domingo, 29 de septiembre de 2019

La cruzada de los niños

—Hemos leído por ahí que la revista Historia de National Geographic va a publicar pronto amplia información sobre la Cruzada de los Niños: estupenda idea.
—¿Por qué?
—Porque ahora, ochocientos y pico años después, también hay cruzadas infantiles.
—Ya no hay cruzadas, don Juan —afirma el escéptico.
—¿Que no? Muchas. En el sentido estricto y en los figurados que imagine. Respecto al primero, no tiene más que preguntar a los yihadistas: lo creen a pie juntillas. En cuanto a lo segundo, mire a Greta.
—¿Garbo? —pregunta el cínico con retintín.
—Thunberg.
—¿Qué tiene que ver Greta Thunberg con la Cruzada de los Niños?
—Es la elegida para convencer al rey de Francia. O, en su defecto, para remplazarlo.
—¿Rey de Francia? Explíquese, por favor.
—Según dicen, a primeros de 1212 Nuestro Señor Jesucristo se le apareció a un niño francés; le mandó que llevara una carta al rey instándole a convocar de inmediato una Cruzada; el niño llevó la carta; el rey, quizá con buen criterio, no hizo caso; Nuestro Señor Jesucristo insistió: se apareció de nuevo al nene; le urgió que la convocara y encabezara él mismo; le aseguró que, cuando sus huestes llegaran, el Mediterráneo se abriría como se abrió el mar Rojo ante los israelitas; y que conquistar Jerusalén sería pan comido.
—Naturalmente…
—Naturalmente, la empresa fracasó. Ahora bien, eso carece de importancia: aunque el entusiasmo atropellado de los pibes provocara desastres; aunque los habitantes de pueblos y ciudades temblaran a su paso; aunque ellos mismos padecieran innumerables desventuras; aunque no pocos desertaran y muchos murieran; aunque los rezos fervorosos no conmovieran al Mediterráneo; aunque unos mercaderes desaprensivos se ofrecieran a pasarles el mar y, una vez en Alejandría, los vendieran como esclavos… lo importantes es que la ola de exaltación fanática recorrió Europa entera; que inflamó miles de pechos generosos con la llama disparatada y pueril de la fe… y que muy pocos se atrevieron a manifestar que aquella era una idea estúpida; al revés: concitó múltiples adhesiones, sinceras o no.
El rojo se escama:
—No compare, don Juan. La Cruzada de los Niños —las Cruzadas en general, si me apura— era, efectivamente, un disparate; la lucha contra el cambio climático, una necesidad perentoria.
—Nadie lo duda. La humanidad —por su propio interés, no por el bien del planeta, que ni siente ni padece y sobreviviría tan ricamente sin nosotros— debe hacer lo antes posible cuanto sea preciso para revertir el conjunto de fenómenos que llamamos cambio climático. El cambio climático es ya tan cierto que no necesita más demostración que la estulticia cruda y obvia de quienes lo niegan: haga la lista y verá.
—¿Entonces?
—Lo uno no quita lo otro. Los objetivos son bien distintos; el movimiento es idéntico: los mismos líderes atolondrados, el mismo entusiasmo arrebatador, el mismo desprecio de las dificultades, la misma descarnada severidad, la misma altanería frente a los tibios, la misma estrechez mental, la misma impudicia emotiva… y las misma adhesiones precavidas, halagadoras, hipócritas de la prensa, de los responsables políticos, de los intelectuales, de cualquier biempensante que se apunte y suscriba —en change.org, claro— todas las buenas causas.
—¿Yo, por decir alguien? —pregunta escocido.
—Usted es persona sensata. Por eso, en lo de la pobre Thunberg habrá cosas que también le hayan sorprendido e incomodado, estoy seguro.
Titubea:
—Hombre… Thunberg se parece a Juana de Arco.
—En el cándido y obcecado frenesí proselitista, en la determinación ciega; acaso en creerse providencial; y, desde luego, en estar desperdiciando la juventud. Quiera Dios que no se estrelle, que no acabe en la hoguera.
—Y me choca que los dirigentes mundiales la dejen hacer.
—Sorprende, sí, que se achiquen, reculen y la jaleen: ellos, que tienen la obligación, la capacidad y la responsabilidad ineludibles de obrar lo que proceda. Las eluden, sin embargo; escurren el bulto sumándose al cortejo: «No es preciso que movamos un dedo; Dios, por intercesión de Greta, nos echará una mano», pensarán. Como es lógico, ninguno escapa a la tentación de salir en la foto con ella
—¿Y la prensa?
—La prensa, al oportunismo, que es lo suyo: ¡hoy han sacado a Greta Thunberg en Corazón corazón!
Interviene un biempensante:
—Greta Thunberg nos ha concienciado muy eficazmente de algo que muchos no terminaban de creer.
—Ojalá.
De vuelta a casa veo los mismos contenedores atestados de desechos sin clasificar: Almagro está lejos, la concienciación tarda. Me da por pensar, pero guardaré el secreto, que estas buenas causas —no es preciso enumerarlas— elevadas, transversales, indiscutibles, bonitas, tal vez estén distrayendo a los jóvenes de enfrentarse a otras prosaicas, de clase, ásperas y cenagosas: el tétrico futuro laboral que les espera, por mentar una.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Con estos bueyes tenemos que arar

Aun en plena vendimia, huyendo de las lluvias que anunciaban diluvio, don Juan se vino ayer tarde para Almagro; estuvo en el concierto de las bandas de música; hoy acude a la tertulia a comentar la actualidad.
—No es exactamente así, querido amigo: acudo a la tertulia a tomar copas con ustedes y a conversar un rato.
—¿Qué es la actualidad? —pregunta el despistado.
—Las cosas de que habla todo el mundo —responde alguien sin pensarlo mucho.
—Y ¿quién es todo el mundo?
—Hombre…
Don Juan aborta el conato de círculo vicioso:
—Pero Grullo sostendría que la actualidad es el conjunto de cosas que ocurren actualmente. Aunque eso no es decir nada: en el mundo ocurren en cada momento infinitas cosas.
—¿Entonces?
—Entonces, al menos en teoría, cada uno selecciona las que le pillan cerca: esa es para él la actualidad. Grupos de personas próximas —en cualquiera de los sentidos del término— se verán afectados por lo mismo: compartirán actualidad.
—¿Por qué recalca en teoría?
—Porque habitualmente la actualidad se nos impone, no la escogemos. En estos tiempos hiperconectados, las redes y los media deciden qué es la actualidad. Nosotros, corderitos, hablamos de ella.
—¿Usted?
—Les dije hace poco que también soy gente. No obstante, a veces me fijo en cosas que a otros apenas les interesan.
—Díganos una.
—Me ha llamado la atención el nombramiento de Natalia Menéndez para dirigir el Teatro Español y las Naves del Matadero. Creo que Andrea Levy ha elegido bien.
—¿No le molesta que hayan echado a los que había?
—La dirección de ciertos organismos, entidades e instituciones debería estar a salvo de los vaivenes políticos; pero, si desgraciadamente no es así, prefiero que nombren a personas competentes. Menéndez es persona competente. Ojalá acierte.
—Sabrá que hay elecciones generales —ironiza uno.
—Por supuesto
—¿Le ha sorprendido?
—Ni a mí ni a nadie. Como a la mayoría, me ha decepcionado un tanto; no mucho: en julio gasté la última reserva de optimismo que guardaba desde el 28 de abril.
—¿Qué hará el 11 de noviembre?
—Votar, por supuesto. Mientras llega el momento, apartarme de la actualidad, o sea, huir de la granja político-mediática —cerdos, gallinas, vacas, ovejas, perros guardianes y perros de carea— cuya ruidosa algarabía cacofónica resulta exasperante; y, salvo con ustedes, no hablar con nadie de las elecciones.
Democracia es votar —repite un loro.
—Nos estamos hinchando —apostilla por lo bajo el cínico.
—Democracia es muchas más cosas; sin embargo, votar es parte esencial de la democracia. Los que ahora fomentan la abstención o lo hacen por insensato oportunismo —muchos periodistas: periodista rima estupendamente con oportunista— o preferirían regímenes de resolución sumaria —sumarísima—: los viejos recordamos bien lo que decía Franco al respecto. Vacunado, en esto de votar —y en todo— defiendo la gula, aborrezco el ayuno.
—Reconocerá que los dirigentes no han dado la talla.
—Lo reconozco: han demostrado —¡una vez más!— considerable ineptitud.
—¿Por qué?
—El inepto no pierde oportunidad de exhibir la ineptitud.
—Don Juan…
—Puesto que casi los doblo en edad, podría apuntarme al tópico: decir que el mundo va a peor; que Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias son un hatajo de jovenzuelos caprichosos y malcriados, inconscientes e irresponsables, que se ofenden y se frustran por cualquier menudencia; que acaso no les iría mal un tirón de orejas. Salvo en lo primero, tal vez acertara; pero con estos bueyes tenemos que arar. Además, por ahí afuera no están para darnos lecciones, y la culpa no es solo de los dirigentes.
—¿Con quién la comparten?
Don Juan resopla:
—Uf. Los partidos políticos, elementos esenciales de la democracia y maquinarias excelentes para muchas cosas, vienen con un defecto de fábrica extraordinariamente contagioso —no hay sino mirar a los nuevos—: son mezquinos, es decir, promocionan a los mejores para el propio partido, no a los mejores para el conjunto de los ciudadanos. Los ciudadanos, por su parte, tampoco ayudan: con frecuencia se dan al juliganismo —acuérdese, por ejemplo, de los que gritaban a todo pulmón «¡Con Rivera no!»—. Y a ver quién les lleva la contraria; a ver quién les lleva la contraria a las redes, a los periódicos —más que informar, presionan—, a los consejeros áulicos: los que juegan a Rasputín —o a Arriola—, como Iván Redondo. Para ello habría que…
—¿Resucitar a Washington, a Bismark, a Churchill?
—Nadie resucita; tenemos estos bueyes; luego solo una ciudadanía responsable, digna, crítica, consciente de su propio valor les hará enderezar el surco. A latigazos, si es preciso.
Mucho pide don Juan, pienso para mis adentros: incluso aquí en el corro los hay dejados, criticones, inconscientes, superficiales… Pero, al menos, irán a votar. ¿Látigo en mano?

domingo, 15 de septiembre de 2019

Ejercicio de estilo

A don Juan le formulan a menudo preguntas que no sabe contestar; aunque podría salir del paso más o menos airosamente, no le importa manifestar la ignorancia; si esta es vencible promete vencerla en un plazo prudente; si no, lo confiesa de inmediato. Hoy, por ejemplo, a propósito de cierta entrada del blog recordada días atrás, alguien indaga:
—¿Es Almagro un pueblo culto, don Juan?
Y don Juan:
—Solo cabría responder a la pregunta figuradamente.
—Quiero decir que si los almagreños somos cultos.
—No los conozco a todos, pero no faltarán ni cultos ni ignorantes.
—¿Y la media?
—¿Cómo la sacamos? ¿Por la gente que lee? ¿Por la gente que lee periódicos? ¿Por la gente que lee en la biblioteca? ¿Por los que asisten al teatro, a conciertos, a conferencias, a exposiciones? ¿Por los miembros de asociaciones culturales? Lo ignoro. Sí me parece observar, en cambio, un notable aumento —o una mayor visibilidad— de las personan que muestran, como mejor les cuadra, inquietudes creativas: músicos, teatristas, pintores, poetas, novelistas, historiógrafos… ¿Cuánta repercusión, cuánto reconocimiento encuentran? No lo sé. Nosotros —don Juan, misericordioso, habla en primera persona del plural— procuramos estar al tanto.
—Siempre se escapará alguno.
—No por desinterés. Hace poco tuvimos noticia de este libro —lo enseña: De dragones, de estrellas y del Corral de ver y oír las comedias—; lo hemos leído.
—¿De quién es?
—De Montserrat Rayo Olmo. No la conocemos personalmente; leímos un librito suyo sobre la mudanza de los calatravos a Calatrava la Nueva: nos gustó.
—¿Y este?
—También. Trata, además, de un asunto capital para los almagreños: el Corral de Comedias.
—¿Novela histórica? —inquiere un resabiado.
—Novela fundada en la historia, que no es lo mismo. El libro parte de una ambición genuinamente literaria que supera con mucho la del simple entretenimiento. De ahí que los personajes aparezcan sólidos y complejos; que el ambiente y el tiempo se recreen con fidelidad, elegancia y viveza; que las peripecias configuren un argumento bien equilibrado, estructuralmente armónico y coherente, en donde lo imaginario, lo hipotético y aun lo fantasioso se acoplan de modo natural y verosímil con el entramado de la historia verdadera; el lenguaje —matizaremos pronto— es rico y jugoso: combina ágilmente los dichos populares, incluso vulgares, con el registro culto, y permite pasar de lo solemne a lo graciosos o a lo irreverente sin sobresaltos… En fin, que se notan el trabajo, los conocimientos históricos, el genio verbal y las dotes artísticas de la autora.
—Mucho es. ¿Le encuentra peros?
—Solo uno, y derivado precisamente de la ambición.
—¿Es pecado la ambición?
—Dentro de unos límites, no. Ahora bien, los autores primerizos suelen caer en la tentación de mostrarnos todos sus talentos de una sola vez: con frecuencia se exceden.
—¿En qué se excede la autora?
—En el lenguaje: pretende imitar el de la época.
—¿Lo consigue?
—A duras penas; desde luego, peor de lo que asegura la autora del prólogo: sin entrar en los motivos por los que un autor se impone la tarea, ardua, de resucitar un lenguaje o una forma literaria periclitados —parodia, pastiche, ejercicio de estilo, ingenua exhibición de habilidades, o cosecha de determinados efectos estéticos inalcanzables de no ser por este medio—, los lectores tenemos derecho a pedirle —por su bien— que atine: de otro modo, acaso lo que aspiraba a pastiche se quede en parodia.
—¿Sucede aquí?
—A ratos.
—Ponga ejemplos.
—La obra está infestada de arcaísmos y de anticipaciones. Respecto a los primeros, sobra con mencionar uno omnipresente: la efe inicial en palabras que la perdieron; ya saben: fablar, facer, fermosura, ferida En estas tierras al comenzar el siglo XVII tal efe llevaba muchísimo tiempo muerta y enterrada: basta recordar a Juan de Valdés, que el hinojo —en Aragón todavía finojo— fue la planta emblema de los Reyes Católicos, que cuando don Quijote fabla los circunstantes se mofan —cuando habla se admiran, y que la fabla en el teatro es siempre burlesca. Luego…
—¿Las anticipaciones?
—Por lo que toca a nuestro libro, llamo anticipaciones a las palabras o giros incorporados a la lengua después de 1700, o sea, aquellos que Leonardo de Oviedo y sus contemporáneos jamás llegaron a oír —ni a usar, claro. En la primera página hay varios, de modo que los fui apuntando, me cansé enseguida, me olvidé de ellos y disfruté del libro: creo que acerté.
—Díganos algunos de todas formas.
—Ahí va un puñado: quehaceres, camino a seguir, laudo, emerger, roló, pletórico, a rebufo —¡menos de cuarenta años lleva entre nosotros fediendo a gasolina!—, parafernalia… Todo en ocho páginas apenas.
—¿Descalifica eso al libro?
—No. El libro, aunque sufre, aguanta.
—¿Entonces?
Ejercicio de estilo, que nunca sobra. Traducido al castellano de hoy ganaría.

(Montserrat Rayo Olmo. De dragones, de estrellas y del Corral de ver y oír las Comedias. Almud ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2019. Dieciocho euros.)

domingo, 8 de septiembre de 2019

Búsquedas y hallazgos

Como todo el mundo, hemos estado atentos a la desaparición de Fernández Ochoa; hoy lamentamos su muerte y la de Camilo Sesto: ¿colegas de infortunio? Algunos, además, se atreven a filosofar sobre la difícil asimilación del éxito; sobre el dinero que nos gastamos en búsquedas y salvamentos; sobre el manejo de estos tristes asuntos por los medios de comunicación; y sobre otras tantas cuestiones elevadas que, en general, se resuelven en lugares comunes, grandes quejas imprecisas y solemnes naderías que tranquilizan mucho al emisor, alcanzan de inmediato la aprobación del auditorio, y al final, naturalmente, se quedan en mera verborrea decorativa.
—Así debe ser, querido amigo —corta don Juan sin aire de reproche.
—Usted siempre dice…
—Siempre digo que cada cosa a su tiempo….
Y las uvas en habiendo —puntualiza uno.
Don Juan sonríe:
—O los nabos en Adviento: escoja. Ante cualquier tragedia o suceso doloroso basta expresar el dolor; no es preciso hacerlo de modo original. Y lo mismo cabe decir de las alegrías y hasta de las trivialidades. Los seres humanos albergamos por lo general sentimientos parecidos o idénticos y, en consecuencia, los mostramos de manera parecida o idéntica. La fórmula empleada, tras incontables usos, se gastará, se remplazará y santas pascuas. Ahora bien, es preferible que la fórmula sucesora brote del genio del idioma, encarnado en la gente común; no de la cursilería periodística, casi siempre ridícula.
—Hay quien la imita.
—Y es muy contagiosa: los medios gozan todavía de cierto prestigio. Lástima que, a menudo, lo inviertan en  trivialidad, sensacionalismo y cursilería.
—Por algo será.
—Algunos creen que el gremio ha abdicado de sus responsabilidades. A mí me basta una explicación más sencilla: porque es fácil y produce réditos inmediatos; observen un caso ejemplar: cierta cadena de televisión ha conseguido en poco tiempo que la llamen La Sékesta, cuando la mayoría de los espectadores sabe que el ordinal posterior al quinto y anterior al séptimo es —infausto día para mentarlo— el sesto. Si nos imponen cómo hemos de hablar, con menor esfuerzo nos impondrán de qué hemos de hablar e, incluso, qué hemos de pensar.
—Habrá de todo.
—Gracias a Dios. Sin embargo, conviene mantenerse despiertos para impedir que nos lleven dócilmente del ramal.
—¿Predica usted la insumisión?
—Predico la curiosidad y la libertad. La curiosidad alerta y crítica resulta estimulante y beneficiosa; a veces, nos conducirá por sendas difíciles y solitarias; a veces, por calles anchas, bien pavimentadas y concurridas: que cada uno elija lo que le dé la gana.
—Es más cómodo andar en el rebaño por caminos trillados.
—Quizá. Pero curiosidad tiene todo el mundo; basta ejercitarla… y no es preciso ir al gimnasio. Para mí, por ejemplo, lo único interesante en la búsqueda de esta mujer ha sido lo que han encontrado.
—Claro, don Juan: a ella.
—No. Eso lo esperábamos: las circunstancias del extravío y del fallecimiento eran previsibles. No esperaba, en cambio, que los equipos de rescate fueran a encontrar tan abundantes y variados desperdicios.
—El Everest está lleno de basura.
—Habrá que preguntarse por qué.
—¿Por qué?
—Los sociólogos, los economistas, los psicólogos y demás estudiosos de la conducta humana lo explicarán.
—¿Usted no?
—Se me ocurre constatar una obviedad: desde antiguo sabemos por experiencia que los ricos tiran, mientras que los pobres recogen y guardan. En algún momento de la historia reciente algún avispado concibió la brillante idea de explotar el hecho en beneficio propio.
—¿Y enriquecerse? ¿Recogiendo lo que tiraban los ricos?
—No: consiguiendo que los pobres se creyeran ricos. O sea, poniendo a su alcance, por un módico precio, la posibilidad de tirar, en el sentido más amplio de la palabra.
—¿Tirar qué?
—Cualquier producto inútil que hayan debido adquirir antes: existen una industria y un comercio potentísimos dedicados a fabricar y vender basura.
—¿Basura?
—Claro. Trastos de usar —poco— y tirar —enseguida— que se reponen incesante y vertiginosamente: ¿quién compra hoy con la intención de que lo comprado le dure toda la vida? Cuatro excéntricos. Más recientemente aún se ha coronado el pastel con una guinda formidable.
—¿Cuál?
—El reciclado.
—Se recicla para salvar el planeta.
—Ojalá. Se recicla para que continuemos tirando a lo grande y sin culpa; en los recipientes adecuados, claro está. Si hubiera voluntad de salvar el planeta, se pondría el máximo cuidado en producir menos, consumir menos y tirar menos.
—Entonces, ¿cómo calificamos al que tira cosas en cualquier sitio?
—No como un guarro, desde luego, sino como un cándido: un pobre bruto ingenuo que, porque puede tirar, se cree rico. Los pobres refinados tiran más y se creen más ricos, pero —cívicos ellos— depositan los residuos en lugares ad hoc.
—¿Y usted?
—Yo también soy gente.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Buen curso

Las nubes de esta tarde, la lluvia del viernes —apenas una parodia de lluvia aunque viniera con abundante fanfarria de truenos y ventiscas— cumplen a la perfección el papel simbólico que les asignarían rutinariamente tantas novelas y películas: decirnos que el verano se acaba. A nosotros, jubilados, chica y todo, de ciudad, la muerte del verano nos duele poco; los hay que hasta se alegran porque husmean próximos los viajes del Imserso; nadie dedica ni una pizca de conmiseración a las recuas inacabables de vehículos que dejan las playas para ingresar en el redil de las obligaciones: qué nos importan. Tan solo don Juan, por crianza, inclinación y oficio, continúa atento y obediente al calendario de la agricultura —el calendario natural desde el Neolítico: el colofón del verano es la vendimia; o sea, a él le espera un par de semanas de placentero ajetreo laboral que lo distraerán algo de sus otras numerosas ocupaciones.
Un recién llegado a la tertulia pregunta inocente:
—¿Qué otras ocupaciones tiene usted, don Juan?
—Muchas, y no todas inútiles: paseo por el campo, visito librerías, voy al teatro y al cine de cuando en cuando, estoy atento a lo que ocurre en el mundo, hablo y bebo con ustedes los domingos, atiendo las invitaciones que me llegan, cumplo con los deberes familiares, leo cada vez más, escribo cada vez menos…
El culto curiosea:
—Cuéntenos algo de lo que haya leído últimamente.
—Tras la siega, que ahora es un suspiro, el verano se convierte en el tiempo ideal de las lecturas largas, mejor si son de libros con los que estamos o estuvimos familiarizados: lecturas que rechazan las prisas, que tampoco exigen la densidad del estudio.
Alguien se apunta un tanto:
—O sea, como los viejos amigos a los que uno ve de tarde en tarde.
—La comparación, no demasiado original, resulta útil: efectivamente, hay libros que son viejos amigos.
—Pues díganos uno.
—Estos días he estado leyendo de nuevo el primer tomo de la Decadencia y caída del Imperio Romano, que publicó Atalanta hace unos años.
—Y qué nos cuenta.
Don Juan es misericordioso:
—Lo que ustedes saben: que es una maravilla de estilo y un pozo de conocimiento, y que, en gran medida, la idea que tenemos de la caída del imperio romano, la que nos han dado el cine y la literatura, viene de allí. Pero en esta ocasión me he entretenido buscando semejanzas entre los gobernantes romanos y los actuales.
El culto insiste:
—¿Ha encontrado usted algún implacable Tiberio, algún furioso Calígula, un débil Claudio, un cruel y disoluto Nerón, acaso un repugnante Vitelio…?
—Cuando niño, estaba convencido de que la depravación de aquellos monstruos era insuperable y que, por lo tanto, el cristianismo no fue sino la justicia que merecían y la salvación que, gracias a Dios, encarriló el mundo. Más tarde pensé que los cristianos exageraron aposta los vicios romanos para justificar la propia barbarie. Ahora sé que en todas partes —y en todo tiempo— cuecen habas.
—¿Qué quiere decir?
—Que cualquier observador inteligente, con buena mano y algo de mala uva, podría quizás hacer hoy lo mismo que hicieron Suetonio o el propio Gibbon: le bastaría con reparar un poco en Trump, Salvini, Putin, Johnson… No digamos ya en Mao, en Stalin, en Hitler…
—O en Franco —interrumpe el rojo.
—En Franco y en muchos de los que han venido luego, claro. ¿No piensa usted, por ejemplo, que, teniendo como tenemos encima la espada de Damocles de las elecciones, es una grave irresponsabilidad de algunos de nuestros dirigentes olvidar que el tiempo de un príncipe es propiedad de su pueblo y abandonarse al disfrute de los placeres inocentes pero triviales del verano? ¿No ve usted muy improbable que los ojos felizmente inconscientes de los veraneantes descubran en su propia inconsciente felicidad las semillas de la decadencia y de la corrupción?
—No se ponga intenso, don Juan —reconviene el cínico.
—Perdón. Será por los amenes del verano: tiempo de melancolía y pesimismo, de estrés posvacacional.
—Si no tiene usted vacaciones; si ya viene la vendimia, alegre como el vino que anuncia…
—Lleva usted razón.
—Pues entonces brindemos. Por la vendimia, por el vino que ha de llegar, por los libros, por Gibbon, por los emperadores romanos, por Valle Inclán y el ruedo ibérico
—Frena, que te estrellas —dice un sensato.
Don Juan remata:
—Y por los dirigentes políticos, para que se apresuren a evitarnos la vergüenza de repetir las elecciones y de ver a las claras su formidable ineptitud…
—…roguemos al Señor —el cínico no pierde oportunidad.
—Roguemos y brindemos.
Brindamos. Por todo eso; porque estamos vivos y no somos aún irremediablemente tontos; por ustedes, misericordiosos lectores, que también lo están y no lo son: buen curso para todos.