domingo, 25 de agosto de 2019

El Pregón de la Feria

—¿Acudió usted al pregón de la feria?
—Acudí. Y escríbalo con mayúsculas, por favor.
—¿Escribo con mayúsculas que DON JUAN ACUDIÓ AL PREGÓN DE LA FERIA?
—No, hombre: escriba con mayúsculas Pregón de la Feria.
—¿Por qué?
—Porque lo merece. La ortografía de nuestra lengua, que tiende a la sencillez, otorga a las mayúsculas un papel secundario, pero no faltan quienes colocan mayúsculas en cualquier palabra para hacernos ver que a la cosa significada la tienen por notable, trascendental, histórica: la Iglesia, el Estado, el Rey, el Excelentísimo Ayuntamiento de Almagro, la Liga, las Ferias y Fiestas, la Santa Misa, los nombres de los meses y de los días de la semana…
—¿Quiere usted pecar del mismo pecado, entonces?
—Por una vez, y con toda la razón. El Pregón de Elena Arenas Cruz —hoy debemos recordar el apellido de la madre merece las mayúsculas: durante años será el Pregón por antonomasia, bien porque de aquí en adelante pregones y pregoneros vengan obligados a ser distintos, bien porque se quede en excepción deslumbrante y estéril.
El conservador enfría:
—No se atuvo a ninguna de las convenciones que usted mismo considera propias de esta clase de discurso.
—¿Cómo que no? No se saltó ni una: saludó cortésmente a los presentes; agradeció que la hubieran invitado; explicó con toda claridad la aceptación; dio una lección de historia; dejó sitio —emocionado incluso— para los sentimientos; habló de la feria; nos invitó a participar en ella… ¿Qué echó usted de menos?
—Hizo un discurso político.
—Todos los discursos de este tipo son políticos. ¿O es que, cuando un pregonero inciensa loas a la belleza de las damas, a las tradiciones, a san Bartolomé apóstol; cuando evoca con nostalgia la grandeza de los antepasados, la felicidad de los buenos tiempos antiguos donde reinaba la armonía; cuando propone recuperar los valores perdidos, y etcétera y etcétera, no está haciendo un discurso político? El quid se halla en que el pregón convencional muestra la adhesión —sincera o impostada: eso carece de importancia— convencional del pregonero a los valores convencionales mediante fórmulas convencionales, mientras que el pregón de Elena Arenas, manteniéndose dentro de los moldes convencionales, refuta radicalmente los valores convencionales, muestra el absoluto rechazo hacia ellos y la adhesión incondicional a otros muy diferentes. Puesto que usted no se esperaba refutación tan radical, tacha el discurso de político; en cambio, no aprecia la intención política de los otros solo porque es obvia: igual que no aprecia el aire que respira hasta que le falta o trae un aroma inesperado.
—Arenas pronunció un discurso subversivo.
—No cabe duda: Arenas pretendió quebrantar el conjunto de valores establecido sacudiendo las conciencias de los oyentes. Ahora bien, subversivo no es lo mismo que malo; en este caso, todo lo contrario: una pieza oratoria estupenda, elegante, limpia y clara, bien estructurada y argumentada, rectamente dirigida a los objetivos…
—Pero ajena a la situación: ni el momento ni el lugar eran los adecuados.
—La prueba de que lo eran la tiene usted en que ese es el mayor —casi el único— reproche que se le está haciendo. Arenas ocupó un púlpito normalmente reservado para otras personas y cosas y, sin engañar a nadie —desde el principio dejó claras las intenciones—, con plena conciencia y seguridad, meticulosamente, apoyada en datos irrefutables, se dedicó a debelar un tinglado ideológico poderoso y duradero cuyas manifestaciones prácticas condicionan toda la realidad social, económica, afectiva, laboral, lúdica… El público —salvo los sordos, que alguno había y se le notaba en la cara— se vio sacudido: el pregón dará que hablar mucho más que si se hubiera tratado de una conferencia impartida ante una parroquia devota, por ejemplo, el Ateneo. Un acierto, pues.
—¿De qué habló Arenas? —implora el despistado.
—De la postergación histórica de la mujer, del silencio que se le ha impuesto, de cómo ha quedado siempre relegada a tareas subalternas —las labores propias de su sexo, que se decía hasta ayer tarde: subalternas únicamente por femeninas—, de las valientes, temerarias o pobres infelices que no se han resignado a callar o a hacer lo que se esperaba de ellas… Y de las trampas líricas con que se ha pretendido disfrazar un estado objetivo de opresión.
—O sea, del heteropatriarcado.
—Si lo prefiere así…
Un práctico pregunta:
—El pregón ¿tendrá consecuencias en la política de Almagro?
Don Juan titubea:
—No lo había pensado; creo que no.
—¿Y los rechazos que pueda producir?
—Pocos y marginales, quiero pensar.
—¿De modo que no vio usted ni una sola tara en el pregón?
—Solo una: que las descalzas eran descalzos y, probablemente, el Pilar, pilar.
—Y que fue largo —se atreve alguien.
—Eso, en el debe del Ateneo.

domingo, 18 de agosto de 2019

Impuestos

—En castellano la palabra impuesto es bien transparente.
—¿Que quiere decir?
—Que algunos elementos de su significado los ve enseguida cualquier hablante.
—¿Por ejemplo?
—La ausencia de altruismo. Impuesto es, en primer lugar, el participio del verbo imponer. El verbo imponer viene preñado de connotaciones que implican fuerza, incluso violencia. Cuando el participio se sustantiva para nombrar las aportaciones dinerarias de los ciudadanos al sostenimiento de lo público, no pierde en absoluto la idea de coacción: los impuestos se exigen.
—No parece cosa muy democrática.
—En origen quizá no lo fuera. Ahora lo es plenamente: los impuestos, impuestos por quien tiene la potestad legítima de imponerlos, son la esencia de la democracia moderna.
El conservador cree que don Juan exagera:
—Y ¿dónde mete usted los derechos y las libertades, la iniciativa individual, la seguridad jurídica, la propiedad privada? ¿Se olvida de ellos?
—Cómo me voy a olvidar. Solo digo que, sin impuestos, la democracia es una quimera.
—Explíquenos eso.
—Frente a la palabra contribución, que mantiene parentesco con la generosidad, casi con la limosna, los impuestos entran en la órbita imperativa de la justicia: concretamente, tocan a esa parte primordial de la justicia llamada equidad. La democracia, para llevar dignamente el nombre, ha de ser equitativa.
—¿En qué consiste la equidad?
—En dar a cada uno lo que merece.
—Luego habrá quien reciba más y quien reciba menos.
—Naturalmente. La democracia surgida de la Revolución Francesa aspira a un máximo de libertad, igualdad y fraternidad, que no llegará gratis de la noche a la mañana, sino paulatina y trabajosamente. Hoy nadie sensato alberga dudas acerca de que la libertad ha de ser mucha y la misma para todos; de que la igualdad absoluta ni es posible ni buena, pero que sí es bueno reducir los márgenes de la desigualdad social y económica mediante mecanismos eficientes que están ya bien ensayados —la educación pública obligatoria, la sanidad universal, los seguros y servicios sociales—; y que eso solo se puede lograr mediante la fraternidad. Ahora bien, por razones obvias, no cabe confiar en la fraternidad puramente altruista, en la caridad cristiana o cosas parecidas; por el contrario: para dar los resultados que se esperan —mengua de la desigualdad y extensión de la libertad— la fraternidad tendrá que ser forzosa, es decir, impuesta mediante impuestos. De ahí que, por equidad, determinados ciudadanos recibirán más y pagarán menos —los que tienen menos y necesitan más—, en tanto que determinados ciudadanos recibirán menos y pagarán más —los que tienen más y necesitan menos—, porque todos merecen un mínimo idéntico que les garantice la vida digna y el ejercicio efectivo de las libertades.
Al rojo le dan ganas de aplaudir; el conservador muestra reticencias:
—Reconocerá usted que numerosas veces los impuestos no están bien diseñados, que la recaudación es ineficiente, que lo recaudado se malgasta o despilfarra…
—Por supuesto, pero esas son cuestiones técnicas que no echan por tierra los principios. Lo mismo que hay cuestiones políticas que tampoco los rebaten: cuánto se debe imponer, a quiénes, cómo se debe gastar, en qué…
El dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente.
—Claro. Los impuestos no son confiscaciones: al ciudadano rico, después de pagar impuestos, le debe quedar lo suficiente para vivir con desahogada comodidad, hasta con lujosa ostentación. De buena tinta sé que aquí en España los ricos no sufren penalidades.
—Los impuestos asfixian la economía.
—No hay ningún ejemplo que lo demuestre. Más bien al contrario.
—Lo privado es más eficiente que lo público.
—Lo dudo. Y en ciertos sectores lo privado se limita a parasitar lo público.
—Entonces, ¿por qué los dirigentes políticos presumen de bajar impuestos y se atreven a calificar eso de revolución? —pregunta el cándido.
—Acaso por ingenuidad; porque Vox, de hecho, ha ganado las elecciones; o por experiencia propia.
—¿Experiencia propia?
—Mire a Díaz Ayuso. Pensará: si a mí me ha ido bien evadiendo impuestos y dejando sin pagar los préstamos, generalicemos la receta.
—Don Juan…
—O porque nos está empezando a gobernar —en beneficio propio y de su clase— gente que nunca ha bajado al metro, que no ha pisado jamás un hospital público, que se educó en colegios privados, que juega al golf, que no se tumba en la arena de la playa sino en la cubierta del yate, que come en restaurantes de trescientos euros…
—Pero los vota gente que sí necesita los hospitales y colegios públicos, que baja al metro diariamente, que se sofoca en playas atestadas y bebe tinto de verano en chiringuitos hediondos…
—Estarán aguardando a que les toque la lotería para dejar de hacerlo.

domingo, 11 de agosto de 2019

Serpientes de verano

—¡Ay, las serpientes de verano! —suspira don Juan mientras dobla y aparta un periódico viejo.
Agosto, por lo menos en España, es un mes diferente. Si estuviéramos en el hemisferio sur —en la Argentina, por ejemplo—, diríamos que el país hiberna, que se aletarga como los osos o los reptiles: mengua el ritmo de la vida, cierran numerosos establecimientos, bastantes acortan el horario, y en las calles se nota el vacío de una población diezmada, huida u oculta en madrigueras.
—Hace mucho que no va usted a la playa, don Juan.
—Hace mucho, sí; pero me acuerdo. La actividad de los sitios de playa, aunque bulla frenética, se parece solo superficialmente a la actividad usual de los meses laborables; agosto es el domingo del año: unos pocos se matan a trabajar atendiendo el ocio de la mayoría.
—Y les pagamos miserablemente —el rojo lleva el agua a su molino.
—Ese es un asunto distinto —justifica el conservador.
—Es el mismo asunto. O ambos quedan bien próximos —interviene don Juan—: hablaremos de ello.
—¿Cuando hablemos de los sueldos de los políticos? —dice mordaz el cínico.
—Quizá.
—Entonces, ¿de qué estamos hablando hoy? —pide socorro el despistado.
—De la prensa. La prensa también se aletarga. Los periodistas de primer nivel, seguros de que en agosto no ocurrirá nada memorable, se van de vacaciones; toman el relevo los subalternos o los desdichados becarios; a ellos les encargan que llenen las revistas de verano con asuntos ligeros, intrascendentes, divertidos —la palabra se usa mucho—, que cualquiera entienda sin esforzarse demasiado.
—¿Las serpientes de verano? —pregunta uno.
—Las serpientes de verano son antiguallas: los directores las prohíben —responde el culto.
—En sentido estricto, si: ningún periódico, por chapucero que sea, se atreve ya a jugar con Nessie, la serpiente estival por excelencia. Ahora bien: hay muchos nessies, y no todos viven en los lagos de Escocia.
—¿Se refiere a eso que llaman fake news?
—No: las fake news —o sea, los bulos aventados con el propósito de intoxicar— brotan feraces durante todo el año, siempre al servicio del creador o promotor. Las serpientes de verano, en cambio, son el simple y desnudo resultado de una manera de trabajar menos rigurosa, acaso sustentada en la creencia de que las facultades mentales del lector disminuyen en agosto.
—También hay periódicos que se dedican permanentemente a las serpientes de verano —puntualiza el escéptico.
—Quién lo duda. Conocemos varios de por aquí cerca: especialistas en lo inane. No merecen atención nunca, en ningún caso, por aburrido o aletargado que uno esté. Tampoco merece la pena detenerse en los pobres periódicos deportivos, que serán fáciles de llenar un lunes después de la jornada de liga, pero que ahora, sin Mundial ni Olimpiadas, no tendrán más remedio que recurrir a neymares diversos.
—¿Entonces?
—Se lo he dicho: las serpientes de verano de los periódicos serios.
—Miente alguna.
—Las costumbres y tradiciones populares son un filón; la sociología comparada; la psicología positiva; la medicina milagrosa; la historia anecdótica o insólita o jamás contada; la arqueología, sobre todo la que se refiere a civilizaciones perdidas, o la que confirma o refuta convicciones asentadas de tipo patriótico o religioso…
El País le está prestando mucha atención últimamente a la arqueología.
—Y, en la estela, los medios provinciales… ¿o eran provincianos? —duda histriónicamente el cínico.
Don Juan no se para:
—La última información del El País sobre Alarcos tal vez entre en el saco de las serpientes de verano.
—Hombre, don Juan, que la avalan tres prestigiosos arqueólogos.
—Pero la firma un periodista al que se le va la mano con facilidad. Fíjense en el torpe subtítulo: Los expertos creen que pudieron participar en la batalla en la que el general cartaginés Amílcar murió.
—¿Y no lo creen?
—No se atreverán a jurarlo sobre los Santos Evangelios. Lo que apuntan prudentemente es: No sabemos el papel concreto de estos íberos de Alarcos en los sucesos de la época de la Segunda Guerra Púnica, pero es muy tentador [aunque muy poco probable] imaginar que estuvieran con el cartaginés.
—No se ponga usted estricto, que es verano; además, las incoherencias entre titular y cuerpo son moneda corriente.
—Mal de muchos... Y no me pongo estricto: cuando intento comulgar con ruedas de molino, me atraganto.
El despistado, que lo miraba distraído, levanta los ojos del periódico y pregunta ingenuo:
—¿Esto de la Corte de Honor de la Virgen del Prado también es serpiente, don Juan?
El rojo se adelanta:
—En el apartado de costumbres y tradiciones populares.
El conservador salta raudo:
—Es buen periodismo al servicio de las costumbres y tradiciones populares.
—¿Don Juan?
Don Juan engorda la lista de aplazamientos:
—Es tarde: otro día.

domingo, 4 de agosto de 2019

Excursión

Desde hace cinco años —mentira parece— don Juan nos invita a comer en Navaltizón el primer sábado de agosto. Se trata, quizás y a la vez, de cerrar un curso y abrir el próximo, puesto que, jubilados, el hiato vacacional ha desaparecido. Como en otras ocasiones, ayer los más valientes acudimos al amanecer porque íbamos de excursión. La mañana era fresca; el cielo de un azul blanquecino; por Ruidera el sol se levantaba orondo y cegador.
—¿Adónde nos lleva, don Juan?
—A la ermita.
Pero en las excursiones de don Juan —y en los discursos del alcalde— el camino importa más que la posada. De modo que no vamos a la ermita: la ermita es el mero pretexto para un paseo de doce o catorce kilómetros siguiendo el itinerario tradicional de los solaneros que vienen a la romería de la Virgen de Peñarroya.
El casero nos acerca en la furgoneta a la Casa de don Jerónimo; desde allí echamos a andar hacia el nordeste; el camino es fácil, llano, muy agradable. Don Juan habla de la Virgen de Peñarroya, que se apareció en término de Argamasilla a un pastor de la Solana y es patrona de los dos pueblos; cómo pasa cuatro meses en cada uno y cuatro en la ermita; las romerías, los cultos, los roces que de cuando en cuando se suscitan por cualquier menudencia. Explica también el paisaje y sus cambios a lo largo del tiempo, sobre todo desde las desamortizaciones del siglo XIX: las casas y casillas, los caminos, los cultivos, las manchas de monte que aún sobreviven. En poco menos de dos horas, casi sin darnos cuenta, llegamos a una balsa enorme que se alimenta del canal de Peñarroya. Descansamos mientras don Juan refiere la historia de los desbordamientos del Guadiana, del canal, del pantano, de los regadíos, de la Mancha Verde que encandiló a tantos —a Francisco García Pavón, por ejemplo— y que todavía nombra a un grupo folclórico… Bajamos al cauce del Guadiana, lo remontamos; exploramos las tristes ruinas de los molinos hidráulicos, la motilla grandiosa y enigmática. El pie de la presa nos cierra el paso: hay que subir. La subida es breve, pero muy empinada; don Juan, manejando sabiamente la garrota, va el primero; algunos quedan rezagados. Al llegar arriba, la mole del castillo se refleja en el acero lustroso del embalse, casi lleno. Descansamos; los hay que se sientan en el suelo, en los bancos, que se apoyan en el pretil; don Juan aguanta de pie, las dos manos en la empuñadura del bastón.
Visitamos el castillo y, en él, la ermita; la Virgen no está: a mediados de septiembre regresará de Argamasilla; luego la llevarán a la Solana; en enero volverá al santuario; permanecerá aquí hasta abril. Reparamos largamente en las pinturas murales, bien interesantes y bien restauradas; salimos al pantano; a mí me fascina una pareja de cormoranes: se sumergen intrépidos, los veo bucear bajo el agua transparente; se me pierden; reaparecen largo trecho después; en un risco se secan las alas al sol.
Viene el casero con la furgoneta; trae víveres: vino, pan, queso, jamón, embutidos; almorzamos mejor que un obispo.
—No te burles —dice amablemente el conservador.
El rojo me defiende:
—Es la verdad; los obispos de hoy son austeros: peor para ellos.
—La templanza es una virtud cardinal.
—Que las jerarquías eclesiásticas no han practicado siempre.
—Porque estaban más atentas a las virtudes teologales —apoya el cínico.
El conservador no se arredra, ironiza:
—Ahora las virtudes —teologales y cardinales son cosa de los vuestros.
—¿Por qué lo dices?
—Porque todos presumen de sobriedad y rectitud. Y de practicar la caridad. Mirad las barras bravas de Ada Colau.
El rojo se escama:
—¿Qué hace Colau?
—¿Ella? Lo desconozco; sus partidarios, en cambio, defender la subida de sueldo arguyendo que una buena parte la dedica a obras pías.
Don Juan no quiere que la discusión empiece tan pronto:
—Luego repasaremos los sueldos de los políticos.
—Sí, pero anticípenos algo
—Quizá tenga interés hablar de los políticos que hay en España y de cuánto ganan. A mí, de todas formas, no me parece esa la cuestión decisiva, sino qué beneficio reportan a los ciudadanos en comparación con trabajadores que cobren igual.
—¿Y de las limosnas?
—Que pertenecen a la vida privada; publicarlas y presumir de ellas es ridículo; si uno quiere ganar el cielo de esa manera, que se lo calle: Dios lo ve todo.
Los demás callamos también; volvemos a la casa; comemos y bebemos sin templanza ni culpa. Cuando llegan las copas no tenemos fuerzas para ahondar en profundidades: ya las tendremos.