domingo, 28 de abril de 2019

Elecciones

Alumbra el sol de la tarde con juvenil rotundidad, con urgencia de estreno. En el Marqués, viendo la terraza llena y a quienes la pueblan beber y charlar despreocupados, el agua torrencial de la Semana Santa, los días inhóspitos, el frío, parecen de otro tiempo: de un pasado triste que no volverá:
—¿Tú crees? —pregunta el pesimista
—Hombre… Por lo menos hasta el otoño.
—El otoño está cerca.
—¡Quién se acuerda ahora del otoño?
—Las hormigas prudentes. Esos que veis ahí son cigarras.
—¿Y nosotros?
—Nosotros, viejos al sol: carcamales —irrumpe el cínico.
El despistado, que ha estado más pendiente de las carnes blancas ofrecidas al sol que de nosotros, se cansa de rodeos:
—¿De qué habláis?
—Del tiempo.
—Y de política —precisa don Juan.
—¿De política?
—El tiempo, el meteorológico y el otro, es un yacimiento inagotable de metáforas: hablando del tiempo se habla de cualquier cosa.
—Vaya.
—Piensen en el amanecer —no digamos orto, por favor— y en el ocaso; en el futuro y en el pasado: los primeros preñados de connotaciones favorables, los segundos sin que nadie los quiera. En Grecia un partido se llama Amanecer Dorado y en España…
En España empieza a amanecer—canturrea el rojo, no sé si sarcástico o preocupado.
—Porque vuelve a reír la primavera.
—Quizá: los fascismos tenían una cara joven, alegre, resuelta, matinal; y un fondo rancio, hosco, beato, tenebroso. En España lo dábamos por muerto y resucita.
—Los expertos nos explican constantemente que esto no es fascismo, don Juan.
—Tales expertos me recuerdan a los teólogos bizantinos que discutían sobre el sexo de los ángeles mientras los otomanos entraban en Bizancio; a los conejos que porfiaban empantanados sobre si los perros que los iban a cazar eran galgos o podencos.
—¿Por qué?
—Porque no serán técnicamente fascistas, pero se parecen tanto a los fascistas que solo los expertos son capaces de distinguirlos. ¿Han recibido ustedes la carta en la que piden el voto? Compatriotas nos llaman.
—Estupendo: no excluyen a nadie —apunta el conservador.
—Pésimo: excluyen a quienes no se identifiquen con su idea de patria. Estos, los réprobos, son la Antiespaña: que se preparen para arder en las llamas del infierno.
—¿Nosotros también?
—Ustedes sabrán: ¿les gustan los toros?, ¿la caza?, ¿las procesiones?, ¿las mujeres en casa?, ¿la palabrería hinchada y huera del franquismo?, ¿los uniformes?, ¿el vino peleón? ¿Veneran a don Diego de Almagro? ¿Detestan a los inmigrantes?, ¿a los gais?, ¿a Europa? ¿Son partidarios de la mano dura?, ¿de la cadena perpetua?, ¿de recortar la libertad de prensa?, ¿de que los ricos paguemos menos impuestos y los pobres tengan menos servicios? 
—No —dice la mayoría; alguno calla.
—Pues entonces, abyectos, pertenecen ustedes a la Antiespaña: ¡No merecen el alto nombre de españoles!
—Está usted exagerando: dibuja una caricatura —objeta el conservador.
—No veo por qué.
—Si fuera cierto lo que dice, el Partido Popular y Ciudadanos, que tienen tras de sí una trayectoria democrática impecable, no se dispondrían a coligarse con ellos.
—A mí también me asombra que se hayan dejado guiar por los voxeadores, que les hayan copiado la retórica, que les disculpen las veleidades franquistas.
—¿A qué se deberá?
—Puede haber tres razones: o la trayectoria democrática de populares y ciudadanos es menos impecable de lo que quiere creer el amigo, o les pierde la impaciencia por llegar al poder, o gastan una ingenuidad tan pueril que confían en domesticarlos.
Azúa, Trapiello o Savater no aspiran a mandar, no se chupan el dedo ni detestan la democracia.
—Los tres —y otros muchos— están a punto de caber en el traje que Primo de Rivera padre le cortó a Valle Inclán: eximios escritores y extravagantes ciudadanos.
—De nuevo exagera, don Juan.
—Enseguida me darán la razón: que, cada uno a su modo y en su nivel, son eximios escritores no lo duda nadie; que sus opiniones políticas resultan extravagantes —o sea, que vagan extramuros de la realidad—, tampoco.
—Demuéstrelo.
—Basta un botón: ¿cómo es posible que se hayan entregado con armas y bagajes a un dirigente político tan inconsistente como Rivera? ¿Cómo es posible que acepten las credenciales constitucionalistas de Vox y se las nieguen a Sánchez?
—Sánchez ha pactado con los separatistas.
—Cualquiera sabe que coincidir en la oposición a algo o a alguien no es pactar.
—Sánchez quiere romper España.
—Los juicios de intenciones contra toda evidencia, la descalificación apriorística, el desprecio del otro forman parte del paquete totalitario que sufrieron tantos: por ejemplo, Azaña; Sánchez no es Azaña —una desgracia—, pero lo tratan de la misma forma.
Miro por la ventana a quienes toman plácidamente el sol en la plaza. Habrán votado o irán a votar enseguida. ¿Son extremistas? No lo creo. ¿Qué votarán? A saber.


domingo, 21 de abril de 2019

¿Por qué lloran los cofrades?

Antes llovía más y se lloraba menos. A lo mejor las dos cosas iban en el lote o a lo mejor no. A lo mejor la primera se debe al cambio climático y la segunda brotaba del heteropatriarcado: quién sabe. El caso es que llorar por nimiedades estaba muy mal visto; de modo que —a nosotros: viejos— no nos extraña la pregunta atónita del despistado:
—¿Por qué lloran los cofrades?
—Porque en Sevilla lloran —responde mordaz el cínico.
—No, hombre: porque llueve.
—¿Porque llueve? ¿Con la falta que hace?
—¿Lo ves? Nadie llora cuando le dan lo que precisa.
—Los cofrades precisan las procesiones por encima de todo: si no las hay se frustran.
—¿Como niños caprichosos?
—Quizá. Pero me inclino más por lo de Sevilla. ¿Que allí lloran? Pues aquí también.
—¿Don Juan?
—Sevilla.
—¿Y el agua?
—Supongo que entre quienes acuden a una procesión habrá gente de muchas clases. Se me ocurren tres: los que ceden desganados a una pejiguera reiterada: para ellos la lluvia es un alivio; los católicos sinceros que creen en la Divina Providencia y aceptan la lluvia como lo mejor que puede pasar, puesto que Dios lo ha querido así; y los que —al margen de la iglesia y hasta de la fe— juegan muy seriamente a ser nazarenos, armaos o costaleros. Estos últimos han estado semanas entrenándose, jugando a que jugaban; al llegar el momento del juego verdadero —El Día más Grande del Año, dice uno— el tiempo les obliga a desistir: entendemos el disgusto.
—¿Hasta llorar?
—Hasta llorar no: el llanto es influencia sevillana. El ombligo de la Semana Santa está en Sevilla: allí se crean y desde allí se expanden los usos y las modas que se difundirán en ondas, progresivamente más débiles, todo alrededor. Acaso haya sitios que opongan resistencia, aquí ninguna: se acepta sin rechistar y con entusiasmo lo que venga de Sevilla. No entremos en terreno pantanoso, quedémonos solo en el habla: ¿se han dado cuenta de cómo, a partir de procesión, se ha generalizado el verbo procesionar? Antes, al paso lo sacaban en procesión; ahora el paso procesiona solo. ¿Se han percatado de que las procesiones se hallan en franca decadencia? ¿Que ya solo vemos cortejos procesionales y, cada vez más, estaciones de penitencia? ¿Han oído hablar de exornos florales? ¿De Codal de Plata? ¿Qué es un codal? ¿Se han fijado en el acento sevillano —¡Ámoh p’arriba, valiénteh!— de los capataces? ¿Cuándo desaparecieron los hermanos de las hermandades para quedarnos solo con los cofrades de las cofradías? No seguiremos, que la lista se haría inacabable. Pero en ella entra de pleno derecho el llanto cofrade cuando las circunstancias climatológicas —así lo dicen— impiden la estación de penitencia: hombretones hechos y derechos lloran desconsolados, los pobres. ¿Van a ser menos los de aquí? De ninguna manera: hay que llorar, y llorar visiblemente, a moco tendido.
—¿Todos lloran?
—Unos más y otros menos: cuanto más asevillanados estén, más. Ahora bien, nadie queda inmune a la infección: ayer vimos —lágrimas en la lluvia— el llanto militar de algún armao.
—Y a usted ¿qué le parece?
—Inevitable y duradero, aunque no eterno.
—Explíquese.
—Quiero decir que en todos los aspectos de la vida cultural —entendiendo ortodoxamente por cultura cualquier cosa que no venga forzada por la naturaleza— hay centros y periferias. En lo que se refiere a la Semana Santa nosotros somos periferia mansa; Sevilla, centro firme y potente. Mientras se mantenga tal estado de cosas, haremos servilmente lo que hagan en Sevilla: no vale la pena lamentarlo ni oponerse, porque es tan inevitable como la lluvia, que cae cuando quiere. Considerando la pujanza de Sevilla —feraz, incansable, entusiasta, expansiva—, las cosas seguirán así bastantes lustros —que duerman tranquilos los voxeadores—, pero no indefinidamente: la suerte ha de cambiar pronto o tarde y, entonces, el estilo sevillano se considerará tan ridículo como los pantalones campana y el mueble provenzal.
—¿Lo veremos?
—No. Ni nuestros hijos, probablemente.
—¿Hacemos algo?
—Nada. Si queremos, huir o encerrarnos en casa. Si queremos, mirar con atención, curiosidad y una pizca de ironía. Si queremos, beber botellines sin tasa como hacen tantos. Y, por supuesto, no juzgar: hagamos lo que nos dé la gana y que el prójimo haga lo que le dé la gana.
—Pero, volviendo al llanto…
—Lo mismo. Si un cursi plañó orinocos en la muerte de Chávez, ¿qué pasa porque el llanto de los armaos y otros cofrades crezca en diluvio?, ¿porque los costaleros murmuren con dolor su desconsuelo al tiempo que la Mosa, el Rin, el Tajo y el Danubio? Al fin y al cabo, la tripa tienen atada, el campo necesita lluvia y los pantanos están medio vacíos.

domingo, 14 de abril de 2019

Semana Santa y campaña electoral

Con el tono entre displicente y retador de quien conoce por anticipado la respuesta y espera usarla enseguida para derribar al adversario, el rojo pregunta:
—¿De quién es la calle?
La tarde mullida del Domingo de Ramos, la suave laxitud que invade al grupo tras haber rematado la primera etapa de la Semana Santa, invitan más a la fraternidad socarrona que a la controversia trascendente: nadie quiere guerra. El cínico responde:
—Mía.
—Que tú no eres Fraga, hombre.
Sobre alfombras de mugre, las mesas alrededor exhiben impúdicas los restos de la procesión de las palmas: pilas de platos sucios, torres de vasos vacíos, parvas de servilletas arrugadas, charcos de bebidas pegajosas; en la barra, tras constatar sin remordimiento que hoy no comerán en casa, muchos reinciden en las rondas de botellines o se mudan —que es hora— a las bebidas destiladas; los niños gritan; los bebés duermen; los vestidos se arrugan; las corbatas se sueltan; el ruido no remite pero, aunque es media tarde, ha adquirido ya la inconsistencia flácida de las madrugadas alcohólicas.
—La calle, no lo sé; la plaza, de los hosteleros.
—Y de los bebedores.
—O sea, nuestra.
—De todos.
El rojo se frota las manos; da un trago al Macallan; se relame; sonríe:
—Ahí quería yo llegar.
—¿Adónde?
—A que la calle es de todos.
—Pues para ese viaje…
—Quiero decir que la calle es de todos, pero se la apropian unos pocos: la usurpan, nos la roban.
—Qué barbaridad.
—¿Barbaridad? ¡El evangelio!
—No he visto que hayan echado a nadie: innumerables y muy juntos, eso sí, cuantos quieren aquí están.
El rojo insiste en la displicencia:
—Pareces ciego.
—Veo perfectamente.
Don Juan apacigua:
—Acaso nuestro amigo se refiera a otro tipo de apropiación. Hemos hablado varias veces de que los espacios públicos, porque en ellos se cruzan diversos intereses, son con frecuencia lugares de conflicto. En Almagro, por ejemplo, los que pretendan visibilidad y clientela acudirán a la plaza: de ahí que haya roces, explícitos o en sordina. Pero existe una forma simbólica, no física, de ocupación de los espacios públicos, igualmente eficaz y también potencialmente conflictiva, en la que apenas se repara: la que preocupa a nuestro amigo, creo.
El rojo asiente. Uno se queja:
—Descienda, don Juan, que no estamos para sutilezas.
—Ahora coinciden la Semana Santa y la campaña electoral: ¿adónde se retraen pudorosos los símbolos civiles de la campaña electoral? Al extrarradio y al lazareto de la fachada de San Agustín. ¿Dónde se exhiben ostentosos los símbolos de la Semana Santa? Por todas partes. En países más civilizados —usa la palabra aposta: la recalca— lo civil, que concierne al conjunto de los ciudadanos sin exclusión, logra preferencia; aquí, en cambio, lo religioso, que concierne a una sección más o menos amplia pero menguante de ellos, se desborda: nos abruma. Al amigo le disgusta.
Interviene el conservador:
—La Semana Santa se halla firmemente arraigada en el alma del pueblo: sus raíces, perdurables, son más profundas que las de los sistemas políticos, cambiantes. ¿Quién osará perturbar la belleza sublime de los pasos con pancartas pidiendo el voto? Nadie en su sano juicio.
El rojo contradice:
—Los que beben botellines sin mesura y empuercan plaza y bares también mancillan la sublime belleza cofrade. No se meten con ellos. ¿Sabes por qué?
—Explícamelo.
—Porque estos transgreden las normas religiosas: no las impugnan ni pretenden abolirlas.
—Los partidos tampoco, me parece precisa alguien.
—Por desgracia. Y hasta se retiran sigilosamente a los márgenes y ceden el corazón de los espacios públicos a las manifestaciones —obviamente religiosas— de la Semana Santa: sin que nadie se lo pida, motu proprio. Rendición completa, retirada vergonzosa.
—Por algo será.
El rojo se crece:
—Sí. Caben tres posibilidades a cual más lamentable: o los partidos políticos no se sienten con fuerzas para erguirse, siquiera simbólicamente y de igual a igual, ante lo religioso: malo; o reculan porque están seguros de que la sociedad no toleraría tanta arrogancia: peor; o unos y otra aceptan mansamente la supremacía de lo religioso sobre lo civil: pésimo.
—Exageras. En los partidos políticos, incluso en los más laicos, proliferan cofrades y capillitas: conocemos a algunos. Y se asume con naturalidad.
—Os lo he dicho: porque la Semana Santa está firmemente arraigada en el alma del pueblo —vuelve el conservador.
—Y porque estamos a medio civilizar.
—Luego desvarían —observa un sensato— quienes dicen que la Semana Santa corre peligro. ¿No, don Juan?
—Desvarían: aquí tienen la muestra. Ahora bien, si perseveran en el desvarío será porque les resulte provechoso.
—¿Le parece bien?
—Me parecen mal las trampas y los señuelos preventivos. De lo demás hablaremos cuando acabe.
Pienso entre mí que no lleva trazas de acabar.

domingo, 7 de abril de 2019

¿Debates?

—Quién sabe de dónde saldrán las opiniones que cada uno de nosotros lleva a cuestas —dice el escéptico con una mezcla de fatal resignación y desconfianza antropológica.
—De dónde van a salir: de la cabeza —replica el optimista.
—Qué más quisiéramos.
En la tertulia hay diferentes puntos de vista sobre casi todo; las opiniones divergen con frecuencia hasta hacerse contradictorias; no faltan la ironía, las pullas, los puyazos, las preguntas capciosas; sin embargo, aunque la discusión no siempre llegue a deliberativa —qué se le va a hacer—, rara vez se encrespa y las formas no se pierden nunca.
—¿Qué cree usted, don Juan?
—Que, efectivamente, nunca se deben perder las formas.
—Digo de las opiniones.
Don Juan finge extrañeza:
—Ah, las opiniones… Que escasas veces se forjan racionalmente en la cabeza del que las alberga.
—¿Alberga?
—Cada época tiene sus propios estilemas: una especie de marcas de habla que permiten identificarlas de inmediato. Si piensan en lacra socialmarco incomparable o señoras y señores, pongo por caso, se verán transportados a la mediana edad, a la juventud y a la adolescencia como por arte de magia. Pues bien, cuando eran ustedes niños, en tiempos de la pertinaz sequíaalbergar opiniones era una expresión común; o sea, las opiniones —huéspedes, no hijos— se alojaban por temporadas en los individuos, quizá de manera delicadamente invasiva.
—¿Por qué?
—Porque a menudo las opiniones —primos lejanos que vienen de visita: a ver quién los echa— se nos imponen: llegan, se instalan, nos conducen, nos manejan, se marchan…
—No es eso lo que creemos la mayoría.
—Ustedes sabrán. Cuando dominamos bien un asunto tras haberle dedicado tiempo de estudio y reflexión, de aprendizaje, podemos hacernos una opinión fundada, que seremos capaces de argumentar sólidamente. Ahora bien, sobre la mayoría de las cuestiones debatidas —es una forma de hablar— en cada momento de la actualidad poseemos conocimientos superficiales, luego nos costará mucho lograr una opinión consistente al respecto: es más cómodo y más rápido adoptar —otro verbo transparente— una opinión ya hecha y albergarla mientras la precisemos. Después, la desechamos sin pesar ninguno.
—Don Juan…
—Mírense al espejo, miren alrededor. ¿Qué saben ustedes, por ejemplo, de la famosa Colección Polo? Lo mismo que yo: nada. Por lo tanto, si quieren meter baza cuando salga en la conversación, se verán obligados a tomarles prestada una opinión favorable a los partidarios o una desfavorable a los detractores.
—Naturalmente: previo estudio —insiste el optimista.
—Ojalá. Esa habría de ser la situación ideal, y a ella van unas pocas mentes honradas y cabales. Sin embargo, para alcanzarla han de darse dos condiciones imprescindibles. La primera, que quienes sí tienen conocimientos y opiniones fundadas nos hagan la merced de exponérnoslos clara y verazmente; y la segunda, que nosotros estemos dispuestos a oírlos con atención y sin prejuicios. Lamentablemente, las dos condiciones no suelen darse la mano.
—¿Y eso?
—Ni los que saben son siempre honrados, ni a quienes reposamos tan a gusto en la hamaca de la ignorancia nos apetece abandonarla diligentes: resulta más cómodo albergar a la ligera opiniones eventuales.
—Entonces, ¿es imposible el debate público?
—Casi siempre es inútil el debate sobre la cosa pública; pero no importa. Ahí bastan tres o cuatro certezas en las que estamos obligados a permanecer firmes e intransigentes: en tanto no haya damnificados, cuantos más derechos mejor; los prejuicios propios —las creencias del tipo que sean— rigen solo en el ámbito privado; todas las personas son absolutamente respetables, ninguna idea lo es absolutamente… en lo demás, que cada uno opine y vote lo que quiera: mientras haya derechos, libertades, separación de poderes y elecciones, ninguna equivocación es definitiva, puesto que a los cuatro años cabe rectificar…
—¿Y en las discusiones privadas?
—En las discusiones privadas hay que saber con quién nos gastamos los cuartos.
—¿Qué quiere decir?
—Que debemos ser cautos. Así, no hay que discutir con ignorantes; hasta no comprobar perfectamente que andan errados, tampoco hay que discutir con quien nos considera ignorantes; no hay que porfiar con tercos; no hay que entrar en polémica con quien carece de sentido del humor, con quien no usa la ironía ni es capaz de entender los sentidos figurados; el significado literal de lo que se dice no es nunca todo lo que se dice, ahora bien, no escudriñemos las intenciones —siempre incógnitas, claro— del que habla; jamás descartemos la propia ignorancia; aceptemos en el otro la misma buena fe que en nosotros mismos; estemos abiertos a cambiar de opinión…
—Don Juan, que eso lo sabe todo el mundo…
—Pues apenas lo noto últimamente.
De vuelta a casa pienso entre mí que don Juan lleva un tiempo muy pesimista: ¿le ocurrirá algo o será la vejez?