No sin reticencias, esta mañana he ido con don Juan al
Centro de Arte Contemporáneo. Viviendo en Almagro casi ininterrumpidamente
desde que nací, me pasa, creo, como a muchísimos almagreños: que nunca había
estado.
—¿Y eso? —pregunta incrédulo don Juan.
—El arte contemporáneo da algo de miedo: vacila uno entre la
sartén y el fuego. La sartén es el temor de que lo valioso se te
escape; el fuego, que te den gato por liebre. Encima, las pocas veces que he
intentado leer críticas en los periódicos no me he enterado de nada: galimatías
ininteligible, formulario, engolado, que vale para cualquier exposición o
artista… o para ninguno.
—¿Y no será que lo ha probado usted poco? ¿Le gustó el coñá
la primera vez que se tomó una copa?
—Ya no me acuerdo, don Juan. Pero no es lo mismo.
—Es muy parecido. A todo hay que acostumbrarse: en el arte,
en la comida, en la moda, en los usos sociales nada es natural, aunque lo nuestro —es decir, aquello a lo que
estamos habituados desde chicos— nos lo parezca. El arte contemporáneo —una
etiqueta muy poco precisa, la verdad— necesita aprendizaje: todo lo que vale la
pena necesita aprendizaje. Y para aprender solo hacen falta dos cosas: buena
voluntad y buenos maestros.
—Será eso.
—Claro que lo es. Acérquese a las exposiciones o a los
museos, mire sin prejuicios, dedíquele un rato a cada obra, pregunte a quién
sepa... verá que en poco tiempo ya no le parece tan extraño. Al final, será como el vino: quizá no llegue a estar preparado nunca para una cata a
ciegas, quizá no sepa dar muchas explicaciones, pero sabrá distinguir entre lo
bueno y lo malo sin vacilación. Además, puede empezar el aprendizaje aquí
mismo: el Centro de Arte Contemporáneo de Almagro tiene una colección
estupenda.
—Pues a muchos les parece una tontería, una manera inútil de
gastar el dinero. En la época de las vacas gordas los dirigentes políticos
locales se dejaron llevar por la moda de los centros de arte. A lo mejor se creían
que estaban haciendo un Guggenheim…
—Hubo una moda, es cierto. ¡Hasta Ciudad Real —y no habrá en
España rincón más triste en asuntos culturales y artísticos— tiene uno! Que no
está mal, todo hay que decirlo. Pero en Almagro seguir aquella moda no costó
demasiado dinero; y ahí queda la colección.
Hablando hablando, hemos llegado al Hospital de San Juan. La
sala es grande, alta, diáfana, bien iluminada. Conserva algo de la solemnidad
del templo, pero matizada, humanizada por el útil prosaísmo hospitalario y los
aún más prosaicos usos posteriores; la transición, visible, es muy delicada. Aquí se está bien.
Don Juan me cuenta que el Centro alterna la colección propia
con exposiciones temporales. La que hay ahora se llama Si las Paredes Hablaran.
Es de Olga Alarcón, artista de la que yo he leído algunos artículos en la
revista Arte y Pensamiento. Damos una vuelta, acercándonos a los cuadros o
tomando distancias, hablando muy bajo.
—¿Qué le parece?
No esperaba la pregunta. Pienso un poco; me atrevo a responder:
—Me parece que Olga Alarcón domestica los demonios interiores muy
hábil y armoniosamente. El resultado es agradable a la vista, pero tiene poco
de decorativo o de trivial: aquí hay un mundo rico, no siempre apacible, que ha
encontrado forma adecuada de expresión.
Don Juan me mira algo asombrado:
—¿No decía usted que el arte contemporáneo era abstruso?
Siga siga.
—Veo también ganas de aprender, de experimentar; y mucho
trabajo.
Si he dicho alguna tontería, don Juan la pasa por alto. Damos otro repaso. Esferándote —han leído bien— se llama la primera serie; predomina el dibujo, ligeramente coloreado, sobre papel: la metáfora de la esfera
que eclosiona o se abre al amor, a la amistad, al otro, o que permanece
impenetrable mientras aguarda, es contundente. La Tempestad, también de
título obvio y factura atormentada, baraja imágenes que pertenecen al acervo común y las recompone eficazmente sobre colores fríos: hay una, con menús de la autora hospitalizada, tremenda. Constelaciones Imposibles me ha gustado mucho: es quizá lo más fácil de ver, lo que necesita un paladar
menos entrenado: abstracciones que recuerdan las imágenes captadas por potentes
telescopios en el cielo infinito, en el infinito corazón. Y el homenaje a Kandinsky
es lo más vistoso: cuadros coloridos, cálidos, basados en el anacronismo de una relación maestro-discípula. Quizá por la fatiga —el arte se toma en pequeñas
dosis— Fantaciencia, surrealismo previsible, no me ha entusiasmado: se salva gracias a la música de Justo Fernández.
—Otra vez será —dice don Juan.
Vamos al vermú. Estoy contento: he pasado un buen rato y he
aprendido mucho. A Olga Alarcón se lo debo. Prueben ustedes también.