domingo, 23 de junio de 2019

Cambio de época y crítica literaria

A pesar de que el verano, tópicamente, tiende al descuido, al abandono, a la relajación, a la pereza, este primer fin de semana de un estío que se prevé —así lo dicen los meteorólogos: para eso estudian— seco y caluroso llega cargado de electricidad y excitación. Por ahí afuera, en Estados Unidos, Trump ordena bombardear Irán y se arrepiente enseguida; ordena deportar inmigrantes ilegales y también se arrepiente acto seguido. ¿Se ha convertido a la paz y la concordia universales? No: amaga y no da, pero amenaza con dar en cualquier momento. En el reino Unido, Johnson —ese hombre— discute acaloradamente con la novia, la policía echa tierra sobre el asunto y los militantes del Partido Conservador no parece que se lo vayan a tener en cuenta: recemos. En España el Supremo rectifica a los jueces de Navarra: hubo violación en aquella cosa tan fea de la Manada. La mayor parte de la gente está —estamos— contenta. Menos unos cuantos: el abogado defensor, por obligación; los que vociferan en las barras de los bares, por costumbre; el jefe —si este no es el nombre oficial del cargo, debería serlo— de Vox en Andalucía, por afición y por escoceduras antiguas…
—Cuestiones de poder —resume el escéptico.
—Sí, aunque no solo —matiza el rojo.
—¿Qué hay más?
—El cambio de época.
—Los seres humanos permanecen idénticos a lo largo del tiempo, dice don Juan constantemente.
Por alusiones, interviene:
—Siempre son iguales; ahora bien: no siempre se comportan de la misma manera.
—¿En qué quedamos?
—En que las circunstancias influyen en los comportamientos.
El rojo cree que don Juan se pone de su parte:
—¿Lo ves? El cambio de época.
—Pues aclárate.
—Digo que las relaciones de poder han tenido una importancia notable en la historia humana. Entre ellas, una de las más duraderas y menos cuestionadas —al menos en Occidente— ha sido la del sometimiento de las mujeres a los hombres. Ahora las cosas están cambiando.
—Llevan siglos cambiando —exagera el escéptico.
—En asuntos importantísimos, imprescindibles, pero no esenciales.
—Si son imprescindibles…
—No tienen por qué ser esenciales. Por ejemplo: las mujeres han conseguido votar, incorporarse a casi todos los trabajos, estudiar en la universidad, vestirse como les da la gana, manejar la maternidad, disponer libremente de su cuerpo…
—¿Te parece poco? —casi se escandaliza el conservador.
—Me parece mucho; a ellas no tanto.
—¿Qué más quieren?
—Unas quieren que el poder cambie de manos radicalmente; otras, que —para lo bueno y para lo malo— se borre la distinción entre hombres y mujeres.
—Muy bien.
—Efectivamente. Salvo cuando aspiran a pasar de las palabras a los hechos de manera inmediata y efectiva. Es decir, cuando las mujeres pretenden incurrir en los vicios que hasta ahora se han considerado privilegios masculinos sin que se las crucifique por ello; cuando quieren sacudirse los grilletes que les impiden llegar a donde llegan los hombres; cuando osan mandar donde les toque sin reticencias ni complejos; cuando miran la historia con sus propios ojos, reescriben el relato de lo que ha sucedido y, en consecuencia, de lo que está sucediendo y de lo que debe suceder; cuando impugnan de hecho el reparto tradicional de papeles en la casa o en el sexo…
El despistado interrumpe:
—¿Hablamos de feminismo o de Trump, de Johnson, de la Manada, de Vox…?
—Es lo mismo: el poder tradicional del macho, fuerte durante siglos, flaquea y amenaza desplome. Es normal que los que sienten que saldrán perjudicados reaccionen de manera furibunda, extrema, caricaturesca.
—¿El fin se acerca?
—Estamos viviéndolo. Los estertores causarán víctimas.
—También las vemos.
—Hay machos —los más brutos— que no las ven. Y, si las ven, piensan que son pocas y que se lo tienen merecido. Aunque yo no me refiero a las víctimas y a los verdugos evidentes, sangrientos, sino a los otros: más duros de roer y más dañinos.
Don Juan ha participado muy poco en la plática; a veces oía atentamente, asentía o negaba con gestos; a veces miraba por la ventana, se quedaba absorto en sus cavilaciones. Alguien le pregunta.
—¿Le ocurre algo, don Juan? ¿No le interesan estas cosas?
—No veré el final de la guerra, pero las batallas últimas me interesan mucho. Más aún cómo las están contando unos y otros.
—¿Entonces?
—Estos días tengo entre manos un asunto más perentorio: me dedico a la crítica literaria.
—Don Juan…
—Estoy ordenando y podando la biblioteca: una forma drástica e inmisericorde de ejercer la crítica.
—¿Igual que el cura y el barbero?
—Aproximadamente: tampoco me tiembla el pulso al prescindir de ciertos poetas necesarios.
Pienso entre mí que don Juan se engaña o envejece: lo iré observando.

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