domingo, 27 de octubre de 2019

La Aguzadera

Para Fernando José Carretero, poeta

—Habrá estado usted atento a la Exhumación —mayúscula, ¿no, don Juan?
—Muy poco. Decidida y orillados los obstáculos, lo pormenores apenas me interesan.
—¿Y eso?
—Son irrelevantes: importa el hecho y algunas circunstancias.
—Cuéntenos.
—El hecho importa por el valor simbólico: la democracia española rompe definitivamente con el franquismo.
—A buenas horas…
—Las personas juiciosas hacen lo que quieren cuando pueden: en eso se apartan de las imprudentes y de los niños malcriados. Hay quien compara la situación de Franco en España con la de Hitler o Mussolini en sus países. A este respecto —¿solo a este respecto?— la comparación no es pertinente: habría que comparar a Franco, más bien, con Stalin, Mao, Castro, Kim Il-sung...
—¿Y las circunstancias?
—La operación ha resultado impecable. Sin embargo, observo tres actitudes desconcertantes: la de quienes dicen que el traslado divide a los españoles la cuestión lleva tiempo amortizada; la de quienes siempre habían clamado por él y ahora se quejan; y la de los hacendosos.
—¿Cómo dice?
—Los hacendosos, los que atienden solo a lo importante: no irán nunca a los bares, no pisarán la playa, quizá no saluden a los vecinos ni asistan a las bodas de sus hijos, desde luego no jugarán al dominó ni verán el fútbol, no leerán poesía…
—¿Por qué?
—Hombre, por eso: solo están en lo importante.
—Hablando de poesía, ¿qué le parece el encuentro de este año?
—Prescindible. No acudí a lo de Pastor: me lo sabía; tampoco a lo de Ramiro: Marwan aburre, imagínense los epígonos. Me gustó Pipirijaina. Benjamín Prado y las poetas de Guadiana no han defraudado.
—Estupendo.
—Quiero decir que continúan en su línea. En el caso de Prado, lastimosa.
—El pobre…
—El rico: trabaja para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, es tertuliano, publica en buenas editoriales, tiene amigos influyentes, bolos por toda España, está casado con una azafata…
—¿Cómo lo sabe?
—Lo dijo él.
—¿A qué cuento?
Benja es poeta cervantino, o sea, de los que trabajan y se desvelan incansablemente por lograr —o aparentar— la gracia poética que el cielo les negó; a él le negó, sobre todo, talento verbal: el único recurso que domina es la enumeración paralelística; alarga, reitera, estruja las enumeraciones de un modo —insistente, aplicado, entusiasta: pueril— que sacaría de quicio al mismo Job. Acaso consciente de la propia inanidad poética, leyó escasos poemas —Dios se lo premie—; por contra, nos predicó muy bien compuestos y floridos sermones y nos contó la vida: los sermones, en su punto banal de corrección política; la vida, envidiable. El jueves estaba muy contento.
—¿Por la azafata?
—Y por la exhumación.
—¿Usted también estaba contento?
—Yo no tengo azafata; además, Prado me sumió en el abatimiento.
—Don Juan…
Alguien vuelve al principio:
—¿Qué hacemos ahora con el Valle de los Caídos?
—Poco antes de llegar yo a Valdepeñas plantaron en la Aguzadera el descomunal Ángel de la Victoria. El Ángel de la Victoria, obra de Ávalos, era casi un trozo del Valle de los Caídos. El 18 de julio de 1976, el FRAP le puso una bomba que no acabó con él, pero lo dañó bastante. Hubo «acto de desagravio» concurrido, fervoroso y chillón, caralsoles, brazos y españas arriba; vinieron Blas Piñar y —¡quién lo recordará? el padre Venancio Marcos; cenaron muchos en el motel Meliá el Hidalgo —lo más fino—; se recaudaron fondos para la reparación… El propósito languideció poco a poco; y ahí sigue el ángel —alrededor maleza y antenas telefónicas—, encomendado al tiempo, declinando mansamente hacia la ruina. De higos a brevas subo; por la noche suben parejas que van a sus quehaceres; la autovía a los pies, y allí hay silencio; la Mancha en su esplendor; el ángel no estorba: una delicia.
—¿En qué emplearon el dinero de la colecta?
—Habrá quien lo sepa.
Levantándonos ya, un curioso no se queda con la duda:
—Don Juan, las poetas de Guadiana.
—¿No me han oído? En su línea.
Vuelvo a casa pensando en la tarea: se me hace cuesta arriba. Es verdad que en los bares no falta de qué hablar: el vino suelta la lengua, los asuntos llegan en turbión. Rara vez causan daños; las más, obedientes —eso sí— a las querencias o manías de cada cual, simplemente se amontonan, se solapan, se arraciman, se enredan, se ocultan, reaparecen… A mí, pobre secretario de actas, me cuesta hallar el hilo; procurando no mentir ni desacreditar a nadie, briego por ofrecerles a ustedes, misericordiosos lectores, un relato concertado que ojalá gane en coherencia cuanto pierde en vivacidad: otra cosa no pretendo. Pero si, como esta tarde, la charla discurre plácida y ordenada, doy gracias a Dios de todo corazón.

domingo, 20 de octubre de 2019

«La ciutat cremada»

—Se ha puesto de moda denigrar las nuevas tecnologías —tal nombre les daban hace unos años; ignoro si lo conservan— y, en particular, las empresas que las monopolizan, cada una en su campo: Google, Facebook, Microsoft, Amazon… Yo reconozco que algunas cosas les debo. Y ustedes, queridos amigos: les ahorraré ejemplos. O citaré solo uno, que hoy viene al pelo: de no ser por Google y Facebook, probablemente nunca hubiera llegado a conocer a Alfredo J. Ramos.
—¿Quién es ese? —pregunta el impulsivo.
—Un observador agudo y perspicaz, y un escritor fino, elegante, culto, irónico, buen dominador de las posibilidades del idioma, incluso de las más extravagantes —los palíndromos, por ejemplo—, que nos regala en Facebook los frutos de su ingenio con generosidad muy de agradecer. Además es poeta excelente: el último de los Cuadernos de humo, mano a mano con Antonio del Camino Gil, lo demuestra.
El impulsivo insiste:
—¿Por qué lo mienta?
Cuando quiere, don Juan puede ser sarcástico:
—Por si se les ocurriera leerlo. Búsquenlo.
—¿Nada más?
—Y por las NUL.
—Don Juan…
—NUL es el acrónimo de las Novelas de una línea. Se trata de un conjunto de nanorrelatos oportunos y sutilísimos que vienen ilustrados —o viceversa— por cuadros más o menos conocidos. El diálogo entre lo literario y lo pictórico se proyecta hacia la realidad como un láser: no solo alumbra, disecciona.
—O sea, que hablaremos de literatura.
—Y de óptica.
—Don Juan…
—Últimamente ha publicado una serie de cuatro NUL con el título —no tengo que explicárselo— de La ciutat cremada. Las tres primeras se complementan con sendos retratos femeninos de Ramón Casas.
El impulsivo reincide:
—¿Quién es ese?
—Un pintor formidable que retrató estupendamente a una cierta burguesía barcelonesa desde finales del siglo XIX hasta casi acabado el primer tercio del XX, es decir, en los años en que Barcelona fue la ciudad de los prodigios.
—También fue la rosa de fuego —deja caer el conservador.
—También. Y algunos medios nos lo recuerdan diariamente, a saber con qué intención.
El conservador responde irónico:
—Les gusta la historia.
Don Juan retruca:
—No había caído.
—La óptica, don Juan —corta un impaciente.
—El tercer nanorrelato de La ciutat cremada viene ilustrado por la pintura de una joven de negro que entra al dormitorio. El texto acaba así «…sobre la mayoría de las mentes sobrevolaba, entre un ruidoso aleteo de buitres en la noche, la amenaza terrible, demoledora, de efectos incalculables, del primer luto».
—¿Dónde está la relación con la óptica?
—Les he dicho que del diálogo entre la literatura de Ramos y los cuadros de Casas brota un láser que alumbra y disecciona. ¿No oyen el aleteo de los buitres en la noche? ¿No intuyen y se sobrecogen ante la posibilidad del primer luto?
No sé si el rojo pregunta o gime:
—¿A quién le conviene un muerto, don Juan?
El cínico se anticipa:
—A quienes se plantan a ambos lados de la barricada: jugarían con él al voleibol.
Don Juan lo mira con ligero reproche:
—La imagen es macabra, pero certera.
—Explíquela.
—En estos tiempos y en ciertas partes, los muertos, con su mera presencia, poseen un pavoroso prestigio.
—¿No valen igual todos los muertos en todos los tiempos y en todas partes?
—Claro que no: el estruendo que produce un cadáver donde no suele haberlos es ensordecedor; el que produce donde hay muchos todos los días resulta inaudible.
—Y aquí ahora no estamos acostumbrados…
—Por eso el impacto sería tremendo: uno de los nuestros convertido en cadáver nos confirmaría, sin género de duda, que llevamos razón; además, nos armaría de razones muy contundentes para seguir empecinados, firmes en las posiciones que mantenemos. Cargados de razón, podríamos arrojarles el cadáver, como un escupitajo en la cara, a los otros, ya viles definitivamente y, sobre todo, ya definitivamente equivocados.
—A las televisiones tampoco les vendría mal —insiste el cínico.
En el corro hay gestos de escandalizada desaprobación; en don Juan no:
—El seguimiento de la ciutat cremada que están haciendo las televisiones y radios es absolutamente banal y redundante, superfluo; en consecuencia, pronto suscita en el espectador, salvo en el muy morboso, hartazgo e indiferencia.
—¿Por qué?
—Desde dentro, todas estas revueltas —en París, en Quito, Santiago o Barcelona— son iguales. Por lo tanto, cada uno de los incidentes por sí solo carece de significado: de tan visto, es mera algarabía incomprensible. Y las televisiones y radios cansan al espectador aturdiéndolo con detalles, sensu stricto, insignificantes. Hablaremos otro día del cansancio de los espectadores, que deriva inevitablemente en deserción.
—O sea…
El cínico sonríe sin alegría ninguna:
—Que un cadáver nos sacudiría el aburrimiento.

domingo, 13 de octubre de 2019

Cumpleaños

Todavía frustrados —valga la exageración: muchos acudirían solo al reclamo del Nobel, bastantes ni así hubieran acudido— por el aplazamiento de la conferencia de Michel Mayor, ayer peregrinamos a Navaltizón: celebrábamos anticipadamente los ochenta años de don Juan.
En tales ocasiones comemos y bebemos despreciando los consejos de la edad y la prudencia; por tanto, la plática enseguida se sale de madre y anega territorios vastos e insospechados, a veces peligrosos; previsores que somos, nos sometemos antes a determinada liturgia, aunque laxa, inexcusable: preguntar por la salud y quejarse de ella; hablar del tiempo que huye y del que nos queda por delante, brevísimo; lamentar lo mal que va el mundo…
—Eso no —protesta don Juan con energía—. La historia de la humanidad avanza en dientes de sierra: hay periodos pujantes y etapas calamitosas; dentro de estas y de aquellos, el discurrir de la historia no es uniforme y dócil como el agua de un canal, sino anárquico y deshilachado como la de un arroyo de cuyo cauce principal se apartan reguerillas díscolas que quizá se demoren en remansos o se despeñen por cascadas…
—Claro, don Juan. Eso mismo nos lo ha dicho usted innumerables veces. Y Pero Grullo lo repite con frecuencia.
—Me halaga el emparejamiento. Pero Grullo recalca lo obvio porque es invisible.
La carta robada —ilustra el culto.
—No es preciso llegar tan alto. Basta recordar la infancia y juventud; compárelas con las de los nietos; salen ganando: ¿quién lo recuerda?
—Sobre ellos se ciernen negras amenazas, y por ninguna parte asoman dirigentes capaces de enfrentarlas.
—Menos una, gravísima e inédita, las amenazas que se ciernen sobre los jóvenes no son peores que las que nos amenazaban a nosotros. Y la calidad de los dirigentes ha sido siempre aproximadamente la misma.
—¿Cuál es la amenaza gravísima e inédita?
—El colapso ecológico.
—O sea, el cambio climático.
—No solo. Otros fenómenos se suman a él: lo aceleran, lo agravan y dificultan la posibilidad de combatirlo eficazmente.
—Díganos alguno.
—La superpoblación principalmente, y la desigualdad en el crecimiento demográfico y en el acceso a bienes necesarios y superfluos.
—¿Quién le pondrá el cascabel al gato?
—No lo sé, ni me importa demasiado: en el mundo que venga no estaré y en el que estoy ya no es el mío.
Don Juan, que podría haber hablado en plural, tiene a veces estos ataques de cinismo. Parece que me hubiera oído:
—No piensen ustedes que soy pesimista o cínico. Todo lo contrario: porque conozco a grandes rasgos la historia humana, soy optimista: confío en las generaciones que nos están remplazando.
—¿Ciegamente?
—Aún veo. Hemos hablado de la conferencia de Mayor: ¿cuándo había visitado Almagro una eminencia científica tan destacada? ¿Cuándo había existido en Almagro una entidad cultural como el Ateneo?
—Don Juan, que se mete con ellos a menudo…
—Hay cosas del Ateneo que me disgustan. O por decirlo con exacta precisión: hay rasgos —en verdad muy contagiosos— de ciertos ateneístas que se me hacen insoportables: la propensión a la solemnidad, a la grandilocuencia, al énfasis; la preferencia por lo largo frente a lo breve, por lo oscuro frente a lo claro, por lo grave frente a lo liviano, por lo difícil frente a lo fácil…
—Lo va arreglando usted…
—Pese a ello, les reconozco el rigor, la perseverancia, la enjundia, la calidad de las actividades, el talante abierto y curioso, la rectitud, la tolerancia… Lo que hacen ellos en Almagro no lo hace nadie.
—Una de cal y otra de arena.
—Así somos. Y lo afirmado del Ateneo, vale para España. Hoy se celebra la Fiesta Nacional. No faltarán plañideros, ni exaltados, ni escépticos. Sin embargo…
—¿España va bien?
—Sorprendentemente bien; desde luego, mejor que en la mayoría de los momentos de la historia. Para apreciarlo solo hay que alejarse un poco de las miserias cotidianas o mirar lo evidente, lo que muchos no ven.
—¿Y el mundo?
—Al mundo le ocurre otro tanto, al menos en el cauce principal; por los márgenes, en cambio, va quedando profusión de bonales desventurados, quizá perdidos irremisiblemente.
—¿Y nosotros?
—Lo dicho: nosotros no somos de este mundo. Nadie nos hace caso.
—¿Le duele?
—En absoluto. Me conformo con tener salud, valerme solo y mirar alrededor con distante, cariñosa e indiferente simpatía.
—¿Nada más?
—¿Le parece poco? Si se lo parece, añado dos deseos: perseverar en su venturosa amistad, y marcharme de aquí sin penar ni hace penar.
Los que han bebido inmoderadamente se burlan amables y ruidosos; los demás, en silencio, nos miramos al espejo. Enseguida brindamos: que así sea. Para don Juan, para nosotros y para todos los viejos del mundo… o del planeta, que dicen ahora.

domingo, 6 de octubre de 2019

Adveniet ut fur

¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
—¿Qué dice usted, don Juan?
—Que lean a Torrente si no lo leyeron en su momento.
Alguno no conoce más Torrente que el de Santiago Segura; se solivianta:
—¿Torrente… Torrente?
—Gonzalo Torrente Ballester fue un escritor desigual y fecundo —padre de diez o doce hijos, hubo de escribir mucho—, autor de novelas formidables. Una, menos leída de lo que merece, es La saga/fuga de J. B.
—Ah.
—¿La comentamos?
—Si quieren… Pero será mejor que reparemos en la actualidad.
—¿Qué actualidad?
—¿No han robado el Cristo de las Aguas?
—Ah.
El conservador, solemne, refuta a don Juan:
—Nadie ha robado el Cristo de las aguas: se lo ha llevado el señor obispo porque es suyo.
—Enseguida estamos ahí. Mientras, lean al menos el Incipit de La saga/fuga de J.B.: aprenderán.
—¿Qué aprenderemos?
—Que «al Santo Cuerpo Iluminado se lo llevó don Jacinto Barallobre porque era suyo —un día u otro se lo tenía que llevar. Si no él, sus hijos o sus nietos— y las lampreas han huido siguiéndolo —¿Qué vamos a comer ahora los pobres?—. Todos, los de arriba y los de abajo, sabían que a una cosa seguiría la otra: inexorablemente». Y, «sin Santo Cuerpo y sin lampreas, ¿qué va a ser de nosotros, Dios del Cielo?»
Don Juan anda muy cerca de los ochenta años; en la tertulia temen que empiece a extraviarse:
—Don Juan, vayamos por partes…
—Por partes vamos. Nuestro amigo afirma que no ha habido robo en el exconvento de las calatravas; aceptémoslo: al señor obispo «no hay quien pueda acusarlo de robo ante ningún tribunal civil ni eclesiástico». Pero también es cierto que el señor obispo vino como escriben san Pedro y san Pablo que vendrá el Día del Señor y, sin dar explicaciones —ni al ayuntamiento, que cuida de aquello, ni al cura ni a las más adictas feligresas—, se llevó el Cristo sepa Dios adónde.
—Al museo diocesano.
—Eso cuentan, sí. O sea: donde bastantes almagreños ven un Cristo, es decir, una imagen sagrada digna de culto y devoción —con el propósito de venerarla, precisamente, se la pidieron al obispo en comodato: no accedió—, el prelado ve tan solo un objeto artístico que debe custodiarse en el museo.
—Se trata de una imagen valiosa: ¿qué hay de malo?
—Miopía, desdén... quizá previsión materialista y avara. Los objetos artísticos son bienes que los peritos tasan: si al dueño se le antoja, susceptibles de transacciones mercantiles.
—Está usted haciendo juicios de intenciones.
—No: conozco la trayectoria del obispado. Jamás ha mostrado inclinación ninguna hacia las Calatravas; solo interés económico: el obispo Piñera solicitó la cesión —¡en 1902: desde 1876 podía!— al Ministerio de Hacienda por conveniencia y echando alguna mentirijilla; ya puestos, el obispo Hervás mintió a lo grande en el momento de la inmatriculación —julio de 1975; certifica que lo posee «desde tiempo inmemorial»: mentira, y gorda—; debieron empezar entonces las desavenencias con los dominicos, las cuales culminan al marcharse estos —¿por qué los dominicos se llevan el Cristo de la Misericordia, que ha estado siempre en Almagro, y le dejan al obispado el Cristo de las Aguas, que ellos habían traído?—; una vez vacío el exconvento, el obispo Melgar no ha tenido otro afán que el de convertirlo en dinero: cuanto más y cuanto antes, mejor.
—¿Y las lampreas, don Juan?
—La Tía Benita dos Carallos «pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas»; que se han llevado el Cristo, digo, o Corpo Santo, grita. Don Acisclo culpa al deán de que el robo haya podido producirse «porque ustedes llevan más de mil años aceptando el desafuero de que el Cuerpo Santo no sea propiedad…»
—Don Juan, las lampreas.
—A la mayoría de los almagreños lo que guarde el exconvento de las calatravas le importa un carallo —el propio exconvento, así así: por algo será—; el Ministerio de Hacienda acaso tenga olvidada y traspapelada la Real Orden de 17 de febrero de 1903; al gobierno de Sánchez y su vicepresidenta —ocupados ahora en tareas más acuciantes— probablemente no les dé tiempo a revisar las inmatriculaciones eclesiásticas…
—Las lampreas, por favor…
—Luego precisamos una Tía Benita dos Carallos vigilante y gritona, y un don Acisclo Azpilicueta insistiendo tenaz en que las Calatravas no son del obispado —la inmatriculación, por mentirosa, ilegítima—; precisamos, sobre todo, que los almagreños y las autoridades locales, provinciales y regionales —Madrid tal vez no se detenga en pequeñeces— aguijen al Ministerio de Hacienda para que recupere lo que es suyo y, entre tanto, impida al obispo vender el edificio. ¡Porque, si apareciera un comprador de buena fe, Almagro se quedaba sin Cuerpo Santo y sin lampreas…!