—Cálmate, que no es para tanto. A todos nos ha
ocurrido: emprender algo con determinación, seguros de su bondad o pertinencia,
y luego abandonarlo porque las circunstancias, los elementos, lo imprevisto… Otra vez será.
El rojo no:
—Aquí lo emprendido era bueno y
pertinente, de elemental justicia. Muchos nos habíamos ilusionado: al fin se
iban a poner las cosas en su sitio. Y ahora el gobierno, por cobardía o cálculo
político, recula, se escabulle, pone achaques de mal pagador para decir Diego
donde dijo digo. Nos decepciona: un hatajo de pusilánimes es lo que son,
vendidos por cualquier plato de lentejas.
—¿De qué habláis? —pregunta el despistado.
—De las inmatriculaciones eclesiásticas.
—¿Qué les pasa?
—Que el gobierno se echa atrás: rehúsa publicar la
lista.
El conservador hurga en la herida:
El conservador hurga en la herida:
—Un gobierno prudente, merecedor de elogio: se habrán dado
cuenta de que la iglesia, sociedad perfecta, se ha conducido siempre con maravillosa pulcritud…
El rojo se escuece:
—Guárdate las ironías.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Estoy desconcertado. La actitud del gobierno es
sorprendente e inexplicable; la de la iglesia, más todavía.
—Intente explicárnoslas.
—Empecemos por la iglesia. Piensen ustedes en sí mismos, en
sus amigos, en los vecinos. Cuando alguien adquiere algo honradamente, ¿lo esconde?
—Ni lo exhibe —se previene el conservador.
—No hablo de exhibir ostentosamente: hablo de no ocultar.
—Bueno...
—Piensen a continuación en los narcos, en los defraudadores, en los políticos
corruptos, en los asaltantes —gasten o no pistola— de bancos: ellos esconden las propiedades adquiridas con dinero sucio tras enredadas madejas de
sociedades o de testaferros, ¿no?
—Obviamente.
—¿Por qué, entonces, la iglesia esconde el patrimonio
inmatriculado?
—Conteste usted.
—Solo se me ocurren dos posibilidades, ninguna de las cuales
le honra: o bien el patrimonio se ha adquirido de manera ilegítima, aprovechándose
abusivamente de los privilegios —absurdos— que a la iglesia le otorga la Ley
Hipotecaria, o bien los usos actuales de ese patrimonio entran en contradicción
con valores que la iglesia predica… para otros.
—¿Por ejemplo?
—Siga imaginando. Piense en un local que la iglesia tenga
alquilado a una casa de apuestas; piense en un bloque de viviendas donde se cobren
rentas abusivas o de las que se desahucie a la gente sin contemplaciones…
—La iglesia no obra así.
—Eso creíamos. Ya no estamos seguros.
—O pensemos —irrumpe el rojo— en inmuebles con los que solo
se quiere especular.
—Dinos uno.
—Las Calatravas, que pilla cerca.
Don Juan continúa:
—Muy bien traído. Las Calatravas no se nos debe olvidar: su
caso reúne características que lo distinguen de la Mezquita de Córdoba o de la
iglesia de San Bartolomé.
—¿San Bartolomé?
—Merecería estudio.
—Recuerde las peculiaridades de las Calatravas.
—Sabemos lo referido a la inmatriculación y lo poco que no
sabemos podemos suponerlo.
—¿Qué sabemos?
—Que, de hecho, el obispado de Ciudad Real hasta julio de
2017 jamás había poseído el edificio. Y que hasta 1975, cuando lo inmatriculó,
jamás se había interesado por él. Por lo tanto, para inmatricularlo, se vio
obligado a mentir descaradamente sobre una posesión desde tiempo inmemorial que no había existido nunca, y a olvidar, con
igual descaro, la Real Orden de 1903 por la que el Ministerio de Hacienda lo
cede con muchas condiciones.
—Después tampoco ha sido la niña de sus ojos.
—Espera el mirlo blanco de un comprador opulento;
mientras llega, deja que se arruine, lo desvalija poco a poco. Si resucitara
Salomón, le bastaría tal proceder para dictaminar que el exconvento no es del obispo.
—¿De quién es?
—Del estado. El obispo de Ciudad Real se lo escamoteó
subrepticiamente en 1975; ahora pretende concluir el escamoteo cuanto antes mediante
la venta a un comprador de buena fe. O sea, lo peculiar del caso, y lo indignante, es que el
gobierno —responsable de las propiedades del estado—, por ignorancia o incuria,
permite que un particular —respetabilísimo, pero particular: el obispado de
Ciudad Real—, saltándose la Real Orden de 1903, se apropie de algo que es patrimonio del estado. De ponernos exquisitos quizá nos estuviera permitido sospechar que el gobierno comete prevaricación o cualquiera de los delitos consistentes
en tolerar que individuos o grupos particulares se aprovechen de bienes públicos
que no les corresponden.
—Don Juan…
—Hemos visto severas condenas recientes por conductas parecidas.
—Volvamos atrás, don Juan: ¿por qué el gobierno oculta las
inmatriculaciones?
—Nuestro amigo —mira al rojo— ha señalado algunas
razones probables. Yo no sería capaz de contradecírselas o de aducir otras. ¿Qué habrá
encontrado el gobierno en la lista? ¿Qué contiene la caja de Pandora que teme
abrir? ¿Habrá llegado a acuerdos vergonzosos con los obispos? ¿A cambio de qué?
Pregúntenle a Sánchez, a Calvo... o a los mismos obispos, que sabrán más.
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