Hay días en que la tertulia —por obediencia a la actualidad
o por la enjundia del asunto— parece traer un propósito visible: con las
divagaciones y titubeos inevitables, la conversación discurre más o menos
derecha. Otras veces —lo habré dicho ya— los temas se entrelazan caprichosos,
se dispersan, se olvidan, reaparecen… y me veo negro para levantar acta. Hoy,
por ejemplo:
—La semana que entra —dice don Juan— se cumple un siglo de
la Revolución de Octubre…
—¿En noviembre?
—Cosas del calendario. En esta parte del mundo el primer
calendario moderno y científico lo implantó Julio César el año 45 antes de
Cristo. A César viajar a Egipto le proporcionó, además de un affaire —y
un hijo, según dicen— con Cleopatra, los fundamentos para reformar el calendario.
De todas formas, el calendario juliano no era perfecto: a finales del siglo XVI
llevaba diez días de retraso. Lo afinó más el papa Gregorio XIII, adelantó esos
diez días —santa Teresa murió el 4 de octubre de 1582; la enterraron al día
siguiente, 15 de octubre— y, con ligeros ajustes, es el calendario que usamos
aún. Pero un calendario papista no se aceptó fácilmente en los países
protestantes ni en los ortodoxos: el 25 de octubre ruso de 1917 era en
Occidente el 7 de noviembre. Todavía, por lo menos en lo religioso, los
ortodoxos perseveran: este año celebrarán la Navidad cuando aquí hayan pasado
los Reyes.
—Eso lo sabe todo el mundo, don Juan —interviene un culto—.
Continúe usted con la Revolución, por favor.
—Lo que iba a decir de la Revolución también lo sabe todo el
mundo: que es uno de los mayores chascos de la historia, un callejón sin salida
del que no está siendo fácil salir.
—Hombre, no es lo que opinan bastantes…
—A estas alturas, cualquiera sabe que los diez días que estremecieron al mundo desembocaron muy pronto en una dictadura feroz,
trajeron el imperialismo soviético, provocaron a la larga muchos millones de
muertos, el Gulag, el Holodomor… y condicionaron el futuro de tal manera que
muchos países de la órbita soviética padecen lastres pesadísimos.
—Hubo también héroes.
—Esa es una paradoja irritante —reconoce don Juan— que pone
en relación al comunismo con otras religiones.
—¿El comunismo es un religión?
—Como el cristianismo, por ejemplo. Se diferencia del
cristianismo en que promete el paraíso en la tierra, no en el cielo. Y tanto el
comunismo como el cristianismo han producido héroes de la entereza, de la abnegación,
del desprendimiento, de la solidaridad… Héroes equivocados —y una pizca
fanáticos en cuanto a la certeza de los dogmas—, pero héroes al fin.
—Y liberó al proletariado de la opresión.
—Por poco tiempo; el proletariado comenzó a padecer
enseguida una opresión igual o mayor: la del Partido —con mayúsculas, claro: se
había quedado solo— y su nomenklatura. Curiosamente, los únicos efectos
positivos del comunismo se sintieron fuera de los países comunistas: los
partidos socialistas quedaron vacunados contra toda veleidad revolucionaria —se
convirtieron en socialdemócratas—, y las oligarquías de Occidente, por miedo,
se dieron cuenta de que era preciso ceder y acordar. En cierto modo, eso que
llamamos Estado del Bienestar es una consecuencia indirecta de la Revolución
Soviética. Acaso ahí resida la causa de que al desaparecer la amenaza comunista
las oligarquías capitalistas hayan vuelto por sus fueros.
—Luego es necesaria otra revolución.
—Que la hagan en otro sitio —ironiza el escéptico.
—Los partidos socialistas tardaron en vacunarse.
—Sí. La épica de la Revolución Soviética siguió —sigue,
quizás anacrónicamente— atrayendo. Aquí en España, por ejemplo, la Revolución
de Octubre del 34, sobre todo en Asturias, tuvo tintes claramente soviéticos.
Lo cuenta muy bien —y en muy pocas palabras: dos méritos— Ángel Luis López
Villaverde, paisano de ustedes que publicó hace poco un libro estupendo.
—¿Por qué no nos habla de él?
—Porque sobrepasa con mucho los límites de la tertulia:
comentamos libros que se refieren a nuestro territorio, o libros de poesía, que
ha sido siempre cosa de pocos. Pero les recomiendo con entusiasmo que lean
este: alta divulgación, muy bien organizada, clara, y en una lengua sencilla y
elegante que tiene escaso parentesco con el latín farragoso y árido de
tantos historiadores, y no quiero señalar. Tan solo echo de menos en él un
índice alfabético que facilitara las consultas.
—La Revolución del 34 fracasó —alguien vuelve al hilo.
—Vista desde hoy era una locura. Sin embargo quizá nos deje
alguna lección: el gobierno de entonces abusó de la victoria —sangrienta—;
metió en la cárcel a muchos —a Azaña, a Companys—; y uno de los cementos que
fraguaron el Frente Popular fue el deseo de amnistía. ¡A ver si va a pasar algo
parecido el 21 de diciembre…!
(Ángel Luis López Villaverde. La Segunda República (1931-1936). Sílex. Madrid. 2017. Veinte euros)
(John Reed. Diez días que estremecieron el mundo. Akal. Madrid. 2004. Once euros)
(John Reed. Diez días que estremecieron el mundo. Akal. Madrid. 2004. Once euros)
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