domingo, 20 de octubre de 2019

«La ciutat cremada»

—Se ha puesto de moda denigrar las nuevas tecnologías —tal nombre les daban hace unos años; ignoro si lo conservan— y, en particular, las empresas que las monopolizan, cada una en su campo: Google, Facebook, Microsoft, Amazon… Yo reconozco que algunas cosas les debo. Y ustedes, queridos amigos: les ahorraré ejemplos. O citaré solo uno, que hoy viene al pelo: de no ser por Google y Facebook, probablemente nunca hubiera llegado a conocer a Alfredo J. Ramos.
—¿Quién es ese? —pregunta el impulsivo.
—Un observador agudo y perspicaz, y un escritor fino, elegante, culto, irónico, buen dominador de las posibilidades del idioma, incluso de las más extravagantes —los palíndromos, por ejemplo—, que nos regala en Facebook los frutos de su ingenio con generosidad muy de agradecer. Además es poeta excelente: el último de los Cuadernos de humo, mano a mano con Antonio del Camino Gil, lo demuestra.
El impulsivo insiste:
—¿Por qué lo mienta?
Cuando quiere, don Juan puede ser sarcástico:
—Por si se les ocurriera leerlo. Búsquenlo.
—¿Nada más?
—Y por las NUL.
—Don Juan…
—NUL es el acrónimo de las Novelas de una línea. Se trata de un conjunto de nanorrelatos oportunos y sutilísimos que vienen ilustrados —o viceversa— por cuadros más o menos conocidos. El diálogo entre lo literario y lo pictórico se proyecta hacia la realidad como un láser: no solo alumbra, disecciona.
—O sea, que hablaremos de literatura.
—Y de óptica.
—Don Juan…
—Últimamente ha publicado una serie de cuatro NUL con el título —no tengo que explicárselo— de La ciutat cremada. Las tres primeras se complementan con sendos retratos femeninos de Ramón Casas.
El impulsivo reincide:
—¿Quién es ese?
—Un pintor formidable que retrató estupendamente a una cierta burguesía barcelonesa desde finales del siglo XIX hasta casi acabado el primer tercio del XX, es decir, en los años en que Barcelona fue la ciudad de los prodigios.
—También fue la rosa de fuego —deja caer el conservador.
—También. Y algunos medios nos lo recuerdan diariamente, a saber con qué intención.
El conservador responde irónico:
—Les gusta la historia.
Don Juan retruca:
—No había caído.
—La óptica, don Juan —corta un impaciente.
—El tercer nanorrelato de La ciutat cremada viene ilustrado por la pintura de una joven de negro que entra al dormitorio. El texto acaba así «…sobre la mayoría de las mentes sobrevolaba, entre un ruidoso aleteo de buitres en la noche, la amenaza terrible, demoledora, de efectos incalculables, del primer luto».
—¿Dónde está la relación con la óptica?
—Les he dicho que del diálogo entre la literatura de Ramos y los cuadros de Casas brota un láser que alumbra y disecciona. ¿No oyen el aleteo de los buitres en la noche? ¿No intuyen y se sobrecogen ante la posibilidad del primer luto?
No sé si el rojo pregunta o gime:
—¿A quién le conviene un muerto, don Juan?
El cínico se anticipa:
—A quienes se plantan a ambos lados de la barricada: jugarían con él al voleibol.
Don Juan lo mira con ligero reproche:
—La imagen es macabra, pero certera.
—Explíquela.
—En estos tiempos y en ciertas partes, los muertos, con su mera presencia, poseen un pavoroso prestigio.
—¿No valen igual todos los muertos en todos los tiempos y en todas partes?
—Claro que no: el estruendo que produce un cadáver donde no suele haberlos es ensordecedor; el que produce donde hay muchos todos los días resulta inaudible.
—Y aquí ahora no estamos acostumbrados…
—Por eso el impacto sería tremendo: uno de los nuestros convertido en cadáver nos confirmaría, sin género de duda, que llevamos razón; además, nos armaría de razones muy contundentes para seguir empecinados, firmes en las posiciones que mantenemos. Cargados de razón, podríamos arrojarles el cadáver, como un escupitajo en la cara, a los otros, ya viles definitivamente y, sobre todo, ya definitivamente equivocados.
—A las televisiones tampoco les vendría mal —insiste el cínico.
En el corro hay gestos de escandalizada desaprobación; en don Juan no:
—El seguimiento de la ciutat cremada que están haciendo las televisiones y radios es absolutamente banal y redundante, superfluo; en consecuencia, pronto suscita en el espectador, salvo en el muy morboso, hartazgo e indiferencia.
—¿Por qué?
—Desde dentro, todas estas revueltas —en París, en Quito, Santiago o Barcelona— son iguales. Por lo tanto, cada uno de los incidentes por sí solo carece de significado: de tan visto, es mera algarabía incomprensible. Y las televisiones y radios cansan al espectador aturdiéndolo con detalles, sensu stricto, insignificantes. Hablaremos otro día del cansancio de los espectadores, que deriva inevitablemente en deserción.
—O sea…
El cínico sonríe sin alegría ninguna:
—Que un cadáver nos sacudiría el aburrimiento.

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