A don Juan no le gustan los héroes imbuidos de indiscutible
y fatal heroicidad; tampoco le gustan las personas que alaban constantemente sus propios méritos y se amohínan cuando los demás no los reconocen como
debieran. De la heroicidad de los primeros piensa que quizá no ande demasiado
lejos de la villanía; de la jactancia de los segundos, que no estarán tan
seguros de sus logros si necesitan constantemente el reconocimiento ajeno.
Menos, claro está, le gustan los ventajistas héroes teatrales; es decir, los
que arriesgando lo mínimo posible procuran el máximo provecho apuntándose con
entusiasmo a cualquier causa que consideren ganadora: si ganan efectivamente,
no dejarán de proclamarlo a tambor batiente; si pierden, pronto encontrarán un
empedrado al que echarle la culpa. Tampoco profesa ninguna simpatía a los que,
desde la comodidad de su sillón, hallan para todo hipotéticas soluciones
heroicas, eficaces como la purga de Benito: “Si me dejaran a mí, esto lo
arreglaba yo…”
—Don Juan, que nosotros somos de esos —previene alguien con
retintín.
—No, querido amigo. Nosotros procuramos pensar antes de
hablar y no decir demasiadas tonterías. Además, ni vendemos panaceas ni
queremos discípulos.
—Pues anda… —lamenta alguien por lo bajo.
Don Juan, que quizá haya oído, prosigue:
—Esto nuestro es un entretenimiento inocente que, como
mucho, será tal vez gimnasia mental y que en todo caso nos dará un pretexto —innecesario,
por otra parte— para beber vino en compañía: actividad placentera que no hace
daño a nadie.
—Entonces, ¿a qué viene el exordio?
—A que vivimos tiempos confusos: convendría poner jalones
que nos evitaran extraviarnos por terrenos peligrosos o demorarnos en otros que
carecen de interés.
—Aterrice usted un poco; pónganos ejemplos, por favor.
—Detengámonos en la cuestión
catalana, bonal traicionero donde los haya. Rajoy y Puigdemont son buenos
prototipos de héroes ventajistas; Rajoy porque lleva años manejando este asunto
con miras exclusivamente partidarias y personales; Puigdemont, porque él y su
partido juegan a ganarlo todo: nada les queda por perder que no den por perdido. O sea: lo malo para España —signifique la
palabra lo que signifique— es que Puigdemont tiene mucho que ganar y poco que
perder, mientras que Rajoy, a la mínima equivocación, nos hará perder mucho: daría risa que los paladines de la unidad de España fueran los causantes de su
partición.
—Ya estamos perdiendo, en realidad —apunta un sensato.
—Ya estamos perdiendo, en realidad —apunta un sensato.
—Lo veíamos venir, don Juan —corrobora otro.
—Ellos también. Luego, está la gente
común: por razones diversas que datan de antiguo, hay un poso de incomprensión
entre muchos catalanes y muchos españoles. Rajoy y Puigdemont, como sus antecesores, han removido ese poso cuando les ha convenido; no son pocos los
ciudadanos que se han alineado ahora marcialmente en cada bando, aunque sea de
boquilla: ¿podríamos pedirles sosiego y racionalidad?
—Es difícil ir contracorriente.
—Claro. Y más si otros ciudadanos con capacidad de
influencia, pero sin responsabilidad, les ofrecen salidas sencillas y limpias.
—¿Quiénes?
—Bastantes periodistas, por ejemplo, ignorantes e
irresponsables. Y algunos partidos, pescadores a río revuelto.
—Díganos uno.
—Podemos, por supuesto: nada y guarda la ropa; y ofrece
soluciones beatíficas que serían estupendas si el mundo estuviera habitado por
ángeles. De paso, da la oportunidad a ciertos revolucionarios de salón de
sentirse héroes por un rato.
—¿Qué se puede hacer?
—Rezar si saben —dice con sarcasmo—. Si, como yo, confían
poco o nada en lo sobrenatural, armarse de paciencia y esperar que a nadie se
le vaya la mano.
—Eso es echar balones fuera.
—Lo mejor que se puede hacer si no se sabe jugar la pelota.
Coscubiela, uno de los raros que ha estado a la altura de los tiempos, dijo que
antes del primero de octubre poco se puede hacer, pero que después habrá que hacer
algo.
—¿Qué?
—Por ahora, respetar la ley; cuanto antes, ponerla al
servicio de los ciudadanos. Lo que han hecho el gobierno y el parlamento de
Cataluña es ilegítimo y antidemocrático, pero responde al sentir de una buena
parte de los catalanes —no sabemos cuántos—, que tienen derecho a que se les considere
y atienda: Se hizo el sábado para el hombre, no el hombre para el sábado, dijo
Nuestro Señor Jesucristo.
—Sí, pero él hacía milagros; mientras que nuestros dirigentes...
—Podríamos pedirles que aspiren a
convertirse en estadistas… Hoy se cumplen doscientos siete años de las Cortes de
Cádiz. En circunstancias mucho peores que estas, unas decenas de ciudadanos
conscientes y responsables se propusieron trabajar por una España mejor:
deberíamos tomar ejemplo.
—De poco valió.
—Porque otros ciudadanos, tercos y brutos, estaban empeñados
en arreglar las cosas a garrotazos. La garrota —y el garrote— tiene aquí gran prestigio como arma de convicción masiva.