Parece que se convertirá en tradición: el año pasado también vinimos a comer con don Juan a primeros de agosto. Pero ayer hubo una
diferencia: primero llegamos los hombres, casi al amanecer, como
cazadores o deportistas intrépidos; y, poco antes de la comida, las mujeres,
metidas en charlas que empezaron hace un buen rato en Almagro y todavía duran
frescas cuando nos sentamos a la mesa. Esta nuestra es una tertulia
tradicional, anticuada —quizás algo machista también—, de hombres solos; las
esposas se unen unos cuantos días al año, con ocasión de solemnidades o
celebraciones; por eso su charla es jardinería, exuberancia domesticada, y la
nuestra monte hirsuto cuyas dulzuras vienen escondidas entre la aspereza
silvestre.
—Llaneza, Sancho, que
toda afectación es mala —dice alguien con sorna.
Llaneza. Tiene razón el amigo: no replico. La llaneza —decir
las cosas de la manera más clara y comprensible— es un ideal de expresión que
a muchos españoles nos queda bastante lejos. Miren, por ejemplo, estos días a
los responsables políticos y a quienes hablan y escriben de política;
pregúntense qué han dicho: nada, palabrería. Tomo nota, pues, y no me molesto
en explicar las metáforas.
Hemos madrugado porque don Juan nos va a enseñar la finca y
sus contornos. Estamos vestidos propiamente: de Decatlhon varios. El día es
limpio, fresco aún. Salimos de la casa, cruzamos la era y tomamos un camino
hacia el este que pasa junto al huerto. Nos saluda el casero —noto un poquillo
retintín—; riega tomates y judías con el agua de la alberca, clara y
rumorosa, serpenteante a los pies de las plantas; él la dirige, azada en mano, abriendo
o cerrando regueras como hace siglos, con llana y sencilla perfección. El
camino atraviesa un rastrojo de muchas hectáreas, esparcido de alpacas grandes, redondas, envueltas en plástico blanco. Un hato
de ovejas pasta entre ellas. En una ladera suave está la viña vieja, de cepas
en vaso, con uvas grandes ya y abundantes. Y, luego, el olivar: olivas de tres
o cuatro pies, enormes y espaciadas. Del olivar al monte abruptamente. Nos
apartamos del camino y, por veredas estrechas, vamos hacia el sur subiendo una
cuestecilla entre marañas de coscoja y encinas grandes y recias. En lo alto del
cerro paramos a descansar y a reponer fuerzas. Don Juan nos ilustra: el monte y
la labor, las sierras y llanuras, los caseríos de algunas fincas grandes como
pueblos, la mancha azul del pantano de Peñarroya… Al volver pasamos por un sabinar umbrío, bosque sagrado y sobrecogedor. El sol calienta firme cuando
llegamos a la casa. Nos bañamos en la alberca, nos vestimos, hablamos
atropelladamente a la sombra del nogal.
—Vive usted bien, don Juan.
—Vivo bien, sí; pero ¿cuánto me queda?
Don Juan goza de buena salud; sin embargo, últimamente
padece ciertos achaques que le obligan a soportar los prolijos y molestos protocolos de la medicina moderna.
Cuando uno no ha pisado nunca un hospital y, muy de tarde en tarde, una
consulta, los médicos y sus tecnologías abruman y encogen, desde el mismo
vocabulario. Aunque don Juan es hombre racional y conoce las ventajas de la
sanidad que tenemos, por primera vez en la vida piensa en la muerte: no en la
muerte de los demás ni como misterio insondable de la existencia. No: en la
muerte propia y su previsible prólogo de renuncias, dolores y humillaciones.
—Tiene usted una salud de hierro —intentan distraerlo con el
tópico.
Don Juan no pica:
—Tengo buena salud afortunadamente. He resistido la caminata
mejor que algunos. Pero me acerco a los ochenta años y sé que todo ha de ir a
peor. No me asusta la muerte; me aterra la incapacidad. Más que el dolor.
—Eso nos pasa a todos: todos querríamos acostarnos una noche
y no despertar.
—Claro. Y a la mayoría le llega la muerte
demasiado tarde.
Vienen las mujeres; entra con ellas la alegría de la vida en presente: de la vida que elude la certeza del fin. Tomamos el aperitivo. Comemos. Subimos a la
biblioteca donde nos esperan copas y cafés. En la biblioteca hay menos libros que el año pasado.
Cuando don Juan hizo la última limpieza se desprendió de muchos: los repetidos
y los que no pensaba volver a leer. Mientras los demás charlan tranquilamente,
don Juan me lleva aparte; abre un armario; me enseña una maleta mediana, de
cuero, pasada de moda.
—Esto es para usted.
—¿Para mí?
—Hay libros y papeles. Lléveselos cuando le parezca, pero
antes de que me muera. Usted verá lo que hace con ellos.
—Más adelante —digo sin saber qué decir.
Y desde ayer no pienso en otra cosa. ¿Cuánto duran las tradiciones?
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