domingo, 24 de septiembre de 2017

Cuando las Cortes de Cádiz

A don Juan no le gustan los héroes imbuidos de indiscutible y fatal heroicidad; tampoco le gustan las personas que alaban constantemente sus propios méritos y se amohínan cuando los demás no los reconocen como debieran. De la heroicidad de los primeros piensa que quizá no ande demasiado lejos de la villanía; de la jactancia de los segundos, que no estarán tan seguros de sus logros si necesitan constantemente el reconocimiento ajeno. Menos, claro está, le gustan los ventajistas héroes teatrales; es decir, los que arriesgando lo mínimo posible procuran el máximo provecho apuntándose con entusiasmo a cualquier causa que consideren ganadora: si ganan efectivamente, no dejarán de proclamarlo a tambor batiente; si pierden, pronto encontrarán un empedrado al que echarle la culpa. Tampoco profesa ninguna simpatía a los que, desde la comodidad de su sillón, hallan para todo hipotéticas soluciones heroicas, eficaces como la purga de Benito: “Si me dejaran a mí, esto lo arreglaba yo…”
—Don Juan, que nosotros somos de esos —previene alguien con retintín.
—No, querido amigo. Nosotros procuramos pensar antes de hablar y no decir demasiadas tonterías. Además, ni vendemos panaceas ni queremos discípulos.
—Pues anda… —lamenta alguien por lo bajo.
Don Juan, que quizá haya oído, prosigue:
—Esto nuestro es un entretenimiento inocente que, como mucho, será tal vez gimnasia mental y que en todo caso nos dará un pretexto —innecesario, por otra parte— para beber vino en compañía: actividad placentera que no hace daño a nadie.
—Entonces, ¿a qué viene el exordio?
—A que vivimos tiempos confusos: convendría poner jalones que nos evitaran extraviarnos por terrenos peligrosos o demorarnos en otros que carecen de interés.
—Aterrice usted un poco; pónganos ejemplos, por favor.
—Detengámonos en la cuestión catalana, bonal traicionero donde los haya. Rajoy y Puigdemont son buenos prototipos de héroes ventajistas; Rajoy porque lleva años manejando este asunto con miras exclusivamente partidarias y personales; Puigdemont, porque él y su partido juegan a ganarlo todo: nada les queda por perder que no den por perdido. O sea: lo malo para España —signifique la palabra lo que signifique— es que Puigdemont tiene mucho que ganar y poco que perder, mientras que Rajoy, a la mínima equivocación, nos hará perder mucho: daría risa que los paladines de la unidad de España fueran los causantes de su partición.
—Ya estamos perdiendo, en realidad —apunta un sensato.
—Lo veíamos venir, don Juan —corrobora otro.
—Ellos también. Luego, está la gente común: por razones diversas que datan de antiguo, hay un poso de incomprensión entre muchos catalanes y muchos españoles. Rajoy y Puigdemont, como sus antecesores, han removido ese poso cuando les ha convenido; no son pocos los ciudadanos que se han alineado ahora marcialmente en cada bando, aunque sea de boquilla: ¿podríamos pedirles sosiego y racionalidad?
—Es difícil ir contracorriente.
—Claro. Y más si otros ciudadanos con capacidad de influencia, pero sin responsabilidad, les ofrecen salidas sencillas y limpias.
—¿Quiénes?
—Bastantes periodistas, por ejemplo, ignorantes e irresponsables. Y algunos partidos, pescadores a río revuelto.
—Díganos uno.
—Podemos, por supuesto: nada y guarda la ropa; y ofrece soluciones beatíficas que serían estupendas si el mundo estuviera habitado por ángeles. De paso, da la oportunidad a ciertos revolucionarios de salón de sentirse héroes por un rato.
—¿Qué se puede hacer?
—Rezar si saben —dice con sarcasmo—. Si, como yo, confían poco o nada en lo sobrenatural, armarse de paciencia y esperar que a nadie se le vaya la mano.
—Eso es echar balones fuera.
—Lo mejor que se puede hacer si no se sabe jugar la pelota. Coscubiela, uno de los raros que ha estado a la altura de los tiempos, dijo que antes del primero de octubre poco se puede hacer, pero que después habrá que hacer algo.
—¿Qué?
—Por ahora, respetar la ley; cuanto antes, ponerla al servicio de los ciudadanos. Lo que han hecho el gobierno y el parlamento de Cataluña es ilegítimo y antidemocrático, pero responde al sentir de una buena parte de los catalanes —no sabemos cuántos—, que tienen derecho a que se les considere y atienda: Se hizo el sábado para el hombre, no el hombre para el sábado, dijo Nuestro Señor Jesucristo.
—Sí, pero él hacía milagros; mientras que nuestros dirigentes...
—Podríamos pedirles que aspiren a convertirse en estadistas… Hoy se cumplen doscientos siete años de las Cortes de Cádiz. En circunstancias mucho peores que estas, unas decenas de ciudadanos conscientes y responsables se propusieron trabajar por una España mejor: deberíamos tomar ejemplo.
—De poco valió.
—Porque otros ciudadanos, tercos y brutos, estaban empeñados en arreglar las cosas a garrotazos. La garrota —y el garrote tiene aquí gran prestigio como arma de convicción masiva.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Xenofobia y (micro)fascismo

Aunque está de vendimia —la cuadrilla de rumanos a pleno rendimiento—, don Juan se ha venido esta mañana para atender aquí alguna obligación familiar cuya naturaleza exacta me es desconocida. No será muy grave; llega a la tertulia el primero y de buen humor: la vendimia es la cosecha más alegre del año, tal vez porque anticipa las alegrías innumerables del vino, uno de los mejores inventos de la historia humana.
Sin embargo, la conversación, una vez pasados los saludos y bromas iniciales, no es alegre: cae enseguida en el cenagal de Cataluña y, sin salir apenas, se atasca en el pantano de la frustrada moción de censura con su carga de reacciones desabridas e intemperantes. Don Juan observa y calla; cuando la conversación languidece en pesimismos, alguien pretende resumirla estoicamente:
—El ser humano es animal gregario.
Don Juan corrobora, pero matiza:
—Sí: tendemos a agruparnos en rebaños; seguimos ciega y obedientemente al pastor. Siempre —eso sí— que el pastor no descuide sus obligaciones.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que sabe todo el mundo: que para mantener al rebaño unido y en orden hay que alabarle sus buenas cualidades y despreciar las malas de los demás rebaños, que siempre nos envidian y desean la ruina.
—Y entonces las ovejas, mansas y obedientes al pastor, se tornan lobos —apostilla alguien.
—El filósofo dijo que somos lobos ya de nacimiento —retruca el culto.
—Lo natural —continúa don Juan— es, desde luego, formar grupos cohesionados hacia adentro y hostiles hacia afuera: en eso nos parecemos a otras especies animales; nos diferenciamos de ellas en que los grupos humanos pueden estar constituidos por millones de individuos, todos a una dispuestos a matar y morir por el grupo y el pastor. Con poco que a los pastores se les vaya la mano…
—¿Cómo se les puede ir la mano?
—Aprovechándose de la naturaleza humana: el Partido Popular ha ganado elecciones excitando el anticatalanismo de los patriotas españoles; el PdeCat o encabeza la independencia o se extingue. En cambio, lo civilizado —es decir, lo contrario de lo natural— es la razón, la templanza, la paz, la concordia, la convicción de que todos los seres humanos son iguales: un camino angosto, áspero, sembrado de abrojos, que a las ovejas les cuesta transitar y por donde los pastores, perezosos o interesados, no quieren llevarlas.
—La mayoría de los ciudadanos sí va por ahí, don Juan —afirma el optimista.
—A veces, pero en cuanto nos descuidamos… En Almagro hay, lo saben, una asociación de mujeres que se llama Rita Lambert. Rita Lambert —otro día hablaremos de ella— es un mito que concita, más o menos difusamente, ciertas ideas de emancipación y empoderamiento femeninos y, por tanto, de igualdad, libertad, justicia, progreso, etcétera. Es decir, desde afuera y sin ánimo de ofender a nadie, da la impresión de que el Colectivo Rita Lambert no es una asociación de amas de casa de las que apacienta Quintanilla.
—¿Adónde va, don Juan?
—El colectivo tiene —faltaría más— grupo de whatsapp; mi hija pertenece al colectivo; mientras comíamos me ha enseñado una conversación del miércoles pasado: alguien renvía un larguísimo texto, mal redactado, explicando cómo los moros saquean nuestro sistema de protección social mientras los pobres españoles sucumben a la indigencia: ¡Hasta la mora de cincuenta años que no sabe leer ni escribir, ni español ni nada de nada vive como una sultana a nuestra costa!
—Una caricatura, don Juan…
—Claro; y el texto, mercancía averiada. Pero solo hay dos personas que respondan, muy bien ambas.
—¿Piensa que las demás son xenófobas? Mi mujer está en el grupo: puedo asegurarle que no lo es.
—Mi hija tampoco —responde don Juan— y, porque no le entren moscas manchadas de pringue, ha mantenido la boca cerrada. Yo sé que los españoles en general son inmunes a los reclamos de la xenofobia; hasta ahora, al menos. Pero también Cataluña constituía una isla de seny en este país de cabreros
—¡Nada que ver! —se ofende uno.
—Quién sabe: los microfascismosmicro porque aún son chicos: ojalá no lleguen a grandes— abundan; anidan en personas que quizá no sean conscientes de ellos. Y a las patrias las carga el diablo. Yo tenía en el corazón una libélula como otros tienen una patria, dice el poeta. Quizá tener la patria en el corazón no esté mal del todo; tenerla en vísceras menos nobles es nefasto: la patria, en la cabeza si es posible. Si no, en el bolsillo.
Y nos deja rumiando el enigma. 
  

domingo, 10 de septiembre de 2017

Luces y sombras

La tarde del viernes fuimos a ver las pinturas del silo, que se inauguraban o presentaban a la noche. Andando por la calle de Lepanto, don Juan me llama la atención sobre un letrero en el que pocos se fijarán. Lo señala con la mano, pero mis ojos no están para agudezas; los suyos sí.
Temblores de verdades, un verso de Manolita Espinosa.
—¿Lo ve usted?
—Gracias a Dios. Pertenece a un poema sobre el Corral de Comedias, de metro y rima curiosos, pero no malo. En la pared opuesta está el verso que le sigue, aunque le falta una coma, a mi entender, pertinente.
Evito entrar en detalles técnicos que acaso iniciaran una minuciosa disertación de la que sacaría poco en claro; prefiero atajar: hago la pregunta de los legos.
—¿Qué significa?
Amaga una sonrisilla condescendiente.
—En el poema de Espinosa habla el Corral; dice, si no estoy equivocado, que él esconde temblores de verdades que no pasan y que tienen ojos.
—¿Tienen ojos las verdades?
La sonrisilla ya no es amago: ha perdido el diminutivo.
—Quizá quiera decir que en el Corral —en el teatro— palpitan verdades humanas esenciales y eternas que a todos nos miran, o sea, nos atañen y conmueven.
También ahora evito meterme en berenjenales.
—¿Y eso es lo que ha pretendido representar el artista?
—Lo veremos.
Llegamos al Silo; como los peregrinos en la Meca, damos varias vueltas alrededor. Antonio Laguna, artista urbano de notable prestigio, ha pintado en las cuatro paredes de la torre motivos más o menos teatrales a cuenta de la cuadragésima edición del Festival. Me gustan las pinturas, no las entiendo; escarmentado, no pregunto a las claras qué significan.
—¿Qué le parecen?
—Será difícil pintar superficies tan grandes y con tantos escollos; por eso, las más logradas son las dos más limpias, la norte y la sur; la que da al poniente es confusa; y la que mira al saliente carece de unidad y abunda en tópicos. Pero la factura y composición son buenas.
En los alrededores se va congregando gente, porque al acabar la presentación e iluminación de las pinturas habrá concierto; nosotros esperamos paseando; tomamos cerveza en vaso de plástico; vienen autoridades; don Juan saluda a algunas; nos asomamos un ratillo a los discursos; oímos al artista —«No es Demóstenes», constata don Juan— explicar la obra; nos retiramos al camino de Daimiel para ver desde lejos las luces. Al cabo de un rato, vuelvo a la carga.
—¿Qué le parecen?
—Habrá quien diga que son luces de prostíbulo.
Don Juan es delicado y optimista; yo estoy seguro de que, en caso de decirlo, lo dirán de otra manera.
—Pero ¿a usted qué le parecen? —insisto.
—A mí, ya se lo dije hace unos meses, la desacralización del silo me parece estupenda. Esta noche, además, han tratado de explicarla. De la iluminación no me atrevo a opinar todavía; creo que tapa las pinturas y que es demasiado efectista, pero le da al edificio cierto aire cosmopolita y moderno que lava toda la mugre del franquismo. Y, cuando haya algo que celebrar o lamentar, podrán iluminarlo a juego, igual que el Empire State o la Torre Eiffel.
Vamos a oscuras, por el otro lado del ferrocarril, camino de la estación, huyendo del concierto: no veo si hay ironía. Al llegar comprueba:
—Y tiene otra virtud: alumbra el edificio, no el cielo.
—Hay pareceres sobre eso.
—Y sobre todo…
—Quiero decir que a algunos no les gusta la nueva iluminación del pueblo: que alumbra poco, que solo se ve la parte baja de los edificios…
—Tal vez, más que pareceres, sean prejuicios genuinamente humanos; los seres humanos somos conservadores y rutinarios: uno se acostumbra a una cosa, llega a creer que ha sido así desde el comienzo del mundo y, si se la cambian, despotrica. Pero hoy la iluminación nocturna ha de ser eficiente, barata y nada más que la precisa, o sea, cumplir su finalidad —alumbrar el camino a los viandantes— pensando en el medio y en los bolsillos del contribuyente.
—¿Y los monumentos?
—Los monumentos de Almagro se concibieron y construyeron en tiempos en que de noche no había otra iluminación que la luna o el farol que llevaran los noctámbulos. Si excepcionalmente algunos días del año hay que iluminarlos como ascuas de luz, bien está; de ordinario la luz que los alumbre también ha de ser respetuosa —con el edificio, con sus habitantes y con el medio—, eficiente y barata. Otra cosa sería ostentación de nuevo rico.
No me atrevo a llevarle la contraria.


domingo, 3 de septiembre de 2017

La vuelta, qué pereza

El pueblo de mi mujer está lejos, las carreteras son malas: hemos llegado a Almagro después de las dos. Entre que descargas, ordenas, comes, recoges, te sacudes la astenia que empuja a pasar la tarde encerrado en casa soñando, deseando con vehemencia pueril, que algún suceso inverosímil —un milagro, una catástrofe— impida acudir mañana al trabajo… aparezco por la tertulia, llevado en brazos de la inercia, muy tarde, ya bien empezada, cumpliendo desganadamente un rito casi tan insulso como el de la oficina. Hacen sitio amablemente, pero no hablan: el saludo es apenas un gesto, una sonrisa, una inclinación de cabeza: están jubilados, para ellos todos los días son iguales, no recuerdan la desazón anual del comienzo, de aterrizar en el suelo tedioso de los días laborables. Tardo un rato en enterarme de la conversación, la mente todavía opacada por el asombro o la sorpresa del recién despertado: hablan del nuevo curso político, esa pejiguera.
—No habrá moción de censura, veréis —opina alguien.
—¿Cómo lo sabes? ¿Tienes algún topo en el Partido Popular? —ironiza otro.
—No sé nada; me pregunto lo que tantas veces se pregunta don Juan: ¿a quién beneficia?
—Hombre: a los que se monten en el borrico y a sus secuaces.
—No a todos —interviene don Juan.
Lo miran interrogantes; le animan a seguir.
—Desde luego no beneficiaría a los almagreños. La gestión de este equipo de gobierno, discutible, imperfecta, con carencias, supera a muchas de equipos anteriores: ¿es razonable abortar abruptamente una trayectoria más o menos exitosa y permanecer semanas o meses empantanados hasta iniciar otra —cuyas características ignoramos— cuando queda poco más de un año para las elecciones?
—¿Y el asfalto, don Juan? Decían que era un pecado imperdonable.
—El asfalto está olvidado: ni era tan grave ni eran tantos los que se oponían. Ahora hasta parece haber más partidarios que detractores. Aquí, despiste frecuente, hemos confundido opinión pública con opinión publicada.
—¿Quién más no ganaría nada?
—El Partido Popular de Almagro. Desalojando a los actuales gobernantes por una cosa tan nimia como el asfaltado descontentaría a los partidarios, y gobernando con AECA metería al enemigo en casa y daría aire al principal rival.
—Explíquenos eso.
—El principal contrincante electoral del Partido Popular no es el Partido Socialista: electorados distintos casi incomunicados. El contendiente del PP es AECA, esa quimera ideológica —extrema derecha adobada con toques demagógicos y populistas— escindida de ellos y que abreva en el mismo sector social: ¿para qué darles poder sabiendo que sin él acabarán diluyéndose y sus votantes volviendo al partido que abandonaron? Los militantes más inteligentes del Partido Popular en Almagro se oponen, por eso, a la moción.
—¿Y si hicieran las paces y Galán encabezara la papeleta del PP en mayo del 19?
A don Juan la pregunta lo pilla desprevenido. Titubea.
—No lo había pensado —confiesa al fin— ni lo creo probable, pero en política… Ahora bien: ¿tendrían tragaderas tan amplias los militantes y votantes del PP, que sufrieron la traición de Galán en 2015?
—Quién sabe —se espanta las moscas el de la pregunta—. Enumere los beneficiarios.
—Galán, desde luego: en ningún momento ha ocultado la intención de llegar al poder ni ha dejado de intrigar para lograrlo. De rebote, quizá también el Partido Socialista, que se presentaría víctima de una oscura maniobra antidemocrática y de un pacto de perdedores, la muletilla perenne de Maldonado.
—Si esto es así, don Juan, ¿a qué cuento vino el comunicado de la directiva provincial del PP anunciando la moción?
—Nadie está libre de hacer el ridículo de vez en cuando. Quizá los dirigentes provinciales, absortos en el ombligo de la capital, desconozcan lo que pasa en los pueblos. Quizá alguien con capacidad de embrollar los metió en este lío sin que se dieran cuenta.
—¿Por qué insiste la prensa, entonces?
La Tribuna de Méndez Pozo es la única que insiste. Y sabemos de qué pie cojea. Por lo demás, si leen ustedes las informaciones despacio, comprobarán que no hay ninguna información: mero periodismo especulativo que no pretende contar la realidad sino influir en ella. Hemos hablado de esto y hablaremos: no lleva trazas de extinguirse.
—¿Cómo acabará la cosa?
—No lo sé. Si Galán dice en La Tribuna que no pone condiciones, que solo lo mueve el bien de los almagreños, podrían dimitir él y Maldonado, buscar un candidato que no levante ampollas y tantear entonces la moción…
Don Juan sonríe beatíficamente, da un sorbo al jerez, se levanta, coge el sombrero y la garrota…
—¡Dimitir Galán...?
—Los prodigios existen.
Yo me agarro a esto último: ojalá mañana no tenga que ir a la oficina.