La mañana es oscura, de nubes bajas, a ratos llueve con
brío; sin embargo, muchos puestos del mercadillo
cervantino perseveran abiertos; los vendedores, sabios y pacientes, miran
al cielo con resignación biológica, con fe asentada en una experiencia de siglos:
escampará. De vez en cuando, el milagroso rompimiento de gloria de un ojo de
sol premia tan tenaz estoicismo, les da ánimos; entonces sacuden los toldos, exhiben
los tesoros más valiosos, llaman a los transeúntes que, de creencias menos
firmes, avivan el paso hacia las casas, las misas, los bares: hacia la
seguridad cobarde del techado. Dura poco la alegría de los ambulantes: el cielo
se encapota enseguida y vuelve a bombardearlos con lluvia inclemente. Así es su
vida; así fue, quizá, la vida de sus antepasados. Por culpa de los chaparrones,
el paseo que damos nosotros también es espasmódico: el sol lo demora y nos
detiene en una multitud de cachivaches heterogéneos y de atracciones que apenas
nos atraen; la lluvia nos apiña bajo las lonas, en el refugio de los quicios de
las puertas y acaba metiéndonos a empujones en un bar atestado. Hacemos un hueco
junto a la puerta, pedimos vino, vemos caer la lluvia sobre las terrazas
inútiles: otra esperanza que se va por los imbornales…
Don Juan, el abrigo y el pelo mojados, piensa en el campo:
—Aunque ustedes no lo crean, aunque les moleste, la lluvia
es buena.
—Pregúnteselo a los vendedores —ironiza uno.
Don Juan, que sigue a Mairena en esto de exprimir los
refranes y dichos comunes, cae en lo previsible:
—Nunca llueve a gusto de todos, dice el refrán. Pero se
refiere al momento de la lluvia, no a la lluvia misma. La lluvia es la máxima
generosidad de la naturaleza; también para ustedes: recorriendo intrincados recovecos,
esta agua que ven caer se derramará luego sobre sus cabezas en la ducha de
todos los días. También para los vendedores: antes por lo menos vendían más si
los agricultores habían tenido buena cosecha.
—Bebamos vino para celebrar el agua —dice el de antes.
Bebemos. Alguien pregunta:
—¿Y a qué viene lo de cervantino?
¿Qué tiene que ver esto con Cervantes?
—Tiene que ver con la condición humana. En las ciudades
sumerias, hace cinco mil años, había mercados como este. Cuando fui por primera
vez a Nueva York, a pesar del cine, a pesar de los libros, todo me causaba
pasmo: menos el mercadillo de Union Square. El mercadillo era igual que
cualquier otro en un sitio cualquiera de la tierra. Y los vendedores han sabido
aprovechar muy bien las ocasiones para colocar sus productos: romerías,
fiestas, partidos de fútbol, celebraciones religiosas. Pocos gremios han
demostrado tanta capacidad de adaptación. Cervantes es un pretexto formidable.
Y estoy seguro de que a él no le disgustaría: él entendió estupendamente la condición
humana.
—Pero ¿a usted no le parece un poco irreverente? ¿No cree que
las autoridades deberían apoyar otras cosas?
—No sé lo que deberían apoyar las autoridades: que hagan lo
que quieran. Pero sí sé que Cervantes fue un hombre común que llevó una vida más bien baqueteada, siempre a punto de despeñarse hasta la indigencia; que
trató con arrieros, trajinantes, buhoneros… se los encontró en caminos y
ventas, conocía bien las penas que pasaban, su forma de hablar, el género que vendían,
las añagazas con que engatusaban al público; Cervantes frecuentó los mercados callejeros de Sevilla, de Córdoba, de Toledo... Precisamente en la alcaná de Toledo encontró
el manuscrito del Quijote: lo
confiesa él mismo en el capítulo IX de la primera parte.
—Hombre, don Juan, eso es un recurso literario.
—¡Quién sabe! Lo que no cuenta Cervantes es que encontrara el
manuscrito en una biblioteca universitaria o en un archivo catedralicio.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Que Cervantes tuvo más trato con esta gente que con
los doctos oficiales y que aprendió
muchísimo de ellos. Si resucitara, se sentiría más cómodo aquí que en una
ceremonia académica o en un congreso de cervantistas. Y no olviden ustedes que
los actos académicos, los congresos, los seminarios, los simposios, son también
mercadillos.
—¿Mercadillos?
—Por supuesto. Y no de los más limpios. Se venden en ellos
muchas mercancías averiadas o faltas de peso; las romanas y varas de medir no siempre son de ley; y las engañifas para colocar el
propio producto... De modo que Cervantes preferiría echar un rato de
conversación en estas calles antes que verse adorado por la caterva de cultos que hoy comen de él.
Si lo dice don Juan, que conoce el paño, verdad será.
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