Don Juan nos invita hoy a comer en Navaltizón por el santo.
—Antes —dice— los santos se celebraban más que los cumpleaños.
—¿Por qué?
—Supongo que por diversas razones: sociedad religiosa, nombres que indefectiblemente provenían del santoral. En muchos casos, el nombre se heredaba, de modo que celebrando a Juan se celebraba también al padre o al abuelo; en otros, el nombre era el del santo del día, así que cuadraba con el cumpleaños. Pero no me hagan caso: antropólogos habrá que hayan estudiado el asunto.
—Los antropólogos tienen tareas de mayor enjundia.
—Esta también es importante. Los nombres nunca se han puesto al tuntún. Los padres de la nueva criatura —y antiguamente también los padrinos y la familia— dedican tiempo a pensar el nombre; en él proyectan sentimientos, convicciones o anhelos conscientes o inconscientes cuyo estudio nos informaría mejor sobre los individuos y las sociedades que otros datos inanes con los que nos apedrean los periódicos de vez en cuando.
—¿Qué nos dicen?
—No lo sé: no soy antropólogo. Pero repare en que todavía quedan ancianos que se llaman Germinal o Floreal: tenga por seguro que nacieron antes de 1939 y que sus padres no fueron partidarios de Franco; tenga por seguro también que alguna vez les afearían el nombre durante el franquismo.
—En eso no se fija nadie, don Juan.
—En Almagro, a comienzos del XXI, a lo mejor no se fija nadie: ojalá. Pero hace cinco siglos se fijaba todo el mundo: de ahí que los hijos de los conversos —moriscos o judíos— recalcitrantes tuvieran un nombre para la casa y otro para la calle. Y en el País Vasco de los años de plomo no era inocente que un Rodríguez le pusiera Karmele a su niña en vez de Carmen, que se llamaba la abuela del Moral. Acaso en Cataluña ocurra lo mismo.
—Pero hay Aitores o Nurias en Almagro…
—Será por algo, no lo dude, aunque a nosotros se nos escape la causa.
A mí las disquisiciones onomásticas me interesan poco. Sintiendo el peso del sol en la cabeza, voy a la alberca, umbría bajo la copa inmensa de la noguera; arranco una hoja y me empapa el olor de las travesuras infantiles: ganas me dan de meterme desnudo en el agua; para que no me digan loco, me conformo con oírla correr hacia el huerto del casero; miro el cielo blanco, casi del color del rastrojo, en la línea del horizonte; pienso con aprensión en las complejidades de la vida, en el tiempo que huye. Cuando me llaman para el aperitivo, acudo mustio y dócil. El tema de la conversación no anima: siguen escarbando en los nombres.
—Entre otras cosas, los nombres son un rasgo de identidad: indican la que se tiene o a la que se aspira. Y, frente a otros, ofrecen la ventaja de que, dentro de un orden, se pueden elegir. Es decir, no vienen impuestos casi obligatoriamente y para siempre como los apellidos o las costumbres alimentarias. En situaciones de identidad conflictiva —o sea, cuando pertenecer a determinado grupo puede acarrear inconvenientes o ventajas—, los padres juegan la baza del nombre a favor del hijo. Incluso el propio individuo, si lo considera oportuno, cambia de nombre más o menos drásticamente.
—Ponga ejemplos.
—Que unos padres españoles le pongan a su hijo el nombre del protagonista de cierta película es mera seña de inocente esnobismo. Para un turco de nacionalidad búlgara la cosa es ya algo más complicada; alguien que nació Máximo en una comarca castellanohablante acaso tenga razones poderosas para cambiar a Màxim en algún momento… En Europa se aprecia un resurgir de las identidades como sujetos políticos: quizá no tarden las leyes que indiquen a los padres los nombres preferibles y los proscritos.
—No exagere, don Juan.
—No exagero. Veo señales ominosas: se está pasando de las palabras a los hechos con demasiada rapidez: en Polonia, en Hungría, en Austria, en Italia. El fascismo asoma las orejas.
—Don Juan…
—Salvini llama carne humana a quienes tratan de cruzar precariamente el Mediterráneo; dentro de poco los llamará carne; y, a continuación, basura: que haya algo más de basura en el mar no alarmará a nadie. El mismo Salvini se lamenta de no poder expulsar a todos los gitanos de Italia, pero los va a censar. ¿Para qué? No es preciso hacer un gran esfuerzo de imaginación para saberlo. Y los italianos, tan contentos: aclamándolo.
—Hombre, algunos se opondrán…
—No demasiados.
De regreso, me quedo adormilado en el coche. Sueño que todos los italianos se llaman Benito.
De regreso, me quedo adormilado en el coche. Sueño que todos los italianos se llaman Benito.