Aunque está de vendimia —la cuadrilla
de rumanos a pleno rendimiento—, don Juan se ha venido esta mañana para
atender aquí alguna obligación familiar cuya naturaleza exacta me es
desconocida. No será muy grave; llega a la tertulia el primero y de buen humor:
la vendimia es la cosecha más alegre del año, tal vez porque anticipa las
alegrías innumerables del vino, uno de los mejores inventos de la historia
humana.
Sin embargo, la conversación, una vez pasados los saludos y
bromas iniciales, no es alegre: cae enseguida en el cenagal de Cataluña y, sin
salir apenas, se atasca en el pantano de la frustrada moción de censura con su
carga de reacciones desabridas e intemperantes. Don Juan observa y calla;
cuando la conversación languidece en pesimismos, alguien pretende resumirla
estoicamente:
—El ser humano es animal gregario.
Don Juan corrobora, pero matiza:
—Sí: tendemos a agruparnos en rebaños; seguimos ciega y
obedientemente al pastor. Siempre —eso sí— que el pastor no descuide sus
obligaciones.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que sabe todo el mundo: que para mantener al rebaño
unido y en orden hay que alabarle sus buenas cualidades y despreciar las malas
de los demás rebaños, que siempre nos envidian y desean la ruina.
—Y entonces las ovejas, mansas y obedientes al pastor, se
tornan lobos —apostilla alguien.
—El filósofo dijo que somos lobos ya de nacimiento —retruca
el culto.
—Lo natural —continúa don Juan— es, desde luego, formar
grupos cohesionados hacia adentro y hostiles hacia afuera: en eso nos parecemos
a otras especies animales; nos diferenciamos de ellas en que los grupos humanos
pueden estar constituidos por millones de individuos, todos a una dispuestos a matar
y morir por el grupo y el pastor. Con poco que a los pastores se les vaya la mano…
—¿Cómo se les puede ir la mano?
—Aprovechándose de la naturaleza humana: el Partido Popular
ha ganado elecciones excitando el anticatalanismo de los patriotas españoles; el PdeCat o encabeza la independencia o se
extingue. En cambio, lo civilizado —es decir, lo contrario de lo natural— es la
razón, la templanza, la paz, la concordia, la convicción de que todos los seres
humanos son iguales: un camino angosto, áspero, sembrado de abrojos, que a las
ovejas les cuesta transitar y por donde los pastores, perezosos o interesados,
no quieren llevarlas.
—La mayoría de los ciudadanos sí va por ahí, don Juan
—afirma el optimista.
—A veces, pero en cuanto nos descuidamos… En Almagro hay, lo
saben, una asociación de mujeres que se llama Rita Lambert. Rita Lambert —otro
día hablaremos de ella— es un mito que concita, más o menos difusamente, ciertas
ideas de emancipación y empoderamiento femeninos y, por tanto, de
igualdad, libertad, justicia, progreso, etcétera. Es decir, desde afuera y sin
ánimo de ofender a nadie, da la impresión de que el Colectivo Rita Lambert no
es una asociación de amas de casa de las que apacienta Quintanilla.
—¿Adónde va, don Juan?
—El colectivo tiene —faltaría
más— grupo de whatsapp; mi hija pertenece al colectivo; mientras comíamos me ha enseñado una
conversación del miércoles pasado: alguien renvía un larguísimo texto, mal redactado, explicando cómo los moros saquean nuestro sistema de
protección social mientras los pobres españoles sucumben a la indigencia: ¡Hasta
la mora de cincuenta años que no sabe leer ni escribir, ni español ni nada de
nada vive como una sultana a nuestra costa!
—Una caricatura, don Juan…
—Claro; y el texto, mercancía averiada. Pero solo hay dos
personas que respondan, muy bien ambas.
—¿Piensa que las demás son xenófobas? Mi mujer está en el
grupo: puedo asegurarle que no lo es.
—Mi hija tampoco —responde don Juan— y, porque no le entren moscas manchadas de pringue,
ha mantenido la boca cerrada. Yo sé que los españoles en general son inmunes a los
reclamos de la xenofobia; hasta ahora, al menos. Pero también Cataluña
constituía una isla de seny en este país de cabreros…
—¡Nada que ver! —se ofende uno.
—Quién sabe: los microfascismos —micro porque
aún son chicos: ojalá no lleguen a grandes— abundan; anidan en personas que
quizá no sean conscientes de ellos. Y a las patrias las carga el diablo. Yo
tenía en el corazón una libélula como otros tienen una patria, dice el
poeta. Quizá tener la patria en el corazón no esté mal del todo; tenerla en vísceras
menos nobles es nefasto: la patria, en la cabeza si es posible. Si no, en el
bolsillo.
Y nos deja rumiando el enigma.
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