domingo, 1 de julio de 2018

Jesús Millán

No hemos visto el fútbol, no; hemos estado hablando de Jesús Millán. Lo conocíamos poco: apenas dos o tres conversaciones breves en todos estos años y media docena de chatos en la plaza con amigos más o menos comunes, más o menos próximos. Habíamos visto su obra, eso sí, casi siempre en bares: en el Ágora, en el Patio de Ezequiel, en Carmen Carmen. Una mañana de sábado, a mediados de mayo, acudí con don Juan al Centro de Arte a visitar la última —casi póstuma— exposición, que tanto le había ilusionado, según decían; invertimos una hora larga andándola y desandándola, tratando de encontrar y seguir algún hilo —cronológico, técnico, temático— en aquel laberinto que enfrentaba al espectador con los cuadros sin intermediario ninguno. Quizá al día siguiente hablamos de Millán en la tertulia, pero las urgencias políticas impidieron que yo les ofreciera a ustedes el resumen de la charla: bien lo lamento. Un amigo trata de aliviarme la culpa:
Tú lo apuntas todo: echa mano al cuaderno y cuéntales a los misericordiosos lectores lo que don Juan nos dijo.
—No sería igual.
El amigo se desliza peligrosamente hacia el cinismo:
—Sería muchísimo mejor. Rescata las apuntaciones, rehógalas con una pizca de sentimentalismo melodramático, ponles unas gotas de melancolía, espolvoréales algo de rebelión ante la injusticia de la muerte, mézclales bien un tonante panegírico de la vida libre, luego las aliñas con acerbos denuestos de las convenciones sociales, las presentas en el azafate de las elegías, se las dedicas al difunto esté donde esté… y te sale una necrológica —u obituario, que dicen ahora— de rechupete.
A don Juan, viejo como es, no le hacen gracia estas cosas:
—La muerte es un negocio muy serio: la última página, la que explica y da sentido a toda la novela de la vida. Por eso —me mira a mí, pero se dirige al amigo desahogado—, ante ella la relevancia de cualquier juicio previo, frívolo o ecuánime, queda abolida o, al menos, seriamente matizada. O sea, todo debe ser dicho de nuevo.
El amigo recula, aunque se defiende:
—Hombre, don Juan, tampoco es para ponerse así. Bien sabemos la seriedad de la muerte, pero también sabemos que, desde que existen las redes sociales, sobre la muerte ajena se dicen muchas tonterías, y muy engoladas.
—Todas las muertes sobre las que podamos lamentarnos son ajenas, querido amigo. Y tonterías se dicen las mismas que antes aproximadamente.
El amigo no ceja:
—Se publican más, desde luego; y, cuando hablo de muerte ajena, me refiero a las que salen del círculo íntimo. A propósito de la muerte de Millán hemos leído grandes dosis de tópicos muy previsibles.
—Y a propósito de todas las muertes. Con objeto de mitigar el dolor y digerir el desconcierto con que la muerte irrumpe en nuestras vidas, las sociedades han establecido pautas rituales de comportamiento sumamente eficaces que alivian, orientan y ayudan a sobrellevar la desgracia. ¿Que, a fuerza de repetidos, tales comportamientos se vuelven rutinarios? Naturalmente, pero la utilidad es la misma; y, además, pueden irse renovando poco a poco. Piense en la innovación que, ayer tarde, supusieron los tanatorios, y en cómo han alterado costumbres mortuorias que venían de siglos.
Pasa a menudo en la tertulia: se van por las ramas; trato de que bajen:
—¿Qué decimos de Millán?
—Del ciudadano Millán, una vez muerto, nada tenemos que decir. Llevó la vida que quiso o la que las circunstancias le impusieron; fue pieza importante en un cierto paisaje almagreño; dentro de unos meses nos acordaremos de él como quien recuerda a Chindasvinto… En cambio, en el pintor Millán acaso quepa demorarse.
—Demórese.
—A pesar de una técnica rudimentaria, a pesar de no haber dispuesto de excesivos medios, y, quizá también, a pesar de una forma de trabajar escasamente disciplinada, Millán fue un pintor notable y original que se manejaba bien con el color y menos con el dibujo, y que logró transmitir emociones muy vivamente. A mí, más que los grandes murales —enfáticos y repetitivos—, me gustan las obras de pequeño tamaño. Por ejemplo, la que acompañaba a un poema de Miguel Ángel Bernao en el II Salón del Poema Ilustrado.
—¿Algo más?
—Que no conviene confundir la vida del artista con su obra. La primera pasa; la segunda, si lo merece, dura. Y que no hay vidas más artísticas que otras.
—Don Juan, Pero Grullo opinaba lo mismo.
—Estupendo. Ojalá fuéramos más para repetírselo a los jóvenes constantemente. Mientras lo aprenden, volvamos a la obra de Millán, y esperemos que alguien capacitado quiera ponerse a estudiarla.
Y brindamos por Millán.

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