La tarde del viernes fuimos a ver las pinturas del silo, que se
inauguraban o presentaban a la noche. Andando por la calle de Lepanto, don Juan me llama la atención sobre un letrero en el que pocos se fijarán. Lo señala con la mano, pero
mis ojos no están para agudezas; los suyos sí.
—Temblores de verdades,
un verso de Manolita Espinosa.
—¿Lo ve usted?
—Gracias a Dios. Pertenece a un poema sobre el Corral de Comedias,
de metro y rima curiosos, pero no malo. En la pared opuesta está el verso que le sigue, aunque le falta una coma, a mi entender, pertinente.
Evito entrar en detalles técnicos que acaso iniciaran una
minuciosa disertación de la que sacaría poco en claro; prefiero atajar: hago la
pregunta de los legos.
—¿Qué significa?
Amaga una sonrisilla condescendiente.
—En el poema de Espinosa habla el Corral; dice, si no estoy
equivocado, que él esconde temblores de verdades que no pasan y que tienen ojos.
—¿Tienen ojos las verdades?
La sonrisilla ya no es amago: ha perdido el diminutivo.
—Quizá quiera decir que en el Corral —en el teatro— palpitan
verdades humanas esenciales y eternas que a todos nos miran, o sea, nos atañen
y conmueven.
También ahora evito meterme en berenjenales.
—¿Y eso es lo que ha pretendido representar el artista?
—Lo veremos.
Llegamos al Silo; como los peregrinos en la Meca, damos
varias vueltas alrededor. Antonio Laguna, artista
urbano de notable prestigio, ha pintado en las cuatro paredes de la torre motivos más o menos teatrales a cuenta de la cuadragésima edición del Festival.
Me gustan las pinturas, no las entiendo; escarmentado, no pregunto a las claras
qué significan.
—¿Qué le parecen?
—Será difícil pintar superficies tan grandes y con tantos escollos; por eso, las más logradas son las dos más limpias, la norte y la sur; la que da al poniente es confusa; y la que
mira al saliente carece de unidad y abunda en tópicos. Pero la factura y composición son buenas.
En los alrededores se va congregando gente, porque al acabar la presentación e iluminación de las pinturas habrá concierto; nosotros esperamos paseando; tomamos cerveza en vaso
de plástico; vienen autoridades; don Juan saluda a algunas; nos asomamos un
ratillo a los discursos; oímos al artista —«No es Demóstenes», constata don Juan—
explicar la obra; nos retiramos al camino de Daimiel para ver desde lejos las luces. Al
cabo de un rato, vuelvo a la carga.
—¿Qué le parecen?
—Habrá quien diga que son luces de prostíbulo.
Don Juan es delicado y optimista; yo estoy seguro de que, en
caso de decirlo, lo dirán de otra manera.
—Pero ¿a usted qué le parecen? —insisto.
—A mí, ya se lo dije hace unos meses, la desacralización del silo me parece
estupenda. Esta noche, además, han tratado de explicarla. De la iluminación no
me atrevo a opinar todavía; creo que tapa las pinturas y que es demasiado efectista, pero le da al edificio cierto aire cosmopolita y moderno que lava toda la mugre
del franquismo. Y, cuando haya algo que celebrar o lamentar, podrán iluminarlo
a juego, igual que el Empire State o la Torre Eiffel.
Vamos a oscuras, por el otro lado del ferrocarril, camino de
la estación, huyendo del concierto: no veo si hay ironía. Al llegar comprueba:
—Y tiene otra virtud: alumbra el edificio, no el cielo.
—Hay pareceres sobre eso.
—Y sobre todo…
—Quiero decir que a algunos no les gusta la nueva
iluminación del pueblo: que alumbra poco, que solo se ve la parte baja de los
edificios…
—Tal vez, más que pareceres, sean prejuicios genuinamente
humanos; los seres humanos somos conservadores y rutinarios: uno se acostumbra
a una cosa, llega a creer que ha sido así desde el comienzo del mundo y, si se
la cambian, despotrica. Pero hoy la iluminación nocturna ha de
ser eficiente, barata y nada más que la precisa, o sea, cumplir su finalidad
—alumbrar el camino a los viandantes— pensando en el medio y en los bolsillos del
contribuyente.
—¿Y los monumentos?
—Los monumentos de Almagro se concibieron y construyeron en
tiempos en que de noche no había otra iluminación que la luna o el farol que
llevaran los noctámbulos. Si excepcionalmente algunos días del año hay que
iluminarlos como ascuas de luz, bien
está; de ordinario la luz que los alumbre también ha de ser respetuosa
—con el edificio, con sus habitantes y con el medio—, eficiente y barata. Otra
cosa sería ostentación de nuevo rico.
No me atrevo a llevarle la contraria.
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