domingo, 8 de diciembre de 2019

Fin

Don Juan ha venido a despedirse. La hija ya ha desmantelado la casa y completado la mudanza; mañana se incorpora al nuevo destino en Albacete; don Juan, los fines de semana que le apetezca, tirará hacia allá.
—Al menos hay buenas librerías —se consuela sin demasiada convicción.
—En Almagro deja usted amigos.
—Por supuesto. Los amigos de Almagro —mira en redondo— los conservaré. De cuando en cuando les giraré visita; en Navaltizón está su casa… y en Albacete no faltará quien se tome unos vinos conmigo.
—Claro.
Ha llegado en el tren de las dos; en el de las cinco menos veinte se ha vuelto. Entre tanto, nos ha convidado a comer; nosotros le hemos regalado —generosos que somos— el libro de Jordi Gracia sobre Pradera: ha recibido el obsequio ceremoniosamente; de ambos ha hecho grandes elogios.
La comida —breve, cariñosa, jovial, bien bebida, de conversación ligera y desperdigada— ha dejado un suave y fatal regusto —¿se dirá retrogusto, Señor?— a clausura que, por evidente, nadie  ha creído oportuno comentar. Mejor así.
Don Juan no ha permitido que lo acompañemos a la estación. Algo torpes, una pizca desorientados, hemos acabado en la plaza tomando copas. Un amigo dispara a bocajarro:
—¿Qué vas a hacer?
—¿A qué te refieres?
—No te escabullas: que si vas a seguir escribiendo los resúmenes de las tertulias.
—No. Don Juan no está, no estarán las «enseñanzas»: ¿para qué?
—La tertulia sí permanece; popular, vulgar incluso: de todo ha de haber —apunta otro con buenas intenciones.
Resisto:
—Descansaré. Han sido cinco años, gratis et amore, domingo tras domingo, sin fallar ni uno; durante unos meses, al principio —arrancada de caballo—, también los jueves; no es fácil resumir en un rato conversaciones todo lo altas que queráis, pero desordenadas y confusas. Por otra parte, «es preciso dejar de escribir, o cuando menos de publicar, si uno percibe cierto punto irreversible de deterioro», dijo el otro día un buen y generosísimo amigo a quien no amenaza tal contingencia.
—¿A ti sí?
—Más vale prevenir. Que siga otro: no me enfadaré.
Nadie se siente aludido. Continúo:
—De modo que el próximo miércoles repetiré la primera entrada; después —en cuanto aprenda cómo y me quede un rato— el blog desaparecerá.
—¿Los lectores?
—Han tenido la paciencia de aguantarnos y la misericordia de olvidar las faltas: que Dios se lo premie. Yo se lo agradezco de todo corazón.
—¿Y nosotros?
—Vosotros también deberíais agradecérselo.
—Digo que estábamos acostumbrados al espejo; porque te da la gana, nos lo quitas…
—Pago la ronda.
—Olvidado el reproche.
El curioso del principio no desunce:
—¿Qué pasará con el facebook?
—El facebook aguanta.
—¿El facebook sí y el blog no?
Sacrificaré el blog igual que otros sacrifican las mascotas que han querido tanto y ya no: para que no yerre desamparado, cada vez más viejo, más triste, más pasto de las pulgas; para que no se convierta en cachivache repudiado acumulando ciberpolvo en sepa Dios qué buhardilla del caserón de Google. En cuanto al facebook, de cerrarlo, perderíamos la ventana que nos permite estar atentos a los formidables amigos virtuales, ahora reales y verdaderos, que nos hemos ido echando: solo por eso, al facebook le debemos respeto, cariño y lealtad. Además —a la manera de don Juan, hago una pausa solemne—, cierta editorial merecidamente prestigiosa de la región nos ha propuesto seleccionar cincuenta o sesenta entradas —se admiten sugerencias para publicarlas en su colección literaria. Si cuaja, en el facebook lo diremos.
Aguardo murmullos de asombro o admiración. No se estremecen.
—¿Lo sabe don Juan?
—Naturalmente.
—¿Qué opina?
—El editor habló primero con don Juan; don Juan se lo quitó de encima: me lo endosó. «Usted verá», repite cuando le pregunto: de ahí no lo saco.
—¿Te apetece?
—Cavilo: dudo. Por un lado, si un editor solvente quiere publicarlo, algo valdrá: aunque sea para jugar en la tercera división autonómica; por otro, no se me olvida que —en internet, o sea, de balde— han leído cada entrada ciento veinte o ciento treinta personas, de las cuales alrededor de cuarenta son almagreñas: ¿quién va a pagar, entonces, doce o catorce euros por un ejemplar en papel?
—Los amigos, los parientes, los curiosos, los cultos
—Los cultos almagreños, no: ellos están en cosas profundas y sublimes, trascendentales: ¿cómo les van a interesar las fruslerías de una panda de viejos crápulas?
—De crápulas nada: bebedores.
—Lo mismo da.
El curioso persevera:
—¿Has pensado en los vecinos?
—¿Qué vecinos?
—Los que compartirán plúteo con el libro en rincones remotos y muy poco frecuentados de las librerías.
—No lo he pensado.
El amigo respira:
—Menos mal.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Inmatriculaciones escondidas

El conservador está hoy misericordioso:
—Cálmate, que no es para tanto. A todos nos ha ocurrido: emprender algo con determinación, seguros de su bondad o pertinencia, y luego abandonarlo porque las circunstancias, los elementos, lo imprevisto… Otra vez será.
El rojo no:
—Aquí lo emprendido era bueno y pertinente, de elemental justicia. Muchos nos habíamos ilusionado: al fin se iban a poner las cosas en su sitio. Y ahora el gobierno, por cobardía o cálculo político, recula, se escabulle, pone achaques de mal pagador para decir Diego donde dijo digo. Nos decepciona: un hatajo de pusilánimes es lo que son, vendidos por cualquier plato de lentejas.
—¿De qué habláis? —pregunta el despistado.
—De las inmatriculaciones eclesiásticas.
—¿Qué les pasa?
—Que el gobierno se echa atrás: rehúsa publicar la lista.
El conservador hurga en la herida:
—Un gobierno prudente, merecedor de elogio: se habrán dado cuenta de que la iglesia, sociedad perfecta, se ha conducido siempre con maravillosa pulcritud…
El rojo se escuece:
—Guárdate las ironías.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Estoy desconcertado. La actitud del gobierno es sorprendente e inexplicable; la de la iglesia, más todavía.
—Intente explicárnoslas.
—Empecemos por la iglesia. Piensen ustedes en sí mismos, en sus amigos, en los vecinos. Cuando alguien adquiere algo honradamente, ¿lo esconde?
—Ni lo exhibe —se previene el conservador.
—No hablo de exhibir ostentosamente: hablo de no ocultar.
—Bueno...
—Piensen a continuación en los narcos, en los defraudadores, en los políticos corruptos, en los asaltantes —gasten o no pistola— de bancos: ellos esconden las propiedades adquiridas con dinero sucio tras enredadas madejas de sociedades o de testaferros, ¿no?
—Obviamente.
—¿Por qué, entonces, la iglesia esconde el patrimonio inmatriculado?
—Conteste usted.
—Solo se me ocurren dos posibilidades, ninguna de las cuales le honra: o bien el patrimonio se ha adquirido de manera ilegítima, aprovechándose abusivamente de los privilegios —absurdos— que a la iglesia le otorga la Ley Hipotecaria, o bien los usos actuales de ese patrimonio entran en contradicción con valores que la iglesia predica… para otros.
—¿Por ejemplo?
—Siga imaginando. Piense en un local que la iglesia tenga alquilado a una casa de apuestas; piense en un bloque de viviendas donde se cobren rentas abusivas o de las que se desahucie a la gente sin contemplaciones…
—La iglesia no obra así.
—Eso creíamos. Ya no estamos seguros.
—O pensemos —irrumpe el rojo— en inmuebles con los que solo se quiere especular.
—Dinos uno.
—Las Calatravas, que pilla cerca.
Don Juan continúa:
—Muy bien traído. Las Calatravas no se nos debe olvidar: su caso reúne características que lo distinguen de la Mezquita de Córdoba o de la iglesia de San Bartolomé.
—¿San Bartolomé?
—Merecería estudio.
—Recuerde las peculiaridades de las Calatravas.
—Sabemos lo referido a la inmatriculación y lo poco que no sabemos podemos suponerlo.
—¿Qué sabemos?
—Que, de hecho, el obispado de Ciudad Real hasta julio de 2017 jamás había poseído el edificio. Y que hasta 1975, cuando lo inmatriculó, jamás se había interesado por él. Por lo tanto, para inmatricularlo, se vio obligado a mentir descaradamente sobre una posesión desde tiempo inmemorial que no había existido nunca, y a olvidar, con igual descaro, la Real Orden de 1903 por la que el Ministerio de Hacienda lo cede con muchas condiciones.
—Después tampoco ha sido la niña de sus ojos.
—Espera el mirlo blanco de un comprador opulento; mientras llega, deja que se arruine, lo desvalija poco a poco. Si resucitara Salomón, le bastaría tal proceder para dictaminar que el exconvento no es del obispo.
—¿De quién es?
—Del estado. El obispo de Ciudad Real se lo escamoteó subrepticiamente en 1975; ahora pretende concluir el escamoteo cuanto antes mediante la venta a un comprador de buena fe. O sea, lo peculiar del caso, y lo indignante, es que el gobierno —responsable de las propiedades del estado—, por ignorancia o incuria, permite que un particular —respetabilísimo, pero particular: el obispado de Ciudad Real—, saltándose la Real Orden de 1903, se apropie de algo que es patrimonio del estado. De ponernos exquisitos quizá nos estuviera permitido sospechar que el gobierno comete prevaricación o cualquiera de los delitos consistentes en tolerar que individuos o grupos particulares se aprovechen de bienes públicos que no les corresponden.
—Don Juan…
—Hemos visto severas condenas recientes por conductas parecidas.
—Volvamos atrás, don Juan: ¿por qué el gobierno oculta las inmatriculaciones?
—Nuestro amigo —mira al rojo— ha señalado algunas razones probables. Yo no sería capaz de contradecírselas o de aducir otras. ¿Qué habrá encontrado el gobierno en la lista? ¿Qué contiene la caja de Pandora que teme abrir? ¿Habrá llegado a acuerdos vergonzosos con los obispos? ¿A cambio de qué? Pregúntenle a Sánchez, a Calvo... o a los mismos obispos, que sabrán más.