No queda otro remedio: en julio se habla del teatro y sus
alrededores. Entre los contertulios unos tienen más autoridad que otros: hay
omnívoros y glotones que se tragan con idéntico apetito el Quijote en malabar, la convencional Reina Juana o un Brujo cada vez más insípido; hay inapetentes que
apenas pican —por cumplir— algo de la Compañía Nacional, y hay exquisitos que
solo acuden a las delicatessen. Pero
todos metemos baza.
—Me han dicho que La
villana de Getafe viene descafeinada
—apunta alguien.
Yo, que ignoro casi todo de estos asuntos, muestro extrañeza:
—¡Mira que es difícil descafeinar
a Lope: él nunca echó los pies fuera del tiesto!
—Me refiero al montaje: parece que este de aquí es más
pudoroso.
—Por algo será.
—Se me ocurren dos razones: o bien las audacias iniciales no tenían ninguna relevancia artística, conque
prescindir de ellas era algo absolutamente irrelevante, o bien, aun teniéndola,
se considera menor de edad al público de Almagro y hay que evitarles a sus
castos ojos las tentaciones de la carne.
Interviene don Juan:
—Saben ustedes que la semana pasada se murió Monleón. Yo
apenas lo conocía, pero me consta que estaba bien relacionado con Almagro a
través de Luis Molina y el CELCIT, y que hace ocho o diez años alumnos del colegio Cervantes de aquí de Almagro —mi nieto también— viajaron a Marruecos gracias a su Instituto Internacional de Teatro del Mediterráneo. De Monleón he leído, creo, todos los
artículos de Triunfo, bastantes de Primer Acto y algunos libros: pocas personas
de la tribu escénica, a menudo tan superficial, reunían los conocimientos, el
rigor y la capacidad didáctica de este hombre. A varias generaciones de
españoles les enseñó a ver teatro. Además, estaba al tanto de lo que se hacía
en Europa, en América, en el norte de África, y posiblemente fuera el primero
que, en Madrid, se ocupó del teatro en catalán.
Don Juan —cosas de viejo— se va de cuando en cuando por las ramas.
Alguien se lo recuerda:
—Ya, don Juan, pero hablábamos del público de Almagro.
Él prosigue como si no hubiera oído:
—Estos días he revisado la vieja colección de Triunfo
buscando artículos de Monleón y, de paso, entreteniéndome con lo que saliera.
En el número del 21 de octubre del 78 —cuyo plato fuerte es un editorial sobre
“El País Vasco y los crímenes de ETA”— Monleón escribe de Así que pasen cinco años, la
obra “irrepresentable” de Lorca que Narros estaba representando en el
Eslava con el TEC.
—¿El TEC?
—El Teatro Estable Castellano: ¿No se acuerdan?
Aunque deberíamos, no nos acordamos. Don Juan hoy se salta
las explicaciones.
—En el artículo, Monleón habla poco de la función y mucho
del público. Habla, por ejemplo, de “públicos que celebraban no verse
sorprendidos”, de —citando a Lorca— “un teatro de oro y de cristales donde los
hombres van a dormirse y las señoras… a dormirse también”, de la “inferioridad
del púbico teatral cotidiano” respecto al de otras manifestaciones artísticas, de que la “burguesía frívola y materializada” no es adicta a las innovaciones…
Afirma —otra vez con Lorca— que “nuestro público, los verdaderos captadores del
arte teatral, están en los dos extremos: las clases cultas universitarias y el
pueblo”. Y, centrándose ya en Así que
pasen cinco años, Monleón se pregunta: “¿Tenemos un público numeroso para
la obra? ¿Será posible, en el marco económico del Eslava y dentro de nuestra
realidad cultural y política, enganchar la composición del público, atraer a
sectores que suelen, no sin razón, menospreciar las manifestaciones dramáticas?
¿Conseguirá la obra, en un momento en que nuestra clase media proclama
prácticamente la inutilidad del teatro, demostrar que la poesía teatral es
necesaria?”
Don Juan nos mira. No sabemos qué decir. Continúa:
—Las artes escénicas, incluida en ellas la música, no pueden
vivir sin público, es decir, son crudamente industria. ¿Han reparado ustedes en que cada
público tiene el teatro que se merece y en que, recíprocamente, cada artista quizá tenga también el público que se merece?
La mayoría no habíamos reparado. Pero a mí me parece que,
si es como dice don Juan, público y artistas se educan mutuamente: el público cuenta con la capacidad de estimular al artista y el artista con la de instruir al público. ¿O es
que tanto uno como otro “celebran no verse sorprendidos”? Habría que pensarlo; y
pensarlo, concretamente, por lo que toca al Festival de Almagro. Pero no me
hagan mucho caso, que yo de estas cosas lo ignoro casi todo.
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