Don Juan llegó ayer tarde con el tiempo justo para la charla
de Cristina Almeida en el palacio de Valdeparaíso; lo acompañé sin demasiado
entusiasmo. Esta mañana también he ido con él a las exposiciones de San Agustín
y la Universidad Popular; hubiera preferido un paseo por el campo o quedarme en
casa sin hacer nada, pero los amigos son los amigos.
Mitigado el aire de rudeza campesina que tuvo en otros
tiempos, Cristina Almeida es ahora una anciana amabilísima a la que cualquiera
ofrecería el brazo para cruzar la calle; otra cosa es que ella lo aceptara. La
voz y el discurso, en cambio, son los mismos de siempre. El auditorio, lleno de
partidarios, sigue la charla como si estuviera en misa: atento y fervoroso. A
mí también me seduce esa manera confianzuda, algo histriónica, de contar las
cosas. Pero cuando toma la palabra un nene engolado y redicho —«Yo soy científico», proclamó urbi et
orbi con ridícula solemnidad— me escabullo discretamente y me vengo a casa
a ver el fútbol.
—¿Dejaste a don Juan solo?
—Él se apaña bien sin necesidad de nadie.
Don Juan sonríe.
—Al menos no deberías confesar en público que abandonaste a
Cristina Almeida por el fútbol. Te tacharán de frívolo o de inculto.
—Acertarán: las dos cosas soy desde hace tiempo. Y no lo
sería menos de haberme quedado, ni lo soy más por haberme venido.
—¿Qué opina usted? —le pregunta alguien a don Juan.
—Que cada uno debe hacer lo que le dé la gana. En cuanto a
Almeida, que dijo cosas muy serias y pertinentes, pero las dijo como
esperábamos que las dijera y gastó en decirlas más tiempo del que era menester.
Por lo demás, me gusta esta iniciativa del Ateneo; ojalá se consolide y tenga
éxito: traer a Almagro personajes relevantes para que nos alumbren algún
aspecto de la actualidad —Cristina Almeida y la situación de las mujeres, por
ejemplo— es cosa conveniente y de agradecer… Yo aprecio mucho lo que hace el
Ateneo; sin embargo —supongo que sin darse cuenta—, tal vez adoben sus
actividades de una liturgia excesivamente tiesa y elitista: quizá por ello no
alcancen el seguimiento que merecen.
—¿Y las exposiciones?
—La de San Agustín, aunque el título —de periodismo
adocenado: La Tribuna de Méndez Pozo
no hubiera titulado peor— y las explicaciones —prosa en zapatillas— podrían
mejorarse, es excelente. Con muy poco dinero, aprovechando bien los fondos del
archivo municipal, y tomándose el trabajo de recorrer el pueblo para localizar
los edificios y fotografiarlos con el mismo encuadre que tenían las fotos del
archivo, han conseguido una muestra didáctica, emotiva y útil. Es emotiva como
lo son todas las fotos antiguas: jirones de tiempo atrapados milagrosamente en
un cartón. Es didáctica porque con la mera contraposición de lo que hubo y lo
que hay nos pone ante los ojos cómo ha cambiado el pueblo en los últimos
cuarenta años. Y es útil porque desmonta el pesimismo irracional de ciertos
almagreños que quisieran vivir momificados en el siglo XVI: en general los
cambios no han sido a peor, simplemente se han adaptado las viviendas a las
nuevas formas de vivir, cosa inevitable desde que el mundo es mundo. En ninguna
parte he visto el nombre del responsable de la exposición; supongo que será
obra de don Eustaquio Jiménez Puga, nuestro amigo el archivero: felicidades.
—¿La otra?
—Lo expuesto es más conocido, pero también merece elogios
quien la haya montado. Se trata de fotos de la plaza desde finales del siglo
XIX hasta nuestros días. Alguna de ellas —¡la de la viajera!— es
formidable; todas son buenas e instructivas. La lección es la misma, hasta
quizá más clara, que la de San Agustín: a pesar de los pesares, Almagro y los
almagreños están ahora mucho mejor que en cualquier otro momento de la
historia.
—¿Don Juan, vivimos en el mejor de los mundos posibles? ¿Se
ha vuelto usted panglosiano?
—De ninguna manera, querido amigo. Muchas cosas del mundo
van mal, incluso tienden a ir peor —mire usted el día que hace, por ejemplo: de
mayo—; pero el pesimismo constante y plañidero de ciertas personas es tan
reprochable como el optimismo bobalicón e ingenuo de otras. El patrimonio
construido de Almagro corre riesgos —más en la arquitectura privada que en la
pública—, y ha habido pérdidas o mistificaciones dolorosas que cualquiera puede
recordar; ahora bien, llorar constantemente por el agua derramada no lleva a
ningún sitio. Mejor es estudiar, identificar los peligros, y proponer maneras
de esquivarlos que no solo beneficien a Almagro, sino principalmente a los
almagreños. ¿O es que alguien quiere un Almagro en el que no vivan almagreños?
—Hombre, don Juan...
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