Aunque de natural ecuánime y sosegado, don Juan cede en ocasiones a arranques súbitos —prontos, los llama un amigo— que no dejan de producirme asombro. Pensaba yo que seguiría tranquilamente en Navaltizón entregado a la vida monástica, invisible hasta que en unos días comience la vendimia, cuando el jueves último me llama a media tarde para decirme que está en Almagro, que ha venido a oír el pregón de la feria, que si voy con él.
—Los pregones son un aburrimiento, don Juan: siempre la misma retahíla de anécdotas pretendidamente graciosas y el mismo cuento de lo felices que éramos cuando éramos niños felices.
—Con demasiada frecuencia, sí, los pregones se encargan a paisanos que han alcanzado alguna relevancia en cualquier ámbito de la vida —sea en el ajedrez o en la navegación aérea—, pero cuyo trato con la literatura es lamentablemente escaso: grave imprudencia de quienes organizan estas cosas. Por suerte, hay excepciones.
—Pocas. Los pregoneros leídos tampoco se apartan de la vereda: ¿quiere que le resuma el de esta noche?, ¿el del año que viene?, ¿el de 2100, si para entonces queda alguien por aquí?
—No es preciso. La pieza literaria que llamamos pregón responde a una serie de convenciones que la hacen previsible: agradecimiento, inmerecido honor, alabanza de la reina y damas, evocación de san Bartolomé, unos granitos de historia, una pizca de tradiciones familiares, espolvoreo de nostalgia, invitación al jolgorio… Cierto: ¿y qué? Más rígido todavía es el esquema del soneto o el de las novelas policiales, y en unos y en otras hay piezas exquisitas y otras deleznables: depende de la pericia del autor. Estoy convencido de que el pregón de este año será exquisito.
—¿Cómo lo sabe?
—Conozco al pregonero.
—¿A Dioni Roldán? ¡Si no lo ha visto nunca!
—Dionisio Roldán es amigo del Facebook.
—¡Cuánta familiaridad!
—Suficiente. Por el Facebook sé que es hombre de buen humor, sociable, abierto, generoso, acogedor, sencillo, educado, instruido, nada ácido, amante de los placeres de la vida… Y en Facebook he visto sus progresos como poeta: empezó siendo un coplero más o menos ocurrente con notables carencias técnicas, y ha ido aficionándose, aprendiendo, leyendo… En un territorio donde tantos creen saberlo todo por ciencia infusa, Roldán es humilde: conoce sus limitaciones y está empeñado en reducirlas.
—Ha publicado un libro.
—Que me ha gustado. Al pregón acudo principalmente por él.
—¿Por el libro? ¿Debo leerlo?
—Léalo: no perderá el tiempo. El libro es un romancero de temas locales que van desde la historia remota a los ecos de sociedad recientes, pasando por algunos de los asuntos esenciales de la identidad almagreña, sea eso lo que fuere. Los romances son técnicamente correctos; el lenguaje es rico, vigoroso, agudo, con relámpagos de original invención y huellas bien seguidas —es decir, no de manera servil— de romancistas acreditados. Se le notan lecturas y aplicación; y se le ven cualidades naturales, una voz personal fácilmente distinguible y talento. Es mucho a estas alturas, pero confío en que llegue a ser más.
—¿No han pasado de moda los romances?
—¿Importa? La moda no es por sí sola un indicador fiable de calidad poética; además, el romance constituye el molde más fecundo y versátil de la poesía popular. Escogiendo el romance como cauce, Roldán se coloca muy conscientemente donde quiere estar y se plantea un reto valiente, porque escribir romances malos está al alcance de cualquiera; ahora, escribirlos buenos es harina de otro costal.
—Me ha convencido.
Fuimos al pregón. El Corral estaba abarrotado: nos costó trabajo encontrar sito. A mí el preámbulo me resultó vagamente arcaico; no dije nada porque don Juan no le quitaba ojo al escenario. Cuando subió el pregonero se hizo el silencio. Iba vestido estudiadamente casual: chaqueta y pantalón claros, camisa blanca sin corbata. Empezó algo nervioso; se asentó enseguida. El pregón fue brotando natural, emotivo, bien dicho, bien actuado, mezclando hábilmente la prosa con el verso, y dedicando guiños eficaces a cada uno de los tipos de público. Duró alrededor de media hora; o sea, lo justo. Al acabar hubo aplausos entusiastas y largos: un éxito.
Nos salimos pronto, buscamos un bar tranquilo donde tomarnos unos chatos.
—¿Qué le ha parecido?
—Muy bien, don Juan: me alegro de haberle acompañado.
—Habrá visto que incluso de una cosa tan convencional como el pregón de la feria se puede hacer una obra de arte; habrá visto también que no le mentía sobre las cualidades de Roldán, a las que desde este momento añadiré otra antes desconocida para mí: tiene espléndidas dotes de actor y una claque numerosa y entregada.
—Y se atreve con los sonetos, don Juan.
—Avanza rápido, ya le digo.
(Dionisio Roldán Fernández. Almagro en mí. Detorres Editores. Córdoba. 2018. Diez euros)