domingo, 19 de agosto de 2018

París y Praga

Vive don Juan encerrado en Navaltizón estos días de mediados de agosto en que muchos retozan practicando el turismo activo, una moda, y otros gastan las horas tumbados panza arriba en las playas, moda igualmente, más antigua y duradera. Aunque ni lo uno ni lo otro le entusiasma en exceso, no será él quien critique los esparcimientos del prójimo: allá cada cual con sus caprichos. Don Juan los tiene, y recios: en Navaltizón pasa la mayor parte del tiempo solo, sin hablar con nadie, entretenido con las caminatas por el campo al amanecer y las lecturas el resto del día.
Lo llamé esta mañana para preguntarle por la salud. Me dice que la salud bien, gracias a Dios, y que la vida, gracias a Dios también, sin mayores sobresaltos.
—Mucho mienta usted a Dios, don Juan. ¿Se va a convertir?
—Ni Dios lo quiera. Es una manera de hablar aprendida en la infancia que no hace mal a nadie.
—Pues los progresistas no opinan lo mismo.
—Ellos sabrán. Mientras no manden y lo prohíban —que lo prohibirían— hablaré como me plazca.
—Dicen que es retrógrado expresarse así; que perpetuará estereotipos, supersticiones, incluso formas de opresión tradicionales más o menos violentas.
—Exageran. Una lengua, por supuesto, revela la cultura del conjunto de los hablantes e impregna de ella a los que empiezan a hablarla; la cultura cambia con el tiempo y cambia la lengua; en el proceso de cambio van quedando orilladas palabras o expresiones cuyo significado se deslíe: sobreviven como muletillas o frases hechas que quizá para los estudiosos signifiquen algo, pero que para el hablante no son sino rutinas. Darles más valor tiene poco sentido y tratar de erradicarlas es un esfuerzo innecesario —que acaso distraiga de otros más importantes—, puesto que acabarán desapareciendo solas. Estas que yo uso, a no tardar: en cuanto nos muramos los viejos.
—Se podrán acelerar los procesos...
—Naturalmente. Un procedimiento eficacísimo y veloz de acelerarlos es eliminar a quienes se empeñan en hablar como antes. Se ha hecho a menudo; sorprendentemente, a veces falla.
—¿Cómo que falla? Muerto el perro se acabará la rabia.
—No siempre. Fíjese en la Unión Soviética, por ejemplo: setenta años de ateísmo oficial, concienzudo y feroz, y mire dónde han venido a parar: a que Putin acuda a las procesiones como acudía Franco y a que la iglesia haya vuelto a ser poderosísima. De haber sido menos fanáticos, tal vez Rusia estaría mejor, y el presidente no se solazaría en bodorrios ultraderechistas.
—¿Se habrían orientado hacia Occidente?
—En Occidente hay de todo; no conviene simplificar ni olvidar que algunos se orientan hoy hacia Oriente. Ahora bien, piense en dos acontecimiento que sucedieron hace cincuenta años: el Mayo francés —y sus alrededores— y la Primavera de Praga. El primero, un magma inconsistente, nacido de manera más o menos espontánea. Los protagonistas, universitarios y otras gentes perfectamente instaladas en la sociedad. Las aspiraciones, vagas, expresadas retórica y muy empalagosamente. Cuando De Gaulle se hartó de monsergas, volvieron las aguas a su cauce y los estudiantes a las aulas como corderillos. Parecía que no hubiera ocurrido nada. Pero ocurrió: los grandes cambios sociales que hemos vivido los que estamos a punto de morir —y que parecen irreversibles— vienen de allí.
—De acuerdo. Sin embargo, la Primavera de Praga no fracasó: la agostaron los tanques del Pacto de Varsovia.
—Por estas fechas fue. Me acuerdo perfectamente. Y claro que fracasó: dos fracasos tremendos que provocaron enormes e inútiles sufrimientos.
—¿Qué dos fracasos?
—Por un lado, Dubcek y compañía, unos ilusos que pretendieron lo imposible: democratizar el comunismo y, de paso, olvidar la geopolítica. Aunque ni ocho meses les duró el sueño, podemos perdonárselo, porque el idealismo enternece. Enfrente, la hirsuta rigidez del hosco Brezhnev y sus monaguillos del Pacto de Varsovia: aplastaron las ansias de libertad checoslovacas como se aplasta un mosquito que nos incomoda: en unos días volvieron las aguas a su cauce y los checoslovacos a la jaula. Parecía que no hubiera ocurrido nada. Y nada ocurrió, efectivamente.
—Hombre, sí ocurrió: el comunismo desapareció veinte años después.
—La Primavera de Praga estaba olvidada para entonces: el comunismo colapsó por sus propias contradicciones internas. No hay en la historia humana fracaso mayor ni que haya hecho penar a más gente. Y las democracias de Chequia y Eslovaquia en poco se parecen a la que se imaginó en el 68.
—¿Qué quiere decir?
—Que la coacción a la larga no vale para nada, y que, en política, los ilusos tampoco.
Me gustaría hacerle alguna objeción; se queda para cuando nos veamos.

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