Visitamos a don Juan en el hospital. Don Juan ha sido
funcionario; cobra pensión de Clases Pasivas; tiene derecho a algún
tipo de sanidad privada: lo podrían haber operado en La Milagrosa, muy cerca de
su casa de Madrid —junto al colegio en que vota—, o en otras clínicas de nombre altisonante donde dan a luz las famosas que salen
en el Hola. Él, sin embargo, ha preferido siempre la sanidad pública. No por
razones ideológicas —ya sabemos que es muy poco dogmático—, sino meramente
prácticas: la sanidad pública es mejor que la sanidad privada, lo mismo que la
enseñanza pública o la policía pública son mejores que la enseñanza o la policía
privadas. Es verdad que en la enseñanza pública tu nieto corre el riesgo de
sentarse al lado de un pobre rumano —de un rumano pobre, quiero decir—, y en la
sanidad pública quizá compartas habitación con cualquier paria cuya lengua y
modales te resulten tan exóticos como los de un kolufo. Qué le vamos a hacer: a
cambio de la pequeña molestia, la sanidad pública cura. Y cura muy bien y más
barato que cualquier sanidad privada.
—Don Juan, lo dice usted porque está agradecido y todavía
convaleciente.
—Estoy agradecido, claro: he tenido que pasar la
pejiguera de análisis —perdón: analíticas—, pruebas diversas, colas y la
incertidumbre de la operación. Eso te deja en un estado de inquieto desamparo en el que resulta maravilloso poder confiar en gentes capacitadas
y en instituciones eficaces que se ponen al servicio de tu salud simplemente
porque eres una persona, un ciudadano. En otros países se pondrían al servicio
de tu salud solo si pudieras pagarles. Así que la convalecencia no me ha
debilitado el entendimiento: me ha robustecido la fe en las virtudes del estado
del bienestar.
—La sanidad española tampoco es gratis: se lleva una buena
porción de los impuestos.
—Ese es, precisamente, el milagro: que desde 1986 todos los
españoles, solo por ser españoles, tengan derecho —con cargo a los impuestos de todos, no a las cotizaciones de cada uno— a idénticas prestaciones
sanitarias. Fuera de Europa, en muy pocos países del mundo pasa eso. En Estados
Unidos, por poner un ejemplo, el ciudadano recibe la sanidad que paga, bien a
tocateja cuando la prestación, bien anticipadamente mediante un seguro. También
es un milagro que en estos treinta años la sanidad española haya alcanzado un
nivel de calidad envidiable.
—Pero algunos la acusan de ineficiente.
—No creo que atinen. Es posible que se gaste demasiado en medicinas,
que se practiquen pruebas redundantes, que los ciudadanos —mal educados— abusen
de los servicios de urgencias… Pero casi todos los que acusan de ineficiencia
al Sistema Nacional de Salud o están mal informados o tienen intereses en la
sanidad privada; es decir, querrían que la sanidad privada parasitara a la
sanidad pública de la misma manera que cierta enseñanza privada parasita a la
enseñanza pública. Debe haber sanidad privada, claro, pero quien la quiera que
la pague: que no la paguemos con recursos de la sanidad pública. Algún día
hablaremos de ciertos experimentos de algunos gobiernos liberales en
este terreno: en Valencia, en Madrid, en Cataluña, aquí mismo. Algún día
hablaremos de cómo Thatcher destrozó el National Health System del Reino
Unido.
Me atrevo a intervenir:
—Quizá no hayan sido solo intereses económicos: puede que
tampoco les guste que los pobres dispongan de la misma sanidad que los ricos.
—Quizá —conviene don Juan—: el acceso universal a la sanidad
es una auténtica revolución, una subversión completa de lo que se había
considerado natural durante siglos. Y se hizo sin ruido.
—¿Qué quiere decir?
—Que casi siempre las revoluciones verdaderas, las que
provocan cambios decisivos en las sociedades, son silenciosas y muy poco
heroicas. Y que, casi siempre también, la faramalla revolucionaria es ruido sin
nueces.
En el hospital llega la hora de la merienda. La hija de don
Juan —que ha asistido a la conversación sin decir palabra, que no nos tiene
ninguna simpatía porque culpa a los vinos y copas de los domingos de la dolencia de próstata que padece su padre— nos invita discretamente a salir.
Nos vamos contentos. Veníamos a practicar una obra de
misericordia; nos llevamos una lección de política. La vida y la salud de
don Juan no peligran por ahora.
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