?
—Por respeto.
—¿Respeto?
—A nuestros votantes, pero sobre todo a los vuestros; ellos esperan —esperaban— con ilusión que seáis —fuerais— capaces de poneros de acuerdo: ¿quiénes somos nosotros para meternos donde no nos llaman?
El rojo no tiene alientos para porfiar:
—Visto así…
—No hay otra manera de verlo. La noche del 28 de abril todos los españoles —unos contentos, otros tristes— nos acostamos convencidos de que habría gobierno de izquierdas y de que duraría cuatro años. Si no lo hay aún no es por culpa de los votantes en general ni de los partidos que perdieron las elecciones, sino de quienes aparecían eufóricos tras haberlas ganado.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Que nuestro amigo acierta. No se puede mendigar al adversario que te saque del atolladero del que tú no has sido capaz de salir.
—No será fácil negociar con Iglesias.
—Debe ser muy difícil. Los podemistas constituyen el prototipo de secta milenarista nacida de una experiencia pentecostal —o sea, mística, alejada de toda racionalidad política— como fue la concentración del 15 M en la Puerta del Sol. De allí salieron inundados del espíritu santo, seguros de que los cielos se hallaban al alcance la mano, de que no habría obstáculo que se les resistiese, y despreciando los votos de los gentiles, a los gentiles mismos. En ello perseveran muchos años después, pese a los chascos y las defecciones: en el fanatismo de pueblo elegido, en la desconfianza hacia los infieles, en la terquedad de mula. El conspicuo espécimen podemista es Raquel Romero. Iglesias, aunque suavizado en las formas, se le parece mucho: si la realidad tozuda de los votos se le opone, peor para la realidad; importa la pureza de la fe. De modo que, en efecto, no será fácil negociar con ellos: ¿se imaginan ustedes a un corintio del siglo I, civilizado, tibio y descreído, negociando con san Pablo?
—¿Entonces?
—Solo cabe aguardar a los herejes, que alguno habrá. O a los milagros.
—Tampoco es usted muy racional…
—En estos tiempos hoscos la sensatez, la generosidad, el equilibrio, la razón, la reflexión quizá se hayan convertido en rémoras para la dicha: aprendamos a ignorar.
—¿Eso nos aconseja?
—Se trata de un verso del romance de sor Juana Inés de la Cruz que empieza proponiendo: Finjamos que soy feliz, / triste pensamiento, un rato.
—¿Y a qué cuento viene?
—A que pudiera ser buena receta para lograr la beatitud y a que el otro día vimos en la Universidad Popular una función que se llamaba, precisamente, Finjamos que soy feliz.
—¿Le gustó?
—Hubo cosas que me gustaron.
—Desmenuce.
—Asistimos al intento de montar una obra de teatro, con textos de sor Juana, mediante el cual la directora pretende hacerle decir cosas que posiblemente ella nunca quiso decir —¿o sí?—, mientras que el actor se resiste a desertar de lo que dijo literalmente. Se trata, por tanto, de teatro dentro del teatro. La obra es compleja y tal vez confusa o equívoca; pide del espectador que conozca bien la vida y la obra de la monja —la poesía lírica, las comedias, las cartas—; que esté al tanto del uso de sus textos en los diálogos —con diferentes propósitos— que mantienen los actores; que posea las claves de determinados feminismos y su jergas —espléndido el lenguaje inclusivo de la directora—, y que se sumerja en el México de hoy, representado distópicamente a través de un noticiero televisivo sumamente agudo.
—¿Demasiado ambiciosa?
—Probablemente. El objetivo es que nos replanteemos el papel de sor Juana en tanto que mujer, culta, escritora, monja y criolla en un mundo frecuentemente inhóspito; que apreciemos su vigencia en el nuestro, no tan distinto de aquel; y que veamos cuáles son las lecturas de la vida y la obra pertinentes hoy. Mucho, desde luego.
—¿El público lo entendió?
—Cabe dudarlo. Cuando nosotros estuvimos el público era de acarreo, y el tifus —así lo dicen los taurinos— muy abundante. Los comentarios que oíamos al salir, aparte de lamentar el calor y la incomodidad de los asientos, expresaban la decepción de quien no comprende algo que le han anunciado como teatro y que no se ajusta a la idea que él tiene del teatro.
—¿Por qué el tifus?
—Porque los organizadores se temerían la ausencia de los cultos y no querrían que la sala quedara desierta.
—¿Le parece bien?
—¿La ausencia de los cultos? Ellos sabrán. En cambio, regalar entradas a cierto público para ciertos espectáculos acaso resulte desacertado: creará más rechazo que afición. No me pillarán en otra, dijo alguno.
—Lo mismo que si se repitieran las elecciones.

domingo, 21 de julio de 2019

'Bello es el riesgo'

Los días del Festival el Marqués está lleno de exquisitos. Mientras dura la invasión, nosotros les cedemos el puesto y escapamos a la penumbra fresca de un bar de la ronda. Los clientes habituales, ajenos desde luego a las selectas pompas de la farándula, juegan al dominó con natural y ruidosa desenvoltura o miran en la tele las cuestas del Tour sin hacernos demasiado caso, aunque nos saludan al entrar con la cortesía indispensable y a don Juan, incluso, alguno con educada familiaridad. En cambio, el camarero, que por exigencias del oficio está atento a fidelizar nuevos parroquianos, sí nos sirve más ágil y quizás más esmerado que a los fijos: recibe en pago justas pullas, las cuales, como no tienen intención de ofender, a nadie ofenden.
Entre que nos acomodamos y ponen los cafés, pienso para mí que estos bares a estas horas son lo mejor de España; se me ocurre la idea de que, si Sánchez e Iglesias hubieran negociado en un bar de pueblo, rodeados de jugadores de dominó y sufridos espectadores del Tour, ya habrían cerrado el trato[1] y convidado al alboroque. Claro que ellos no pisarán sitios así.
La desatinada idea, que callo, me saca momentáneamente de la conversación. Al volver, don Juan muestra un librito cuya filiación —vamos aprendiendo— reconozco enseguida: de la colección Adonáis; me esfuerzo un poco: en la faja pone que ganó el premio de 2018; distingo el título: Bello es el riesgo[2]. Un amigo lo está refutando:
—Será para los jóvenes; a nosotros los riesgos nos estorban: ¿o está usted para aventuras?
—Quizá nos conviniera emprender esta: a muchos los consuela en la vejez.
—¿Aventurarse a los riesgos?
—Al riesgo de creer en el alma inmortal.
Palabras mayores: en la tertulia se hace el silencio; hasta parece que decae la algarabía del dominó.
—Sócrates en el Fedón. Está a punto de tomar la cicuta: porque cree en la inmortalidad del alma, se enfrenta a la muerte con absoluta tranquilidad.
—¿Usted también?
—Confío en tener la muerte más lejos —dice sarcástico—. No se trata ahora de hablar de estas cosas, sino del poemario. Entre Sócrates y Cristo, es decir, entre la filosofía y la fe, la autora traza un libro espléndido, formalmente impecable, denso, emocionante y a ratos irónico. Un libro, además, que lleva a otros a Platón —gran poeta—, a Jenofonte —¡El mar, el mar!: la adolescencia—; o a saberes olvidados: las Tenebræ, por ejemplo, o el Exsultet. Hasta incluye —obligado tributo a la modernidad— un poema de haikus. Y en otro —«Don y oficio»: escueta precisión— cuenta cómo se ha de escribir un poema.
—O sea, que le ha gustado.
—Me ha fortalecido en la fe de la poesía, que no es poco.
—En estos tiempos hay más poesía que nunca.
—La misma. Poesía ha habido siempre en abundancia; buena, poca; mala, a hinchar. Hoy la poesía mala es más visible: nos persigue a todas horas. Y los malos poetas nos acosan tenaces con recitales y libros deprimentes: dan ganas de huir. Gracias a Dios, no faltan poetas, libros y recitales que animan.
—¿Se refiere a Almagro Íntimo[3]?
—Podría.
—¿Estuvo usted? ¿Se coló[4]?
—Llegué a las ocho y diez; la cola no era larga; la seguí pacientemente; vi cómo crecía, cómo los organizadores se inquietaban; entré en mi turno; me puse detrás de unas maestras cuyos alumnos habían dibujado a Gala: exultaban.
—¿Cola en un acto poético?
—Era por el flamenco, no por los poetas convencionales.
—El año pasado trató usted duramente al recital; ¿qué opina de este?
—Ha mejorado. Entre otras cosas, gracias al flamenco: muy bien tocado, muy bien cantado y muy bien recitado: Luz de luna inundó el auditorio de genuina poesía, y El Piyayo, a mí, me devolvió a la infancia: un respeto imponente merecen el que cantó —Raimundo Espinosa—, el guitarrista —Joaquín Ángel Aranda— y Valeriano Gascón, el recitador.
—¿Poetas y poemas?
—De distinta calidad. Buenos los poemas de Galanes; dignos los del resto. Lástima que dos flaquearan: uno, ampuloso panfleto, no hubiera estado mal rapeado, recitado dejó visible la futilidad literaria; el otro, los otros, premiados y todo, los podría haber escrito y cantado Pimpinela. Y sigo pensando que a los poetas se les debería evitar el paso bajo las horcas caudinas de leer en voz alta a los clásicos: por momentos sospeché que —algunos/as— leían mal porque no se enteraban de lo leído.
—¿El homenaje a Gala?
—Saben lo que opino de Gala.
—Entonces, ¿no le convence Almagro Íntimo?
—Habría que aligerarlo y pulirlo.
—O sea: arriesgar —sugiere un amigo.
—Bello es el riesgo.

[1] Hace tres meses que se celebraron las elecciones generales. Todo el mundo dio por hecho entonces que habría gobierno de izquierdas. Sin embargo, todavía no hay pacto. Y mañana comienza el debate de investidura…

[2] Marcela Duque. Bello es el riesgo. Ediciones Rialp. Madrid. 2019. Diez euros.

[3] La tercera edición de Almagro Íntimo se celebró el lunes pasado (15/07/19) en el patio —ellos dicen claustro: a saber por qué— del Museo Nacional del Teatro. El «homenaje» estuvo dedicado a sor Juana Inés de la Cruz y a Antonio Gala. Los poetas intervinientes fueron Juan José Alcolea, Pilar Astray, Alberto Ávila, Ester Bueno, Miguel Galanes, Rafa Psico, Pilar Serrano y Nieves Fernández.

[4] La afluencia sorprendió a los organizadores. Como superaba el aforo, hubo gente que se quedó afuera; sin embargo, parece que a ciertos enchufados les dejaron entrar.

domingo, 14 de julio de 2019

Miguel de Molina y la Reina

Suponía yo que íbamos a hablar de las exposiciones que, por el Festival, hay en diversos sitios. El fin de semana pasado y ayer mañana las visitamos; la de Miguel de Molina me gustó mucho: el montaje, aunque profuso, es bello y eficaz; los materiales, curiosos y bien escogidos; las explicaciones, suficientes y atinadas; y algunas partes —la galería de retratos tapizando una pared entera, acaso inspirada en las que perduran todavía en numerosos bares y tabernas castizos—, evocadora de un tiempo —amarillo ya— que no acaba de fenecer. Lo que no supuse es que la plática se iba a despeñar adonde se ha despeñado.
—¿Qué tiene que ver Miguel de Molina con el teatro clásico? —pregunta un quisquilloso.
—No lo sé: pregúntaselo a don Juan. Imagino que el Museo Nacional del Teatro aprovecha para sacar fondos a la luz, llegar a un público amplio y menos entendido, y así, de paso, darse a conocer.
—Nunca sobra reivindicar ciertas cosas y abominar de otras —suma el rojo.
—¿Reivindicar? ¿Abominar?
—Claro. En Miguel de Molina —cantante de copla, rojo, homosexual, perseguido, exiliado en la Argentina, olvidado— cabe reivindicar la copla como género eminentemente popular que se hizo un hueco entre lo culto: igual que el teatro clásico; la homosexualidad, en una edición en que el Festival se proclama feminista, para recordar que hay más géneros… Y abominar de la época oscura —esa que evoca la galería de retratos, a la que solo le falta el olor a fritanga— en donde se persigue a los homosexuales y a todo el que no cuadra en la normalidad, y los encarcelan, los echan de España, los matan.
—¿Por qué hablas en presente? —pregunta susceptible el conservador.
—Es presente histórico —se entromete un culto.
—Ojalá. Desgraciadamente, en España es presente habitual; Dios quiera que no sea futuro próximo.
—Aquí todo prestigio y fama conducen a Diego de Almagro —observa el cínico.
—¿De qué hablas?
—¿Habéis visto el paseo de la fama? Supervisándolo desde la majestad ecuestre está don Diego de Almagro. A sus pies, los diecinueve ganadores del premio Corral de Comedias son apenas lacayos o aprendices de la fama y prestigio verdaderos: los que se sustentan en la espada.
—Se trata de un inocente photocall para entretener a los turistas, hombre.
—Pero lo han puesto, precisamente, en los jardines del caballo —los niños siempre dan en la diana—, no orientado hacia un bar, ni siquiera a una iglesia: será por algo, que a esta gente tan lista no se le escapa nada.
—No desvaríes, anda.
El rojo vuelve con bríos:
—¿Desvariar? No desvaría en absoluto. Un franquismo áspero, montaraz, terco y envalentonado ha alcanzado las instituciones con todo el desparpajo del mundo; les impone chulescamente el programa a las derechas convencionales; estas se achican; retrocedemos a los toros, a la sexualidad ortodoxa, al índice de libros prohibidos, a los nombres recios, a las mayúsculas. A la Edad Media, al Imperio; o sea, a la España eterna.
Don Juan, que ha oído la conversación en silencio, matiza ahora:
—A la Castilla eterna, querrá decir.
—Castilla hizo a España —se encrespa el conservador.
—Eso creen muchos patriotas españoles a quienes les estorba cualquier ingrediente exótico de un guiso en realidad rico y variado. Creyéndolo así, pudieran estar echándolo a perder.
—Otros pecan del mismo pecado —justifica un ecuánime.
—Obviamente: luego convendría pensárselo un poco mientras quede tiempo.
Aburrido de unas peroratas que parecen no tener fin, alguien intenta cambiar de tema:
—¿Vio usted a la reina, don Juan?
—No me invitaron.
—Pero estará al tanto.
—Me parece bien que venga la reina y que lo haga para favorecer políticas de inclusión.
—Los almagreños la recibieron enfervorizados.
—A mí, accidentalista convencido, casi me ocurrió como a Horcajada: tan extremado fervor, si no vergüenza, me provocó perplejidad. Hubiera preferido un recibimiento menos entusiasta, templado: quizá en esto también hayamos regresado a la Edad Media.
—De las autoridades ¿qué nos dice?
—Voy de asombro en asombro. ¿A qué se debió la ausencia de los concejales de Ciudadanos?: ¿despiste o confesión republicana? Menos mal que Fernández Bravo, el diputado de esta provincia que los representa en el Congreso, anduvo al quite: nos ha explicado detalladamente que la reina le rindió homenaje.
—Una curiosidad, don Juan: ¿dijo Cervantes que el camino es mejor que la posada?
—Pudo decirlo.
—Pregunto si lo escribió.
—Tal vez lo escribiera. Hoy nadie se atrevería a asegurarlo: nadie lo ha visto en ningún libro o documento suyo.
—¿Nadie? El alcalde le atribuyó el dicho resueltamente.
—Gozará de información privilegiada.
—Y el público lo aceptó sin extrañeza.
—Nuevo regreso a la Edad Media: cuanto afirma internet es verdad revelada. Y de libre disposición.

domingo, 7 de julio de 2019

Discursos inaugurales

Don Juan se hace el remolón últimamente. Habla poco y desganado: ¡con lo que él era! Esta tarde, no por darse importancia, le ha costado llegar adonde todos queríamos. Luego, menos mal, se ha embalado.
—¿Acudió usted a la inauguración del Festival? Estamos en ascuas.
—Acudí. Pasé calor.
—Se queja del calor, pero va todos los años.
—Voy porque me invitan: no está bien cometer desaires; porque el acto me gusta, incluso en lo que tiene de cotilleo; y esta vez por oír al ministro de Cultura, que el año pasado, estrenando cargo, leyó el discurso con bastantes ínfulas y muy despectivamente para quien se lo había escrito: anhelaba comprobar cómo se maneja este hombre.
—El ministro no habló.
—Nos quedamos con las ganas, sí, acaso para siempre.
—¿Para siempre?
—¿Quién sabe si él será ministro el año próximo o si nosotros estaremos aquí para verlo?
Alguien ahuyenta los malos presagios.
—Estaremos, don Juan, si Dios quiere. Y ministro habrá, no le quepa duda. O vicepresidenta.
—La vicepresidenta estuvo muy bien.
—Cuéntenos el acto, entonces.
—¿Por dónde empiezo?
—Por las novedades. ¿Las hubo?
—Una nada más: en el escenario solo permanecieron todo el rato Ana Ozores —la premiada—, Elvira lindo, que hizo la laudatio, y el director del Festival, maestro de ceremonias; los demás intervinientes fueron subiendo y bajando.
—¿Aprueba la innovación?
—Por un lado sí: los escenarios superpoblados distraen; por otro no: escrutamos mejor a los que estaban y pudimos comprobar, en ocasiones, el aburrimiento de alguna.
—Ahora, los cotilleos.
—Que la inauguración del Festival es una cosa importante se demuestra en que vienen muchos que pretenden serlo. Vimos al presidente regional del PP arropar a las menguadas huestes almagreñas; vimos a Lola Merino junto a una columna del fondo esperando saludar a alguien o que alguien la saludara; vimos a la alcaldesa de Ciudad Real junto a las máximas autoridades: como si ser la alcaldesa del principal pueblo de la provincia equivaliera a ser la alcaldesa de la provincia al completo; vimos que el alcalde de Valdepeñas presentó en sociedad a su segunda: ¿la hija bien amada en quien ha puesto sus complacencias?; vimos a Rosana Torres, unánimemente respetada; vimos a algunos políticos amortizados; vimos a la intelectualidad local…
—¿No faltó nadie?
—García Page. El presidente regional vino en 2015; no ha vuelto: tendrá cosas que hacer.
—¿Los discursos?
—De circunstancias, como es natural. Hubo cuatro buenos y dos manifiestamente mejorables.
—¿Por qué dice de circunstancias?
—Porque es verdad. Discursos de circunstancias son los que uno pronuncia cuando no hay más remedio; en un contexto que se escapa de su control y está plagado de convenciones; para un público hecho a oírlos y que, en consecuencia, conoce lo que aguarda y dispone de vara de medir… Por acabar pronto: un engorro y una trampa insidiosa en la que es fácil deslizarse hacia el tópico o el ridículo y difícil alcanzar la brillantez.
—Hombre, en medio queda salir del paso con una faena de aliño que no se recuerde durante mucho tiempo, pero que tampoco se pueda criticar.
—Eso hacen los más curtidos. Curiosamente no son muchos quienes se resignan a ello. Así les va.
—¿Cómo les fue?
—Olvidemos al director del Festival; él, como maestro de ceremonias y organizador, goza de libertad para saltarse las convenciones: hizo un discurso notable, útil, bien dicho y con oportuna exhibición de citas literarias, que nunca estorban.
—¿La laudatio?
—Correcta y digna. Quizá echáramos de menos algunos rasgos característicos de la escritura de Elvira Lindo; pero hubo otros que sí apreciamos, más en los ademanes que en las palabras: la naturalidad, por ejemplo, visible en el gesto de mojarse el dedo en la lengua para pasar las páginas.
—¿Los políticos?
—El alcalde, estupendo. Perfecto, de no haber transformado en grave cierto apellido agudo, y muy prestigioso en el mundo del libro.
—¿El presidente de la Diputación?
—El presidente de la Diputación y el consejero de Cultura repitieron discursos que les llevamos oyendo cuatro o cinco años: gastados, de vuelo bajo, pueblerinos, burdamente propagandísticos y largos hasta cansar. Es verdad que han olvidado lo emblemático, pero incurren en las señas de identidad: ignoramos qué es peor.
—¿Conoce el remedio?
—Claro: contratar a un negro.
—Don Juan…
—De acreditada solvencia.
El amigo no insiste:
—¿La vicepresidenta del Gobierno?
—Dijo un discurso espléndido, muy bien estructurado, fluido, profundo, atento a los que se habían pronunciado antes… y sin leer. Recibió muchos y merecidísimos aplausos.
—¿Y la premiada?
—Igual que Elvira Lindo, Adriana Ozores también estuvo correcta y digna. Por otra parte, las dos iban vestidas del mismo color. No logré averiguar si por casualidad o aposta: recompenso a quien me saque de dudas.
—¿Le interesa la moda?
—Recuerde a Terencio: homo sum