Porque somos viejos miramos hacia
atrás. Hoy, por ejemplo, Buenaventura Durruti, José
Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco han acaparado casi toda la
conversación. Ninguno de los tres goza de las simpatías de don Juan, que nos
detalla prolijamente sus numerosos defectos y pocas virtudes.
—Son fruto de su tiempo —apunta alguien misericordioso.
—Todos somos fruta del
tiempo, pero no de la misma calidad: la hay deliciosa, insípida, amarga y
hasta letal; estos tres, cada uno a su manera, fueron venenosos: Durruti, un
pistolero que recuerda demasiado a Silva Sande. José Antonio, el señorito
fascista obnubilado por la retórica. Y Franco, dictador mezquino que hizo de su vientre un dios.
—Los tres tienen todavía partidarios —continúa el mismo.
—Por desgracia. Hay demasiados españoles dispuestos a adorar
dioses perversos. No sé si será una patología castiza, pero merecería la pena
estudiarla para hallar remedio.
—Nos falta educación —dice el biempensante.
—En todas partes cuecen habas —matiza el escéptico.
—En todas partes cuecen habas —constata don Juan—. La
educación, pese a lo que proclaman pedagogos y predicadores, puede mejorar o
empeorar a algunos individuos, pero su influencia en las sociedades es escasa: cambia la educación cuando cambia la sociedad, no al revés.
Don Juan, aunque el resultado de los análisis —que nos comenta de pasada— es bueno,
parece hoy pesimista. Yo, quizá por lo oscuro de la tarde, siento latigazos de
melancolía que me exilian de esta conversación, siempre idéntica, oída muchas
veces: los males de España. Afortunadamente, pronto hablan de Trump, compendio de
los males de la tierra. Don Juan se detiene en la renuncia al sueldo:
—Los políticos, igual que todo el mundo, deben cobrar por lo
que hacen. Quienes sostienen lo contrario o pretenden cobrar por otro lado o
quieren que en la política solo estén los ricos.
—Lo mismo dice aquí Lola Merino —apunto.
—¿Dolores Merino? ¿La de la plataforma pro aeropuerto de
Ciudad Real? ¿La de las mujeres rurales?
—pregunta don Juan, que no está al día de la pequeña política.
—Una de las mujeres
rurales; la otra es Quintanilla —le aclaro—. Lola Merino, que lleva
muchísimos años cobrando de una organización sostenida casi exclusivamente con fondos públicos, es partidaria de que los diputados regionales no cobren. Lo
mismo que Trump.
—Me alegra que aquí haya precursores de las grandes ideas —ironiza
y prosigue—. Trump, además de multimillonario, es un cínico demagogo
especialista en la evasión de impuestos. Si quiere dar ejemplo y hacerles
justicia a los norteamericanos, que los trate como adultos: es decir, que les
pague lo que les debe, intereses incluidos, y que les cobre lo que corresponda
por el trabajo de presidente a partir del 20 de enero.
—Se lo cobrará, ya lo veremos —insiste el escéptico.
—Por supuesto; y los cándidos que lo han votado, tan contentos.
—De Lola Merino ¿qué nos dice?
—Nada: no la conozco. Pero hay en España —supongo que
también en los demás países— mucha gente viviendo del dinero público sin que
sepamos si se lo merecen.
—¿En qué quedamos, don Juan?
—Quedamos en que los cargos públicos deben estar retribuidos
adecuadamente; de lo contrario, acudirán a ellos tan solo los que no saben
ganarse la vida en otro sitio o los que aprovecharán el cargo para servirse de
él. La profesionalización de la política no es ni mala ni buena: hay que mirar
caso por caso. Pero los ciudadanos debemos saber que nadie que haya demostrado
capacidad profesional fuera de la política vendrá a ella si no se le paga lo
que le corresponda. Por otro lado, tampoco debemos alimentar paniaguados
que no sepan más que adular a quien los tenga protegidos.
—¿Cómo se hace?
—Cada ciudadano, en su vida privada, sabe perfectamente cómo
se hace: si necesita un fontanero que le arregle la calefacción, paga al
fontanero cuando, de verdad, le arregla la calefacción. Ni le paga la promesa
de que le arreglará la calefacción ni convida a comer a los amigos del
fontanero. En lo público ha de haber mecanismos de vigilancia y control que
consigan lo mismo.
—¿No confía en la honradez de gente?
—Les he dicho muchas veces que los seres humanos estamos
todavía muy cerca de los animales, que la humanización no ha terminado.
Mientras termina, es decir, mientras la educación —sonríe irónicamente— no
remedie los muchos defectos de fábrica que traemos, no está mal que el miedo
guarde la viña.
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